© Mario Vargas Llosa, 2012.
PIEDRA DE TOQUE. Los aficionados amamos
profundamente a los toros bravos y no queremos que se evaporen de la faz de la
tierra, que es lo que ocurriría fatalmente si las corridas desaparecieran
La Plaza de Toros de Marbella no tiene el sabor que da la antigüedad a
plazas como la de Ronda o la de Acho de Lima, ni el prestigio de las de algunas
grandes ciudades como Sevilla, Madrid o México y, puesto que en sus tendidos se
ven a veces más turistas que nativos, los exquisitos de la tauromaquia se
permiten mirarla por sobre el hombro. Pero en esta placita provinciana ocurren
a veces cosas notables, como la del domingo 5 de agosto, en la corrida en que
El Cordobés, Paquirri y El Fandi lidiaron seis toros de Salvador Domecq.
Todo coincidió para producir esa maravilla: la magnífica tarde de sol
alto y cielo azul, los seis astados bravos, alegres, nobles y de buen peso, el
entusiasmo del público que ocupaba media entrada y el pundonor de los toreros,
su virtuosismo y su voluntad de gozar y hacer gozar. Lo consiguieron. Fue una
magnífica corrida y, con la excepción de una vara de más al primer toro de El
Cordobés, sin una falla, algo rarísimo en todos los cosos del mundo. El
presidente se excedió y concedió 10 orejas pero la afición estaba tan contenta
que nadie se lo reprochó.
Manuel Díaz El Cordobés estuvo simpático y comunicativo con los
tendidos cada vez que dio la vuelta al ruedo, lo que es normal en él, pero
felizmente a la hora de torear moderó su exhibicionismo, sus piruetas y nos
exoneró de sus famosos saltos de rana. Demostró que, además de vistoso y trejo,
puede ser serio, entablar con el toro esa complicidad tensa de la que resulta
una faena redonda. No estoy contra los desplantes y una cierta dosis de
histrionismo en la arena, pues también eso, como las bandas verbeneras y los
pasodobles, forma parte de la fiesta, y he visto grandes diestros que se
permitían a veces, en medio de electrizantes faenas, alguna payasada. Pero
prefiero el toreo profundo, el que nos hace presentir eso que Victor Hugo
llamaba “la boca de la sombra”, el pozo negro que nos espera a todos y a cuyas
orillas algunos creadores de excepción —poetas, músicos, cantantes, danzarines,
toreros, pintores, escultores, novelistas— se acercan a veces para producir una
belleza impregnada de misterio, que nos desvela una verdad recóndita sobre lo
que somos, sobre lo hermosa y precaria que es la existencia, sobre lo que hay
de exaltante y trágico en la condición humana. Ese es el estilo taurino que más
me conmueve y por eso admiré tanto a Antonio Ordóñez y admiro ahora a un
Enrique Ponce o un José Tomás.
Francisco Rivera Ordóñez, Paquirri, al igual que su hermano
Cayetano, ha heredado de su abuelo, el gran Antonio Ordóñez, la elegancia y una
valentía tranquila y natural de enfrentarse al peligro, de encerrarse con el
toro en un diálogo secreto del que resultan figuras en las que se mezclan la
gracia, la destreza, la inteligencia y por supuesto el coraje. Hasta cuando
banderillea lo hace evitando la exageración, exponiéndose en la justa medida,
para que nada desentone.
“El
artículo de Ferlosio es una de las diatribas más destempladas y feroces que he
leído contra este espectáculo”
Pero la suerte de banderillas es aquella en la
que la corrida está más cerca de la danza, cuando se vuelve coreografía,
ballet, y pocos toreros encarnan mejor ese trance que David Fandila, El
Fandi. Fue siempre un banderillero soberbio y esa tarde lo probó,
encendiendo las tribunas con su arrojo. Hacía tiempo que no lo veía torear y,
en Marbella, me pareció que había madurado mucho, que ahora maneja la muleta
con más temple, color y matices, aunque siempre con el mismo tesón.
Fue una tarde muy bonita y al salir de la plaza
me pregunté si un espectáculo como el que acabábamos de ver cambiaría la
opinión que Rafael Sánchez Ferlosio tiene de los toros. Probablemente, no. Ese
mismo día había leído, en EL PAÍS, un artículo suyo, Patrimonio de la Humanidad,
una de las diatribas más destempladas y feroces que he leído contra los toros,
que él quisiera que desaparecieran de una vez “no por compasión de los
animales, sino por vergüenza de los hombres”.
Según él, los toros son la manifestación más
flagrante de la barbarie humana. Su artículo evoca a las hordas sádicas que
hicieron “una protesta ensordecedora” cuando don Miguel Primo de Rivera, en
1928, ordenó que se protegiese con gualdrapas forradas a los caballos de la
suerte de varas que, hasta entonces, morían como moscas despanzurrados por los
toros. Y, al parecer, era eso, más que la lidia, lo que los aficionados querían
ver: el sufrimiento y la matanza de los brutos. He asistido a muchas corridas
en mi vida y no recuerdo una sola en la que haya visto a las tribunas
regocijarse cuando un toro derriba o hiere a un caballo; más bien, la reacción
del público es siempre la contraria.
En los toros hay una violencia que para muchas
personas, como Sánchez Ferlosio, es intolerable, algo absolutamente digno de
respeto. Sería un atropello brutal que alguien quisiera obligar a nadie asistir
a un espectáculo que malentiende y abomina. Es menos digno de respeto, en
cambio, que él y quienes quisieran acabar con los toros, traten de privarnos de
la fiesta a los que la amamos: un atropello a la libertad no menor que la
censura de prensa, de libros y de ideas. Y tampoco es respetable la caricatura
de la corrida como una expresión de machismo y chulería en la que se expresaría
“el alma-hecha-gesto de la españolez”. No entiendo lo que esta frase quiere
decir, pero sí la intención que la mueve y ella es un puro disparate. “La
españolez” (una entelequia que expresaría la esencia metafísica de todo lo
español) en primer lugar no existe, y, en segundo, si existiera, estaría tan
fracturada respecto a las corridas de toros como sabemos muy bien que lo está
España.
“Privarnos
de la fiesta sería un atropello a la libertad no menor que la censura de
prensa, libros o ideas”
El artículo de Sánchez Ferlosio está redactado de
tal modo que, se diría, la “españolez” es algo que se encarna solo en “los
castellanos”, pues son estos, a su juicio, quienes “se han puesto a reivindicar
la alta culturalidad” de los toros. ¡Protesto! ¿Y los andaluces, vascos,
gallegos, peruanos, colombianos, mexicanos, ecuatorianos, bolivianos que
defendemos la fiesta? ¿Y los franceses, que han declarado la corrida un bien
cultural de la nación? La “barbarie” taurina tiene un arraigo mucho mayor que
la geografía castellana y llega, por ejemplo, hasta Suecia, donde, la última
vez que estuve en Estocolmo, descubrí una peña taurina con varios cientos de
afiliados.
Por otra parte, el artículo deja la impresión de
que, por haber prohibido los toros, los catalanes quedan exonerados del oprobio
barbárico. Protesto, otra vez. Conozco buen número de catalanes tan aficionados
a la fiesta como yo y sin duda él mismo recordará que, cuando se discutía la
prohibición, en el manifiesto en defensa de los toros que apareció en
Barcelona, entre los firmantes figuraba buen número de artistas e intelectuales
catalanes de primera línea, entre ellos Félix de Azúa y Pere Gimferrer.
Sánchez Ferlosio vapulea a Fernando Savater por
“la poética nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano” de su ensayo sobre
la muerte y la tauromaquia, y ridiculiza a Ortega y Gasset por ese “excelso
ortegajo” que, en su opinión, fue afirmar que no se puede comprender la
historia de España sin tener en cuenta la historia de las corridas. Ambas
recusaciones son innecesariamente hirientes e injustas. Savater y Ortega han
escrito ensayos que ayudan a entender la complejidad de la fiesta, su entraña
sociológica, su reverberación tradicional y mítica, sus raíces psicológicas y
su valencia artística. ¿Qué hay de ridículo en utilizar la perspectiva taurina
para estudiar, por ejemplo, la filiación que enlaza a España con la mitología
de Creta y Grecia y llega, pasando por Goya, hasta Picasso y García Lorca, en
la que destaca como protagonista la noble estampa del toro de lidia?
Pero, tal vez, para entender cabalmente estos
ensayos hay que amar los toros y no odiarlos, pues el odio obnubila la razón y
estraga la sensibilidad. Los aficionados amamos profundamente a los toros
bravos y no queremos que se evaporen de la faz de la tierra, que es lo que
ocurriría fatalmente si las corridas desaparecieran. Pero no ocurrirá, no
todavía por lo menos, no mientras haya corridas que, como esa semiclandestina
de Marbella de la tarde del 5 de agosto, nos hagan vibrar de emoción y gratitud
ante un espectáculo de tanta perfección, y nos den tanta voluntad y razones
para seguir defendiéndolas contra la prohibición, la última ofensiva
autoritaria, disfrazada, como es habitual, de progresismo.
Así se defiende a la fiesta,con afición, conocimiento,inteligencia,ponderación y honestidad.
ResponderEliminarBuen ejemplo del insigne premio Nobel Mario Vargas Llosa,la fiesta no se va a mantener porque sí,es necesario estar unidos todos los estamentos y eduquemos en todas sus facetas de este arte a los aficionados en general.
Es deber de todo buen aficionado hacer algo más por lo que lo apasiona,involucrándose.
E.A.V.
La fiesta debe subsistir , es un imperativo de Libertad.
ResponderEliminarPero tiene sentido que subsista solo y solo si se respeta la integridad del toro y el respeto de los cánones que inspiraron su creación
No puede subsistir para ser un medio de lucro y fraude, a costas del TORO. La fiesta solo tiene sentido si es un fin en si mismo.
La fiesta circo, no es de recibo y no hace falta defenderla, se extinguirá sola si no recapacita el taurineo en su conjunto que hasta hoy se frota las manos.
Pocho Paccini