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miércoles, julio 18, 2012

Tertulia 6.º La suerte de varas en la actualidad.



Escrito por ELCHOFRE   
jueves, 04 de noviembre de 2010.


El anterior  trabajo trataba,   como siempre muy superficialmente, de la época grande del toreo a caballo y de la otra época gris que le sucedió.
En los tiempos idos, el picador era un factor muy importante en la lidia, tanto por lo necesario de su cometido como por lo brillante de su actuación 
Era actuación llena de valor, él solo sobre un caballo, resistía la incalculable acometida del toro recién salido.
 Estaba dotado de un conocimiento perfec­to de lo que en verdad es la lidia, pues de la forma como se picara al toro dependía el com­portamiento, bueno o malo, que éste habría de seguir durante el resto de su corrida.

En fin, era la actuación del picador de la máxima belleza plástica e inspiró los más im­presionantes lienzos a los mejores pintores de entonces.

En los tiempos actuales el picador, no sólo sigue siendo importante factor, sino que se ha convertido —dentro de la mayor impunidad— en el todo. Es el que mata al toro a los pocos momentos de saltar al redondel.
 ¡Cuidado aficionados!, no interpreten mal ese párrafo. Sé, y no olvido, que si al toro de casta —sobre todo si es de una casta sevillana no se le pica y se le hace sangrar, es muy difícil o casi imposible, torearlo. Muy peligroso, porque a medida que avanza la lidia se va «cre­ciendo», y desde luego, no hay posibilidad de hacerle el «teléfono» y demás lindezas que tanto delirio causan.

Así pues es necesario que el toro tome los puyazos que determina el Reglamento —cuatro puyazos según el artículo 61 del Reglamento Oficial para la celebración de espectáculos taurinos, aprobado por Real Orden de 12 de julio de 1930— pero el puyazo no puede darse introduciendo la arandela y gran parte del pa­lo. No puede ser esa verdadera «estocada» que con tanta frecuencia pegan los picadores, pues esto está condenado por el artículo 69 del mis­mo reglamento.

No se diga, como es frecuente escuchar, que el picador no tiene otro medio de defensa que es su propia vara y que por ello, cuando el toro es pegajoso y no se va del caballo, tiene necesidad de sujetarlo con la puya, de donde resultan, sin «mala intención», aquellas carni­cerías.
No estamos conformes. El picador tiene todas las defensas que necesita si practica la suerte como es debido; o sea citando y obligan­do a la res «por derecho» —artículo 67— es decir, dándole el pecho del caballo, no el costa­do de éste, desde la distancia conveniente o lo que es lo mismo, sin salirse del tercio —hoy lo marcan con cal, como en el fútbol, por pres­cripción del artículo 40. Sin que pueda ade­lantarse al picador ningún lidiador, pues éstos no deberán avanzar más que hasta el estribo «izquierdo», sin que ningún peón ni mozo de caballos pueda situarse al lado derecho del ca­ballo, según ordena el artículo 68.

Practicado así el cite o iniciación de la suerte, cuando el bicho se arranque, el picador se agarra con el toro, frente a frente, le rompe la piel con la pica y rápidamente debe hacer variar el caballo hacia la izquierda, con lo cual el matador, que quedó en ese costado, llama la atención del astado y fácilmente lo puede qui­tar del caballo, puesto que tiene la salida libre. Frecuentemente la codicia y bravura del toro le hacen insistir en su acometida al caba­llo. Pero este caso también está previsto en el Reglamento, y por eso su artículo 67 dice que: «podrá poner otro puyazo como medio de de­fensa si el toro recargarse», lo cual quiere decir que se le reconoce, legalmente, al picador su derecho a defenderse empleando la pica.
Lo que ocurre, y de ello protestamos por­que acaba con el toro, con el lucimiento del torero y hasta con la propia fiesta, es que, ade­más de lo fea y mugrienta que es hoy la suerte de varas, se practica de la siguiente manera:

El picador sale montado sobre un caballo que es una verdadera fortaleza —de alto, de grande y de atrincherado— sale al tercio, y fuera de éste, rodeado por la izquierda, «por la derecha» y hasta por delante, de toreros y monosabios —para que el toro no se escape de nin­guna manera— así lo citan. 
Cuando entra, entonces el monosabio se cuelga a la cabeza del caballo dándole varazos en la misma y empujándole, le obliga a que marche hacia afuera y hacia su derecha —así es imposible que el toro tenga salida— y de esta manera, que es la conocida por el famoso nom­bre de «La Carioca», se tiene al toro varios minutos debajo del caballo; mientras el pica­dor, alevosamente, permanece «barrenando» y metiéndole al toro, en cualquier parte, la pica, la arandela y el palo, y para completar la fe­lonía, cuando por fin el animal se quiere reti­rar de aquella «checa», hacen palanca con la vara, la parten, y ya podemos hacer el «teléfo­no», sentarnos en la cabeza, etc., etc.
Verdaderamente no comprendo cómo los picadores no le reclaman al matador que le entregue sus honorarios, pues ellos son los que pasaportan al toro.
Estamos cansados de escuchar lamenta­ciones del público sobre estas cosas y, sin em­bargo no sólo, no se intenta evitarlas al pro­ducirse, sino que en la corrida siguiente, en la otra y en todas las por venir, vuelven a repetirse.
El respetable público — desgraciadamente sólo en el dicho — debería ver que el picador que tal se comporta, era inmediatamente reti­rado del ruedo por el Alguacil (brazo ejecutor de los acuerdos del Señor Presidente, persona esta revestida del máximo mandato en la co­rrida y representante de la Autoridad encar­gada de velar por el cumplimiento de la Ley),

En las corridas de toros está todo sabia y ecuánimemente legislado, del punto que tratamos ahora se ocupan los artículos del 60 al 63 del Reglamento; en ellos se reviste a la Presi­dencia de la mayor autonomía, hasta el punto de que pese a contar con un Asesor técnico, para ilustrarla, podrá o no aceptar la opinión o el criterio de ese técnico que no es, según el citado artículo 60, nada más que un mero con­sultor.

Sin embargo, las facultades del Presidente como delegado de la Dirección General de Se­guridad, en Madrid, y de los Gobernadores Civiles, en las provincias, están taxativamente marcadas en el artículo 6l, tanto respecto a las incidencias preliminares a la corrida, como du­rante la lidia. Y entre estas últimas no figura aquella sugerencia, personal, de que se les retire del anillo y dejen de intervenir, al igual que se hace en el fútbol por la autoridad del arbitro con ciertos jugadores de reprobable conducta.
Es mucho más lógica la expulsión del que actúa perturbando y dañando, que no el dejar­lo que siga actuando hasta que ha causado todo el mal que le ha dado la gana y después sancionarlo, cuando ese daño, que pudo evitar­se, ya no tiene remedio.

Esta forma de resolver en justicia, no ten­dría la mera finalidad de dar satisfacción al «respetable», sino la más importante y trans­cendental, de atajar esa impunidad con que actúa el picador cumpliendo órdenes de su espada que le dice, casi siempre: «Pégale... cárgatelo...».
Digo impunidad, porque la sanción pecu­niaria, que determina el artículo 69 del Re­glamento, y que desde luego se viene obser­vando rigurosamente por la Autoridad, según leemos en la prensa publicando la multa impuesta, al cabo de los quince o veinte días, al picador de fulanito, por «barrenar» y tal... es completamente inoperante.

De las multas se sonríen los «diestros» pues, aparte de que tienen mucho dinero, a poco que pensemos, enseguida comprendemos que esas multas quienes las pagamos somos los mismos espectadores.
El mecanismo es bien sencillo: sale un toro con fuerza, —o aunque carezca de ella el «fenómeno» no tiene ganas de torear, ya se sabe: «pégale», «líciale» y «aplástalo»; total esto me va a costar 500 pesetas de multa, no importa, la próxima vez las exijo de más y cuenta saldada.

Otra cosa sería si la sanción consistiera en la suspensión por determinado número de corridas al picador que destroza, o al banderi­llero que estrella al toro contra el burladero o se queda a la derecha del caballo para entrete­ner al astado, o al mozo de caballos que tan descaradamente —bien retribuido por toreros y empresarios de caballos— obliga a este a ejecutar la «carioca» y otras tropelías.
Eso de la suspensión ya se miraría con más cuidado, pues sus consecuencias se deja­rían sentir mucho más, ya que no resulta fácil la sustitución de elementos fundamentales y valiosos de las cuadrillas, y también habria que contar ya con la voluntad de estos, de acuerdo con sus intereses profesionales tanto en el orden moral como en el material.

Repugna la tendencia constantemente en­caminada a engañar a los espectadores, parece como si existiera una continua enemistad contra ellos, que en modo aláuno se merece quien otorga su aplauso y su dinero. El pú­blico es magnánimo en demasía, siempre se excede recompensando. ¿Porqué, pues, no se le quiere dar nunca un mínimo de verdad y de sinceridad?
Aunque sea insistir y repetir, conviene recordarles a los profesionales; que la adulteración produce demérito, éste provoca desinte­rés por sus actuaciones, de lo cual surge la ausencia de público y de esta, la quiebra del negocio.

No es grato personalizar, por ello silencio nombres, pero conste que hay hombres que se visten de luces y otros que intervienen en este negocio, en diversos cometidos, que poseen un concepto honrado y un justo sentido de su deber. Actúan con pundonor.


Fuente autorizada por  http//:www.elchofre.com

1 comentario:

  1. Ahora los peones sacan al toro del caballo.
    Lo que debe ser uno de los momentos más emocionantes y bellos de la lidia - su eje - se convierte en un hecho sanguinario imperdonable.
    Y son los malos matadores los que deliberadamente ordenan esto.
     
    E.A.V.

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