Escrito
por ELCHOFRE
|
|
jueves,
04 de noviembre de 2010.
|
El anterior trabajo trataba, como
siempre muy superficialmente, de la época grande del toreo a caballo y de la
otra época gris que le sucedió.
En los tiempos idos, el picador era un factor muy
importante en la lidia, tanto por lo necesario de su cometido como por lo
brillante de su actuación
Era actuación llena de valor, él solo sobre un
caballo, resistía la incalculable acometida del toro recién salido.
En fin, era la actuación del picador de la máxima
belleza plástica e inspiró los más impresionantes lienzos a los mejores
pintores de entonces.
En los tiempos actuales el picador, no sólo sigue siendo importante
factor, sino que se ha convertido —dentro de la mayor impunidad— en el todo. Es
el que mata al toro a los pocos momentos de saltar al redondel.
Así pues es necesario que el toro tome los puyazos
que determina el Reglamento —cuatro puyazos según el artículo 61 del
Reglamento Oficial para la celebración de espectáculos taurinos, aprobado por
Real Orden de 12 de julio de 1930— pero el puyazo no puede darse
introduciendo la arandela y gran parte del palo. No puede ser esa
verdadera «estocada» que con tanta frecuencia pegan los picadores, pues
esto está condenado por el artículo 69 del mismo reglamento.
No se diga, como es frecuente escuchar, que el picador no
tiene otro medio de defensa que es su propia vara y que por ello, cuando
el toro es pegajoso y no se va del caballo, tiene necesidad de sujetarlo con
la puya, de donde resultan, sin «mala intención», aquellas carnicerías.
No estamos conformes. El picador tiene todas las defensas que necesita
si practica la suerte como es debido; o sea citando y obligando a la res
«por derecho» —artículo 67— es decir, dándole el pecho del caballo, no
el costado de éste, desde la distancia conveniente o lo que es lo mismo, sin
salirse del tercio —hoy lo marcan con cal, como en el fútbol, por
prescripción del artículo 40. Sin que pueda adelantarse al picador ningún
lidiador, pues éstos no deberán avanzar más que hasta el estribo
«izquierdo», sin que ningún peón ni mozo de caballos pueda situarse al
lado derecho del caballo, según ordena el artículo 68.
Practicado así el cite o iniciación de la suerte,
cuando el bicho se arranque, el picador se agarra con el toro, frente a
frente, le rompe la piel con la pica y rápidamente debe hacer variar el
caballo hacia la izquierda, con lo cual el matador, que quedó en ese
costado, llama la atención del astado y fácilmente lo puede quitar del
caballo, puesto que tiene la salida libre. Frecuentemente la codicia y
bravura del toro le hacen insistir en su acometida al caballo. Pero este
caso también está previsto en el Reglamento, y por eso su artículo 67 dice
que: «podrá poner otro puyazo como medio de defensa si el toro
recargarse», lo cual quiere decir que se le reconoce, legalmente, al
picador su derecho a defenderse empleando la pica.
Lo que ocurre, y de ello protestamos porque acaba
con el toro, con el lucimiento del torero y hasta con la propia fiesta, es
que, además de lo fea y mugrienta que es hoy la suerte de varas, se practica
de la siguiente manera:
El picador sale montado sobre un caballo que es una
verdadera fortaleza —de
alto, de grande y de atrincherado— sale al tercio, y fuera de éste,
rodeado por la izquierda, «por la derecha» y hasta por delante, de toreros y
monosabios —para que el toro no se escape de ninguna manera— así lo citan.
Cuando entra, entonces el monosabio se cuelga a la cabeza del
caballo dándole varazos en la misma y empujándole, le obliga a que marche
hacia afuera y hacia su derecha —así es imposible que el toro tenga salida—
y de esta manera, que es la conocida por el famoso nombre de «La Carioca»,
se tiene al toro varios minutos debajo del caballo; mientras el picador, alevosamente,
permanece «barrenando» y metiéndole al toro, en cualquier parte, la pica, la
arandela y el palo, y para completar la felonía, cuando por fin el animal se
quiere retirar de aquella «checa», hacen palanca con la vara, la parten, y
ya podemos hacer el «teléfono», sentarnos en la cabeza, etc., etc.
Verdaderamente no comprendo cómo los picadores no le
reclaman al matador que le entregue sus honorarios, pues ellos son los
que pasaportan al toro.
Estamos cansados de escuchar lamentaciones del
público sobre estas cosas y, sin embargo no sólo, no se intenta evitarlas al
producirse, sino que en la corrida siguiente, en la otra y en todas las por
venir, vuelven a repetirse.
El respetable público — desgraciadamente sólo en el
dicho — debería ver que el picador que tal se comporta, era inmediatamente
retirado del ruedo por el Alguacil (brazo ejecutor de los acuerdos del Señor
Presidente, persona esta revestida del máximo mandato en la corrida y
representante de la Autoridad encargada de velar por el cumplimiento de la
Ley),
En las corridas de toros está todo sabia y
ecuánimemente legislado, del punto que tratamos ahora se ocupan los artículos
del 60 al 63 del Reglamento; en ellos se reviste a la Presidencia de la
mayor autonomía, hasta el punto de que pese a contar con un Asesor técnico,
para ilustrarla, podrá o no aceptar la opinión o el criterio de ese técnico
que no es, según el citado artículo 60, nada más que un mero consultor.
Sin embargo, las facultades del Presidente como
delegado de la Dirección General de Seguridad, en Madrid, y de los
Gobernadores Civiles, en las provincias, están taxativamente marcadas en el
artículo 6l, tanto respecto a las incidencias preliminares a la corrida, como
durante la lidia. Y entre estas últimas no figura aquella sugerencia,
personal, de que se les retire del anillo y dejen de intervenir, al igual que
se hace en el fútbol por la autoridad del arbitro con ciertos jugadores de
reprobable conducta.
Es mucho más lógica la expulsión del que actúa
perturbando y dañando, que no el dejarlo que siga actuando hasta que ha
causado todo el mal que le ha dado la gana y después sancionarlo, cuando ese
daño, que pudo evitarse, ya no tiene remedio.
Esta forma de resolver en justicia, no tendría la
mera finalidad de dar satisfacción al «respetable», sino la más importante y
transcendental, de atajar esa impunidad con que actúa el picador cumpliendo
órdenes de su espada que le dice, casi siempre: «Pégale... cárgatelo...».
Digo impunidad, porque la sanción pecuniaria, que
determina el artículo 69 del Reglamento, y que desde luego se viene
observando rigurosamente por la Autoridad, según leemos en la prensa
publicando la multa impuesta, al cabo de los quince o veinte días, al picador
de fulanito, por «barrenar» y tal... es completamente inoperante.
De las multas se sonríen los «diestros» pues, aparte de que tienen mucho
dinero, a poco que pensemos, enseguida comprendemos que esas multas quienes las
pagamos somos los mismos espectadores.
El mecanismo es bien sencillo: sale un toro con
fuerza, —o aunque carezca de ella el «fenómeno» no tiene ganas de torear, ya
se sabe: «pégale», «líciale» y «aplástalo»; total esto me va a costar 500
pesetas de multa, no importa, la próxima vez las exijo de más y cuenta
saldada.
Otra cosa sería si la sanción consistiera en la
suspensión por determinado número de corridas al picador que destroza, o al
banderillero que estrella al toro contra el burladero o se queda a la
derecha del caballo para entretener al astado, o al mozo de caballos que tan
descaradamente —bien retribuido por toreros y empresarios de caballos—
obliga a este a ejecutar la «carioca» y otras tropelías.
Eso de la suspensión ya se miraría con más cuidado, pues sus consecuencias se dejarían
sentir mucho más, ya que no resulta fácil la sustitución de elementos
fundamentales y valiosos de las cuadrillas, y también habria que contar ya
con la voluntad de estos, de acuerdo con sus intereses profesionales tanto en
el orden moral como en el material.
Repugna la tendencia constantemente encaminada a
engañar a los espectadores,
parece como si existiera una continua enemistad contra ellos, que en modo
aláuno se merece quien otorga su aplauso y su dinero. El público es
magnánimo en demasía, siempre se excede recompensando. ¿Porqué, pues, no
se le quiere dar nunca un mínimo de verdad y de sinceridad?
Aunque sea insistir y repetir, conviene recordarles
a los profesionales; que la adulteración produce demérito, éste provoca
desinterés por sus actuaciones, de lo cual surge la ausencia de público y de
esta, la quiebra del negocio.
No es grato personalizar, por ello silencio nombres,
pero conste que hay hombres que se visten de luces y otros que
intervienen en este negocio, en diversos cometidos, que poseen un concepto
honrado y un justo sentido de su deber. Actúan con pundonor.
|
Ahora los peones sacan al toro del caballo.
ResponderEliminarLo que debe ser uno de los momentos más emocionantes y bellos de la lidia - su eje - se convierte en un hecho sanguinario imperdonable.
Y son los malos matadores los que deliberadamente ordenan esto.
E.A.V.