Rafael Sánchez Ferlosio
Los defensores de la alta culturalidad de la
Fiesta Nacional sobreentienden inconscientemente que la cultura es buena por
definición, cuando es, desde siempre, un instrumento de control social o
políticosocial.
Los antitaurinos catalanes se niegan a aceptar que las corridas de toros
sean consideradas como cultura por el sufrimiento que infligen a un animal. No
tiene precedente el criterio de esgrimir un juicio de valor moral para decidir
de la pertenencia de una cosa a la “cultura”. El equívoco nace de esa actitud,
tan del PSOE de González, de privilegiar la Cultura como cosa
excelsamente democrática, y así se ha popularizado la manía de estar viendo
cultura por todas partes, con nuevas y baratas invenciones; y a la mera palabra
“cultura” se le cuelga impropiamente una connotación valorativa de cosa honesta
y respetable.
Tengo entendido que los primeros escandalizados ante la crueldad de las
corridas de toros no fueron ni los catalanes ni los castellanos sino los
ingleses, y no por la gente y la muerte del toro sino por las de los caballos.
No hay ni que decir lo que para un inglés es un caballo. En el entresiglo
XIX-XX los ingleses tenían buenas razones para venir a España, tal vez aún poco
turísticas, pero sí industriales y mineras: sobresalen al norte la producción
de hierro y al sur las minas de cobre de Río Tinto. En el invierno de 1956 tuve
la suerte de pasar 10 días en el precioso Hotel Victoria, de Ronda, todavía en
su forma prístina —victoriana, como su nombre indica—, y no en la detestable
remodelación posterior. Seguramente construido para los ingleses que
frecuentaban Gibraltar, fue a situarse precisamente en Ronda, con su famoso
“Tajo”, un verdinegro abismo vertical que la divide en dos, aunque con tres
puentes, el más alto de ellos, en la cota superior de la ciudad. Pero Ronda era
además una antigua y célebre ciudad taurina, con la primera plaza levantada
sobre planos de arquitecto, muy arrimada al Tajo y con el propio Hotel Victoria
en sus proximidades. Lóbrega fama la de aquella plaza: a los caballos muertos
por el toro los sacaban hasta el borde del barranco y los precipitaban
vertiginosamente al fondo del abismo, cien metros más abajo, donde servían de
pasto a las aves carroñeras. ¡Virgen Santísima! ¡qué pesadilla de caballos
muertos para una dama inglesa hospedada en el Hotel Victoria!
Muy distintos motivos y circunstancias, y desde luego totalmente remotos
a la compasión, fueron los que removieron la “cuestión caballos” entre los
taurinos nacionales. Hubo una época, creo que fijada desde una ordenanza de
1846, en que el ministerio obligaba al empresario de cualquier corrida
ordinaria corriente de seis toros a tener dispuestos en la cuadra hasta 40
caballos para la suerte de varas; de modo que cada toro tenía asegurados seis
caballos que matar, y todavía quedaban cuatro por si alguno no se había saciado
con su cupo.
“El
‘ahí queda eso’ me parece el paradigma del alma-hecha-gesto de la españolez”
Ya se sabe que el remedio —aunque en parte no tan
remedio— sobrevino en 1928, bajo el gobierno, o dictadura, de don Miguel Primo
de Rivera, pero no por motivación pública, sino por un incidente personal
desagradable: el contenido de las tripas de un caballo despanzurrado por el
toro saltó hasta la barrera y salpicó a don Miguel, a una ilustre dama francesa
que lo acompañaba y a algunos otros espectadores. Fulminantemente el dictador
ordenó a su ministro de gobernación, Martínez Anido, que implantase la
protección de los caballos de picas mediante una gualdrapa embutida de lana o
de crin, con una botonadura al tresbolillo, estilo capitoné. El toro, desde
luego, ya no mataba a los caballos, y la orden dejó satisfechos a los
empresarios; pero no así al público: desde los graderíos de todas las plazas se
levantó una protesta ensordecedora. Y es que en aquellos años todavía el
público iba a ver principalmente toros, mucho más que toreros —aunque la suerte
de matar tuviese ya algún predicamento: ¡el Espartero!— y la suerte de varas,
donde el toro mostraba su bravura y su poder, era la más importante, de manera
que el número de caballos muertos era casi el sumando principal en el baremo de
la calificación.
La cultura es desde siempre, congénitamente, un
instrumento de control social, o político-social cuando hace falta; por esta
congénita función gubernativa tiende siempre a conservar y perpetuar lo más
gregario, lo más enajenante, lo más homogeneizador. Hoy está muy cabalmente
representada por ese inmenso CERO que es el fútbol.
Los castellanos se han puesto a revindicar la
alta culturalidad de la Fiesta Nacional, sobreentendiendo implícita e
inconscientemente que la cultura es buena por definición, al ensalzar del modo
más enfático las muchas y gloriosas externalidades que se han desarrollado en
torno suyo, en la poesía, en la literatura, en las artes plásticas, pintura y
escultura (¡Mariano Benlliure!) y hasta en filosofía. Lo más ambicioso ha sido
lo de doña Esperanza Aguirre: que la corrida de toros sea declarada “Patrimonio
de la Humanidad”, pero yo por mi parte no puedo sustraerme de que la Alianza de
las Civilizaciones entre España, el Midí y no pocas naciones de Ultramar que
tal cosa implicaría, más aún que para enaltecer una muy castellana y española
afición taurina, es para darles a los catalanes una lección sobre Cultura.
Pero nada de esto hacía falta: el genuino e
innegable carácter de “cultura” se le reconoció a la corrida a mediados del
siglo XX, cuando la populista fórmula romana Panem et circenses se
remedó para título de una zarzuela Pan y toros. Este título identificaba
en las corridas de toros una función análoga ante el público a la que tenían en
Roma los espectáculos circenses: la ya citada función congénita de toda
cultura, instrumento de control político social.
“Mi
deseo de que los toros desaparezcan no es por compasión, sino por vergüenza de
los hombres”
Justo es consignar, sin embargo, que hay
apologetas castellanos como algo más filosóficos o sofisticados, que o bien
niegan el placer del sufrimiento o le dan una connotación espiritual. Así, por
ejemplo, Víctor Gómez Pin, en EL PAÍS del 5 de marzo de 2010, dice así: “Los
taurinos afirman que su contemplación del sacrificio del animal nada tiene que
ver con una complacencia ante el sufrimiento”; y echando mano de la concepción
cristiana del sufrimiento como “precio”, añade: “El sacrificio sería
simplemente el precio por un rito de marcado peso simbólico y artístico”. Una
invención tan deliberada y rebuscadamente cultural, que yo no diría
“simplemente” sino “complicadísimamente”. Por su parte, Fernando Savater, se
deja de la poquedad del sufrimiento, y se enfrenta directamente con “la
muerte”, porque la gran tradición estética y literaria de la muerte —con los
inmensos servicios prestados al congénito narcisismo de los poetas— eleva
inmensamente la dignidad del sacrificio taurino, y escribe así: “Sí, en el
toreo está presente la muerte, pero como aliada, como cómplice de la vida: la
muerte hace de comparsa para que la vida se afirme”. A algún lector zafio e
iletrado podría aquí escapársele lo de “Áteme usted esa mosca por el rabo”,
pero lo cierto es que la elegante antinomia de la descripción respira una
poética nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano.
Pero en punto de apologías filosófico-taurinas,
no fue sino Ortega el que llegó a tocar las más altas cimas de las grandes
paridas o máximas chorradas que se conozcan en asunto-toros. El dicho,
celebrado como uno de los más excelsos ortegajos, tiene varias
versiones, cito la que encuentro más explícita: “No puede comprender la
historia de España quien no haya construido, con rigurosa construcción, la
historia de las corridas de toros”.
El periodista Javier Ortíz —fallecido hace dos
años—, colaborador del diario Público recientemente suprimido, publicó
en el número del 7 de abril de 2008 un artículo sobre las corridas de toros,
pero, por una vez, no desde el sufrimiento de los animales, sino directamente
desde el comportamiento de los hombres. Por lo pronto los exime de saña, al
escribir: “los partidarios de la tauromaquia afirman que ellos no disfrutan con
el acoso, burla y muerte de los animales. Y yo estoy convencido de que dicen la
verdad”. Por lo demás, en el instante en que la compasión obedeciese a un
precepto moral imperativo se aniquilaría. Certeramente habla Ortíz de abstracción
del sufrimiento como lo que permite a los toreros actuar y a los
espectadores admirar. Pero ¿que admiran? “Una constante exhibición y exaltación
de actitudes y poses machistas”, nos dice Ortíz. “Los lances y desplantes de
los toreros responden a una estética chulesca que no ignoro que hay quien
admira (...) pero que se vincula de manera chirriante a una concepción de la
virilidad” La referencia a los “desplantes” me parece central; el ahí queda
eso me parece el paradigma del alma-hecha-gesto de la españolez. Así la
corrida de toros revela la inclinación gestual del alma de los españoles,
tantas veces gesteros en el café, gesticulantes en la plaza. Mi ferviente deseo
de que los toros desaparezcan de una vez no es por compasión de los animales,
sino por vergüenza de los hombres.
El debate continuará con la respuesta que da Mario Vargas Llosa en su artículo "La Barbarie taurina".
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