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domingo, octubre 21, 2012

HOMENAJE A ANTOÑETE: "EL TORERO DE CRISTAL" + 22-10-2011



(I)
Lección magistral de Antoñete
JOAQUIN VIDAL, - Sevilla - 23/04/1985
 Manzanares, satisfecho, "pero no lo suficiente"
El temple / templo inseguro de la Maestranza
Plaza de Sevilla
22 de abril. Cuarta corrida de feria. Cuatro toros de Carlos Núñez; primero y sexto de Belén Ordóñez. En general bien presentados, mansos y broncos. Antoñete. Media atravesada (palmas). Pinchazo, estocada corta y descabello (oreja). Curro Romero. Golletazo (bronca). Media atravesada (pitos). Rafael de Paula. Dos pinchazos y media estocada baja (silencio). Bajonazo descarado (gran ovación).
La Maestranza fue ayer cátedra para recibir una lección magistral de toreo puro. El catedrático,Antoñete. Mientras el torero de Madrid dictaba pausadamente los capítulos fundamentales de la tauromaquia, frente a aquel cuarto toro reservón que parecía inútil para el toreo de arte, la puerta del Príncipe se entreabría, una y otra vez se entreabría, e incluso estuvo de par en par, porque por allí tenía que salir a hombros el maestro, no podía ser de otra manera. Un pinchazo, sólo un pinchazo, cerró el portalón y fue también poquito a poco, con un lejano chirrido de pena.
Pocos toreros habrán tenido abierta la puerta del Príncipe con tanto derecho. El toro, ya se ha apuntado, era reservón, como toda la corrida; costó muchísimo llevarlo al caballo, esperaba en banderillas, buscaba tablas en la muleta. Mejoró porque lo lidia ron muy bien. No Antoñete, que no está para sudar la brega, sino un peón de la cuadrilla, Martín Recio que en cada intervención levantaba oleadas de ovaciones y, al término del primer tercio, el público, puesto en pie, pidió que saludara montera en mano. Y eso que en la brega Martín Recio no se pone bonito, sino feo, encorvado, se da un aire con Cuasimodo. Pero la eficacia de su capote, siempre abajo y templando la embestida, es de un valor que todo el mundo reconoce y hasta entusiasma, como ayer en la Maestranza. No saludó montera en mano y quien lo hizo fue, minutos más tarde, su compañero Bonichón. La Maestranza también era cátedra de banderilleros. Bonichón alborotó el tendido con dos pares de banderillas asombrosos; que de asombro era verle llegar a la cara del toro cobardón, despacito, relajado, bajos los palos, pisándole a la fiera los terrenos, y cuando ésta metía la cabezada, reuniendo entre los pitones y prendiendo el par en todo lo alto.
Sabor de lo auténtico
Y después, la lección magistral. También hubo de consentir Antoñete para encelar al toro tardo y reservón. Empezó con las dobladas, siguió con los redondos, ligaba con el pase de pecho. Todo tenía el sabor de lo auténtico y el ambiente era el de las grandes solemnidades. Pero todo quedó en pálido apunte cuando se echó la muleta a la izquierda y desgranó el joyel de los naturales, en tres tandas perfectas de ligazón y temple, abrocha das con el de pecho y con el ayudado. Abierta estaba para entonces la puerta del Príncipe, pañuelos flameaban en los tendidos y sólo faltaba el volapié para completar el monumento al arte de torear. No fue posible. Pero la lección magistral había empezado ya a enriquecer la añeja historia de la Maestranza. El primer toro había sido demasiado enterizo para las facultades de Antoñete, que lo pasa portó con brevedad. Curro ensayó la verónica, esta vez sin fortuna; tuvo el peor lote, y a un toro lo macheteó sin miramientos, mientras en el otro se dobló, porfió unos redondos, y en atención a la catadura del animal, lo macheteó también. Paula, con sus mantazos, era en el tercero la imagen del pánico.
En el sexto, Paula consiguió momentos sublimes junto a otros desastrosos. Es un torero irrepetible, en lo bueno y en lo malo; capaz de iluminar la borrascosa tarde con el trincherazo y el redondo de cartel, y de hacerla aún más lúgubre con sus trapaceos y sobresaltos. Tan vano intento sería pretender cambiarlo como convertir la noche en día.
Rafael de Paula es así, torpe, espantadizo y genial. A ese sexto toro le había instrumentado dos excelentes verónicas y media, nuncias de las esencias a cuentagotas que habrían de venir. Antoñete dio otras dos y media de altos vuelos. No mejores: distintas.
Antoñete proclamaba con esas verónicas su magister dixit. No volverá a la Maestranza, pero el recuerdo de su toreo va a permanecer vivo por siempre jamás.

                                                           (II)
                                              El toreo, un clamor

JOAQUÍN VIDAL - Madrid - 08/06/1985
Plaza de Las Ventas. 7 de junio. 25º corrida de feria. Tres toros de Santiago Martín y tres de Juan Andrés Garzón, desiguales de presencia, mansos, que dieron juego; sexto, condenado a banderillas negras.
Antoñete: media perpendicular (oreja con protestas); pinchazo y estocada (dos orejas y dos clamorosas vueltas al ruedo con aclamaciones de "¡torero!"). Curro Romero: estocada perpendicular, otra perdiendo la muleta y descabello (silencio); estocada delantera (oreja y clamorosa vuelta al ruedo). Curro Durán: estocada trasera caída (división cuando -saluda); pinchazo y estocada tendida (aplausos). Antoñete salió a hombros por la puerta grande.
Citaba Antoñete a la distancia, dejándose ver -iyú!, como le grita al toro-; el toro acudía alegre y cuando iba a entrar en jurisdicción, el maestro le cargaba la suerte, le embebía en el engaño y la plaza toda acompañaba la solemnidad del muletazo con un rugido sideral. Citaba Curro Romero a la distancia, más breve, esperaba relajado la embestida, fundía al toro en los vuelos escarlata con suavidad de seda, remataba convirtiendo en magia la quintaesencia de la naturalidad, y la plaza toda acompañaba las luminarias del arte con un rugido sideral. Allí, en Las Ventas, en una de las tardes más emotivas que se recuerdan, se estaba produciendo, sencillamente, el prodigio del toreo, y ese prodigio levantaba un clamor, un eco vibrante y sostenido que estremecía todos los rincones del coso.
Las faenas de Antoñete eran de una autenticidad irreprochable. Las faenas de Antoñete, dos lecciones magistrales de la mejor tauromaquia, tenían sobre todo una carga de torería que aromatizaba, no ya las suertes, sino cada uno de sus movimientos. La soledad trágica que viven el toro y el torero, frente a frente en el centro del ruedo, curvos horizontes difusos a su alrededor, emanaba ayer una emotividad máxima. Crecido el maestro en su arte, transfigurado, a ritmo procesional, iba creando una obra hermosísima que se remontaba a sí misma en cada pasaje. El entramado de la faena era el toreo fundamental, por naturales principalmente, luego por redondos, y la ligazón de los pases de pecho instrumentados con hondura.
Ciertamente en el transcurso de la obra había imperfecciones. El temple no se produjo con la necesaria continuidad y los enganchones de muleta pusieron motitas apenas perceptibles en el color encendido de cada suerte. Pero no eran el calibrador mecánico ni el espía electrónico miradores que pudieran tener acomodo en aquellas faenas para la historia. Únicamente lo tenían el sentimiento, la identificación colectiva con un rito insólito que sólo se produce cuando emana de un torero cabal. La primera faena de Antoñete fue importante y con la monumentalidad de la segunda el público entró en delirio. A ese segundo toro lo había lidiado Martín Recio con la técnica impecable que acostumbra, siempre por delante, abajo el capote, que es el artificio idóneo para que el toro mejore la embestida. Montoliú lo banderilleó llegando a la cara pausadamente, reuniendo y prendiendo en lo alto. Ambos tuvieron que saludar montera en mano, y el maestro los sacó a los medios al terminar sus clamorosas vueltas al ruedo. Cuando Antoñete, en su segunda faena, dibujaba el natural en el centro geométrico del ruedo, y volvía a alejarse del toro para reiniciar la creación del muletazo, la multitud prorrumpía en gritos de .¡torero!", flameaba pañuelos, ¡la locura! En medio de esa locura daría los mejores redondos de toda su actuación. Ganó a ley las dos orejas y en las vueltas al ruedo el público se rompía las manos y las gargantas de aplaudir y aclamar, lanzaba al ruedo todo cuanto tenía a mano para homenajear al maestro.
Después llegó Curro. Nadie podía hablar ahora de maestría, ni de nada podía hablar, porque lo de Curro trascendía cualquier pauta. La pulcritud, la suavidad, la caricia para embrujar al toro en aquellos redondos prodigiosos, que hicieron saltar al público de sus asientos; eso creó Curro en el crisol de su inspiración. Probó el natural, por donde el toro le cabeceaba, y volvió al toreo en redondo, aún más inspirado, aún más subyugadora su estética. A nadie importaban cánones, aunque había cánones, de pura escuela rondeña, ejecutados con la más escrupulosa exquisitez. Porque aquello era la conmoción del arte, la síntesis de la naturalidad. A brincos; sí, a brincos, siguió el gentío aquella faena memorable, y rompía en palmas por sevillanas, arrojaba puñados de romero alruedo, creía que era el fin del mundo.
Si el toreo es ciencia, ahí estuvo ayer Antoñete. Si el toreo es poesía, ahí estuvo, ayer Curro Romero.
La casta del primer toro había sido excesiva para las conformidades de Curro. El tercer espada, Curro Durán, tuvo una actuación valerosa, principalmente en su último toro, un manso sin fijeza, condenado a banderillas negras. Pero esos aconteceres no pasaron de ser anécdotas de la corrida, como tantas en la feria. Lo otro fue un clamor, el toreo, la gloria.


(III)
LAS VENTAS/ DESPEDIDA DE ANTOÑETE
La emotividad pudo más que la maestría
 Madrid - 01/10/1985
JOAQUÍN VIDAL
Antoñete tuvo una triste despedida. El torero estaba presto pero el hombre fue débil. La emoción pudo más que la maestría, y deambulaba por los tercios, incapaz de integrarse en la lidia. No pudo con los toros difíciles ni con los fáciles. Cuando tenía a su merced -y el público empujándole para que triunfara-, la nobleza del último toro de su vida, tampoco pudo sacarle partido porque la mano de templar había perdido el ritmo.
30 de septiembre. Última corrida de la feria de otoño. Despedida de Antoñete. Toros 1º (sobrero), 3º y 6º, de Jiménez Alarcón; 2º y 5º, de Belén Ordóñez; 4º, sobrero de Marcos Núñez. En general cojitrancos y deslucidos. Antoñete: Media baja, rueda de peones y descabello (silencio); media estocada tendida (pitos); dos pinchazos, media trasera tendida, rueda de peones y descabello (vuelta). Curro Vázquez: media atravesadísima y estocada trasera tendida (silencio); pinchazo y estocada perdiendo la muleta (aplausos y saludos); pinchazo, estocada que asoma y dos descabellos (silencio). Antoñete salió a hombros por la puerta grande.
La faena cumbre que se esperaba no llegó, ni podía llegar, con aquél hombre hecho un manojo de nervios, primero abrumado por la responsabilidad de la expectación sin precedentes, luego aplastado por el fracaso que se le venía encima, toro a toro, imparable. Y si no se produjo fue porque la sensibilidad del público tenía más fuerza que la propia realidad de la corrida. La afición en pleno estaba resuelta a proclamar su antoñetismo indestructible y rendir homenaje al titular de la causa por las memorables temporadas que ha ofrecido, las más hermosas del toreo contemporáneo.
La salida a hombros por la puerta grande, a despecho de reglamentos, que en esta ocasión no tenían sentido, constituyó el justo premio a una vida de torería irrenunciable, la consagración final de un torero noble y cabal que lo ha ofrecido todo en aras de la fiesta. Pues una despedida del toreo no es el examen final y definitivo de una oposición a cátedra -que esa ya estaba hecha, muchos años atrás- sino la ocasión solemne de que público y torero compendien y magnifiquen la mutua identificación que se consolido entre ambos a lo largo de tantos años.
Por eso es irrelevante que el diestro no lograra cuajar la faena cumbre que todos soñábamos; pues lo que de él se esperaba sólo era una muestra, hasta donde fuera posible, de la torería que define su personalidad artística. Y aquí es donde fracasó ayer Antoñete.
El maestro, según hizo en definitiva, podía abreviar con su incierto primer toro; no atreverse a ligarle pases al segundo, cuya arboladura imponía y tenía el peligro que conlleva la casta agresiva; destemplar la boyante embestida del quinto, pues a aquellas alturas el abatimiento le había hecho presa. Si no lo veía claro, era comprensible, ese día, que tomara precauciones.
Pero Antoñete ha sido elevado a maestro indiscutible y no podía ayer contradecir esta categoría, la más alta que concede la fiesta, aliñando desordenadamente, ni inhibirse de la lidia, ni permanecer en el callejón mientras su compañero Curro Vázquez se medía con el toro. Un maestro no puede consentir jamás, menos aún en su despedida, que los peones pongan los toros en suerte y hagan los quites, mientras él permanece alejado e indiferente; que un subalterno se gane la ovación de la tarde. por una brega que corresponde al matador. Martín Recio llegó a ser aclamado, y hubo de saludar montera en mano, por unos capotazos eficacísimos. Estuvieron bien, sí, pero eso, a una mano.
Dirigir la lidia
Un maestro debe dirigir la lidia, impedir a toda costa que degenere en capea, como sucedió; corregir los defectos de los peones y evitar sus excesos. Un maestro cuyo peón de confianza le suple capoteando a dos manos, ha de ordenarle ¡Tápese usted!, echarse adelante y mejorar los lances. Diferente es que el subalterno no deba lucirse. Debe lucirse, siempre que no saque los pies del tiesto. Montoliú, por ejemplo, ganó a ley las, ovaciones que premiaron sus templados pares de banderillas.
Curro Vázquez estuvo a pescar lo que cayera en la turbulencia del desconcierto. Lo hizo en un suave quite por verónicas. Sus toros eran deslucidos y los muleteó con mediocridad. Pero Curro no era el protagonista de la corrida, y prácticamente pasó inadvertido. El protagonista de la corrida, en quien convergía la atención y la pasión de una multitud. enfervorizada, deambulaba confundido a merced de las contrariedades que le atropellaban sin piedad, y hasta dio una vuelta al ruedo que el público pedía pero que su dignidad de máxima figura del toreo no debió consentir, porque su faena -la última-, no valía el premio.
La salida a hombros, esa sí estaba cantada; la ejemplar ejecutoria merecía el homenaje, y cuando atravesaba aquel umbral de la gloria torera, un golpe de emoción sacudió la plaza. Antoñete no volverá a estar en Las Ventas, vestido de luces; qué pena. La gente se iba desconsolada, rebuscando explicaciones maniqueas a lo sucedido: el empresario, que trajo un saldo de toros; el absurdo presidente, que no rechazó los protestados... Y mucho de eso pasó; pero ojalá sólo hubiera sido eso.
(IV)
LAS VENTAS
La penúltima lección
JOAQUIN VIDAL - Madrid - 04/07/1988
Al maestro le salió su toro y dictó la penúltima lección. El maestro el, Antoñete. La tauromaquia está viviendo la época de los maestros ciruela, aquí todo el mundo es maestro, la mitad de todo el mundo maestro y artista excelso a la vez, y hay a quien le dicen maestro de maestros, simplemente porque cierta tarde de soI y moscas y otra de nubes y mosquitos acertó a ligar los pases. Se trata, naturalmente, de maestros ciruela, pero con tanto maestro y tanto artista excelso como dicen hay, maestría y arte son conceptos devaluados; dices maestro y se sobreentiende un pegapases, dices artista y se sobreentiende un posturitas. Antoñete no es maestro ciruela: sabe; lo que pasa es que no se explica. A Antoñete le salieron en la feria de san Isidro toros para explicarse y nada, como si estuviera afónico. No eran su toro, es obvio. Tampoco lo era el primero que le salió ayer, quizá porque siendo noble le embestía fuerte, y ese es problema insoluble para quien doblado con creces el cabo de las tormentas, que es la cincuentena, se viste de luces. Ahora bien, en cuanto su toro puso la pezuña en el redondel, recuperó la dicción y pronunció un hermoso discurso, tan rico en ciencia, esencia, matices y figuras retóricas, que Castelar, a su lado, era tartamudo.
Torrestrella / Antoñete, Romero, Manili
Toros de Torrestrella, con trapío, cornalones astifinos, encastados; 4º muy noble, 6º peligroso. Antoñete: pinchazo, estocada corta delantera atravesada y cuatro descabellos (bronca); estocada muy trasera y dos descabellos (oreja). Curro Romero: media atravesada, tres pinchazos, rueda de peones y estocada corta delantera caída (bronca); estocada corta delantera baja (división). Manili: estocada contraria a un tiempo (oreja); tres pinchazos (ovación y saludos); sufrió un puntazo en un muslo, de pronóstico reservado. Plaza de Las Ventas, 3 de julio.
Empezó Antoñete con las verónicas, para lo cual fijó previamente al toro corretón y suelto mediante la técnica pura de echar el capote abajo arqueando la pierna. Cuando Antoñete arquea la pierna empieza a surgir el toreo en su más estricta autenticidad, según pudo comprobarse en las torerísima verónicas aquellas y en la exquisitez de la media, con el toro rendido al vuelo circular sobre el eje de la suerte cargada y olé.
El augurio de lo que habría de venir estuvo de nuevo en la pierna arqueada, para los ayudados por bajo, que sometieron al encastado toro y salió de ellos encelado para siempre jamás. De ahí en adelante Antoñete instrumentó tandas de naturales y de redondos, abrochados con los de pecho, los trincherazos o los cambios de mano, mejorando progresivamente la calidad de las suertes, pero, sobre todo, construyendo la faena. Ahí estuvo el maestro. No se trataba de dar naturales porque el toro era noble por el pitón izquierdo, o derechazos, porque lo era por el otro lado, y los de pecho para marcar una pausa y que la gente aplauda; se trataba de encadenar las suertes en un todo armónico cuya síntesis es el dominio absoluto sobre el toro, fundamento máximo del arte de torear.
Al doblar el toro, Antoñete hacía señas a los espectadores de las localidades bajas, y algunos las interpretaron como que ese era el último toro de su vida profesional. Otros prefirieron entender que: invitaba a unas copas. Mientras Antoñete pueda dictar lecciones magistrales y arquear la pierna sin herniarse, su sitio está en los ruedos.
Curro Romero vio la calidad del cuarto toro, salió a los medios a hacerle un quite por verónicas y de paso le dio una pista al maestro. Un buen detalle que mereció mejor recompensa. Por ejemplo, que también le saliera su toro, pero artista y público se quedaron con las ganas. El segundo no era su toro, pues embestía con excesiva codicia, y lo macheteó. El quinto tampoco pues estaba aplomado, y a fe que Curro Romero se cruzó un montón de veces con él, porfiándolo aunque asimismo es cierto que cuando, de tarde en tarde, el toro acudía al cite, pretendía embarcarlo con el pico de la muleta, y ese no es plan.
Pico mucho empleó ayer Manili y los aficionados, que le obligaron a saludar después del paseíllo, en recuerdo de recientes gestas, se lo advirtieron en el transcurso de su primera faena La cátedra es la cátedra. El pico era absolutamente innecesario, dada la nobleza del toro y la honradez del diestro, que toreaba con temple y ligazón, y aquel recurso feo debía ser secuela de su época de legionario, aún no olvidada. Y mejor si no la olvida, mientras le salgan toros como el sexto, que tenía peligro, y se rajó temerariamente con él hasta sufrir una tremenda voltereta.
Al final, Antoñete, que no se cortó la coleta ni nada, como había parecido indicar por señas. Sí, sería que invitaba a unas copas, según entendieron otros, para celebrar su penúltima lección magistral, que allí quedó, para enseñanza de los muchos maestros ciruela que hay por ahí.
(V)
FESTIVAL EN LAS VENTAS
La muleta 'pIanchá'
JOAQUÍN VIDAL - Madrid - 30/10/1995
Le pidieron a Antoñete que pusiese la muleta planchá, para que se viera. No es que Antoñete la fuese a poner arrugá sino que su forma de torear, al ortodoxo estilo -que demanda muleta planchá, ofrecer el medio pecho, cargar la suerte-  es lo que esperaba del veterano maestro la afición. "¡Ponga la muleta planchá, maestro!", se oyó gritar en el tendido. Y fue el maestro y la puso como para perpetuarla en bronce. La presentó Antoñete tan frontera al toro, tan geométricamente perpendicular a su lomo y su línea de flotación, que no cabía más. Cuando la afición se refiere a la muleta planchá quiere decir que no esté oblicua; quiere decir que no adelante el pico al pitón contrario para aliviar la embestida.
Novillos despuntados para festival: 1º, bravo y 4º, bravucón, de Joaquín Núñez; 2º,de Zalduendo, bravo; 3º de Palomo Linares, encastado; 5º de Alcurrucén, inválido y pastueño, y 6º de José Luis Marca, inválido, noble. Antoñete: media trasera perdiendo la muleta y dos descabellos (oreja). Rafael de Paula: estocada corta trasera y rueda de peones (aplausos y saludos). Palomo Linares: estocada trasera y descabello (ovación y salida al tercio). Curro Vázquez: pinchazo y estocada (oreja). Manzanares: media y rueda de peones (oreja). Ortega Cano: media caída, rueda de peones y descabello (oreja). Plaza de Las Ventas, 29 de octubre. Festival homenaje al banderillero Bojilla. Más de tres cuartos de entrada.
La muleta planchá era un símbolo y mostrado de avanzadilla en todo su esplendor; vino luego la verdad de la vida, la realidad del toreo, y ese lo interpretó Antoñete en su cabal grandeza. Toreo sobre la mano diestra, que por la siniestra el toro iba peor. Toreo de mando, temple y ligazón. Toreo ajustado en los pases y en los tiempos. El toreo tal cual es: tres redondos y el de pecho, y no hace falta añadir ninguna sesión a destajo. El de pecho de remate, o el cambio de mano, o la trincherilla, que también esperaba anhelante la afición.
Una trincherilla instrumentó Antoñete y la plaza se iba a venir abajo. La trincherilla constituía el símbolo número dos de la torería en estado puro. Resuelta en triunfo la actuación magistral de Antoñete, la afición aguardaba la trincherilla de Curro Vázquez, que es otro artífice paradigmático de esta bella suerte. Y el diestro correspondió con creces. Muy bien en los redondos, la trincherilla la bordó. Digamos que fue trincherazo; es decir, la trinchera clásica, corregida, aumentada y magnificada.
Venía la tarde triunfal, el público ovacionaba la comparecencia de cada, torero y le obligaba a saludar. Roto el paseíllo, saludó el homenajeado, Enrique Bernedo Bojilla, un banderillero retirado tremendamente popular. Lo hizo desde el tercio, con sobriedad y torería, sombrero en mano. Varios diestros le brindaron sus toros y se reprodujeron entonces las ovaciones. Al público no se le agotan las ganas de aplaudir y ahora que ha terminado la temporada, seguramente dará rienda suelta a su pasión aplaudiendo al amor de la mesa de la camilla lo que sea menester; por ejemplo, al televisor; por ejemplo, a la empleada de hogar, si quita el polvo.
…….
Ligar... La afición gozó con la restauración del toreo auténtico y el público en general descubrió que torear no es correr; que el toreo requiere parar, templar y mandar cargando la suerte y, además, ligar los pases. Con la muleta planchá, por supuesto. Y volcó en una ovación estruendosa su reconocimiento, al despedir al homenajeado y las cuadrillas, el maestro Antoñete al frente.
(VI)
ANTOÑETE EN LAS VENTAS
¡Torero!
JOAQUÍN VIDAL - Madrid - 25/06/1998
Volvió Antoñete igual que se fue: hecho un torero. Así se presentan en Madrid los toreros buenos. Venía a homenajear a la afición o quizá era al revés. Daba igual: había allí una comunión de conceptos y de sensibilidades sobre el toreo, su liturgia y su fundamento. Y Antoñete los ofició con la hondura y la sencillez que demanda el arte. Desde que hizo el paseíllo hasta que lo sacaron por la puerta grande cuanto hizo iba desbordante de torería. Torería en la seriedad del gesto, en las formas, en el mando en plaza. Nada para la galería; todo para el rito del toreo. Saltó a la arena el primer torillo y ya se había hecho presente el maestro Antoñete, ya echaba el capote abajo cargando la suerte, ya dominaba en la verónica ganando terreno, ya ceñía la media de su marca.
Dos toros de Las Ramblas, terciados, brochos de escaso pitón, 1º fuerte y 2º inválido, nobles. Antoñete, único espada: pinchazo y estocada corta (dos orejas); media atravesada y tres descabellos (oreja); salió a hombros por la puerta grande. Plaza de Las Ventas, 24 de junio. Homenaje del torero con motivo de su 66º cumpleaños. Cerca del lleno.
Y llegó el turno de muleta, que constituyó un completo curso de tauromaquia. Encelado el toro mediante el castigo de los ayudados, el maestro ya se echaba la muleta a la izquierda para ligar dos extraordinarias tandas de naturales abrochadas con el de pecho. Siguieron redondos, hubo trincheras, cambios de mano, la majeza para el desplante y para irse de la cara del toro con gallardía. Pinchó mal y luego la media estocada caló en la yema. Le dieron las dos orejas.
¿Y qué falta le hacían a Antoñete las dos orejas? ¿Qué a una afición harta de pegapases rutinarios y de públicos triunfalistas, ávida de reencontrarse con un torero cabal capaz de ejecutar el auténtico arte de torear? Antoñete le daría satisfacción plena durante la lidia del segundo toro. Primero al dibujar las medias verónicas; después con la emotividad de un faenón digno de sus mejores fastos. Empezó citando a enorme distancia. Recibió sereno la galopada y mediante el simple apunte del ayudado dejó colocado al toro para cuanto había de venir, que era una nueva lección de toreo puro.
La desplegó en el mismo terreno, sin necesidad de correr a cada pase según ahora es norma; parando, templando y mandando, tal cual dictan los cánones. Empezó con una serie de redondos. La muleta en la izquierda de nuevo, instrumentó dos tandas de naturales que pusieron al público en pie. Dos tandas de naturales que fueron lo nunca visto, el no va más. Lo nunca visto en la feria, se quiere significar; lo que difícilmente podrían igualar los actuales reyezuelos del escalafón.
Hubo, entre muletazos, dos coladas que el maestro eludió sin crisparse y no alteraron el ritmo del faenón, que ejecutaba entregado y ceñido. Al echarse el toro por delante en el pase de pecho largo, de cabeza a rabo, ya no cabía mayor emoción: la plaza era un clamor, el torero había de tomarse un respiro para liberar la emotividad de aquellos momentos mágicos.
No quería salir a hombros. A voces, casi a empujones también, pedía que lo dejaran solo. Tuvieron que auparlo a la fuerza. Y de esta manera sacaron al maestro Antoñete por la puerta grande mientras atronaban en el graderío los gritos de "¡torero, torero!".

Fuente: http://www.elpais.com/


Adiós a un torero de cristal con su marcha se han cerrado las páginas de una torería inolvidable

Antonio Chenel, genio bohemio del toreo, se ha ido de una forma patética, con un cigarro entre los dedos y arrastrando dolorosamente una decadencia física que no podía sobreponerse a su exquisito sentido del toreo. Ha sido el último artista que me ha emocionado en la plaza, y luego Curro Vázquez, hasta caer en el desierto de funcionarios y mecánicos del traje de luces. Antonio, golfo donde los haya y al mismo tiempo ingenuo como un niño, me ha brindado momentos irrepetibles. Hemos sido dos biografías disparatadas y sin provecho, mientras se hacían millonarios los chupones mediocres que nos rodeaban. Hemos toreado juntos un montón de festivales y tentaderos, y nos ha llegado el amanecer entre el humo y las copas. Y lo he visto gozar y luego llorar una noche en mi casa cuando se marchaba a América sin saber lo que iba a liquidarse esa temporada el dictador Chopera, después de salvarle su gran negocio de Las Ventas. Mientras Curro se 'ponía' millonario haciendo el paseo y poco más en La Maestranza. Antonio, al final de su vida cayó en manos de un proxeneta que lo embarcó en la crueldad de vestirlo de luces cuando ya no tenía ni salud. Antes lo estrelló Chopera en aquella despedida despiadada con seis moruchos destemplados. Luego ese falso cronista explotador paseó la ruina de su gloria para exprimir el respeto a su recuerdo con una ignorancia temeraria de lo que es ponerse delante de un toro. Todos sabíamos que cualquier tarde se le podía parar el corazón en esa locura senil de arañar unas pesetillas muy amargas. Nos dolía verlo hundido en ese disparate sin gozar de una mujer que lo adora y de un hijo-nieto que es el mayor tesoro de su vida. Y así, su gloria de artista acabó burdamente en el balón de oxígeno de una ambulancia cuando ya no tenía ni resuello para sostener la muleta. Mientras su explotador decía en los micrófonos que Antonio era el ser que más adoraba. Y todos sabíamos que estaba haciendo de sanguijuela y de puntillero. Se nos ha ido un torero de cristal y con él se han cerrado las páginas de una torería inolvidable. 
ALFONSO NAVALÓN GRANDE

2 comentarios:

  1. Un maestro en primer lugar,conoce al toro,sabe darle distancia y no le importa jugársela en la acometida larga y vibrante que produce el cite desde lejos.
    Un maestro torea así,dejándose ver,con ritmo y reposo;cuaja series enjundiosas de redondos,liga pases de pecho antológicos,en los naturales se ve la estampa clásica de un monumento vivo al arte de torear.
    Antoñete fue un maestro a carta cabal.

    Desde Surco.

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  2. Cuando se dice maestro es arte,colocación,poder,valor,dominio y torería.
    Así fue el gran Antoñete.
    E.A.V.

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