La tendencia a disminuir el potencial del enemigo se
debió iniciar hace, relativamente, muchos años y ha ido progresivamente
desarrollándose de manera simultánea a la dejación paulatina del amor propio,
y de acuerdo con los intereses creados, cada vez mayores, a medida que
aumenta el número de «comparsas» de la organización comercial taurina.
Los aficionados de finales de siglo, ya protestaban
y abroncaban a los matadores, pues decían que los toros no eran
grandes. ¿Qué liarían si vieran lo que se torea hoy?
Parece que en la citada época, el salir toros
chicos fue culpa de ciertos ganaderos, quizá por descuidar el cebado de las
reses; y más tarde, sobre el 1915, la presentación de toros pequeños se hizo
más frecuente.
En una de las eras más brillantes de la tauromaquia
—por no decir la mejor— ocurrió que Juan Belmonte y Vicente Pastor sufrieron
un boicot de los ganaderos.
Todos ellos hicieron causa común para no vender sus toros «cuando toreara
alguno de estos espadas. Ello fue a consecuencia de que los dos se habían negado
a lidiar más ganado de ciertas ganaderías (dejo en silencio los nombres) que
venían enviando toros de poca presencia; y como en tales corridas el
público arreciaba su cólera contra el torico que al fin y al cabo es el
único que siempre tiene que dar la cara, tanto al toro como al
espectador decidieron negarse a torearles más toros. De aquí surgió la
represalia colectiva, y ahí tenemos a los dos pundonorosos matadores, toda
una temporada, condenados a no pisar los ruedos porque no quisieron torear
unos toros que, entonces, parecieron chicos.
Ahora, se ha llegado a la más incomprensible
insignificancia del torete.
Menos mal que se inició cierta reacción, por parte de algún torero y de los
públicos de ciertas ciudades que han empezado a reclamar.
Se han fijado y quieren que no se permita el
«afeitado». Particularmente soy de opinión de que eso es lo menos malo que se
le puede hacer al toro.
Creo, porque lo he visto, que un toro afeitado
puede perfectamente pegar una grave cornada, cosa siempre lamentable y que
debe evitarse por todos los medios. Dicen que «Islero» estaba afeitado y sin
embargo nos quitó a uno de losmejores toreros que ha tenido el mundo, yo no
lo vi.
Personalmente sí he presenciado dar una cornada
espantosa un toro cárdeno de Pablo Romero lidiado en novillada de desecho de
tienta y cerrado, al novillero Gallito de Zafra, en la Plaza del Triunfo. Al
toro aquel le faltaba casi todo el pitón derecho, por accidente natural
desde hacía años; cogió al novillero al entrar a matar porque confiado en tal
circunstancia se atracó de toro. Pero como tenía edad, más de seis años,
pesó más de 320 kilos en canal, y mucha fuerza, le partió cuatro costillas y
gracias a Dios no murió, pues este quiso que la operación la hiciera el
inmenso cirujano don Francisco Mesa Moles, gloria de la Facultad de Medicina
de Granada.
Se les han hecho a los toros, en estos últimos
años, otras muchas cosas antes de salir al ruedo, bastante más perjudiciales
y eficaces para anularlos:
Hemos visto recientemente, grandes «figuras»
«tremendos revolucionarios del toreo» que se han hecho millonarios, matando
erales engordados, condenable infanticidio bovino.
Toros que se caen, también los vemos todos los
días. ¿Por qué se caen?: por muchas cosas: Un par de días bebiendo agua
con sal de higuera. La dieta rigurosa con ausencia total de habas, garbanzos
o cebada. El «calentarlos» en los chiqueros con un saco de arena contra el
espinazo. Obligarlos a permanecer en corrales de piso durísimo, con grava,
los siete u ocho días inmediatamente anteriores a la corrida, cosa dañina
sobre todo si se trata de reses criadas en marismas... En fin para qué
seguir, de estas cosas ya sabe bastante el público y parece que las
autoridades se preocupan mucho de evitarlas, a juzgar por las más recientes
disposiciones sobre la materia.
La integridad física del torero es algo que nos
interesa sobremanera a los verdaderos aficionados, aunque sólo fuera por el
egoísmo de recrearnos viéndoles torear, pero merecen un recuerdo los que
sucumbieron. También eran toreros y seres humanos. Cobraban menos para
exponer más, hoy se cobra más para exponer nada o muy poco.
Fuente autorizada por http//:www.elchofre.com |
La LIBERTAD, supone un compromiso con la VERDAD, que cual valor supremo debe presidir todos nuestros actos. El REY de la fiesta, el TORO, exige que se predique de él con LIBERTAD.
EL EJE DE LA LIDIA
lunes, julio 30, 2012
Tertulia 9.º La disminución del toro
jueves, julio 26, 2012
Tertulia 8.º Los subalternos en el toreo
Es cierto, y conviene insistir en esta cuestión, que
el toro experimenta muchas variaciones durante la lidia.
Los hay que salen
cobardones y luego se crecen con el castigo; por el contrario,
algunos parecen muy valientes de salida pero al sentir el hierro se vienen
abajo y comienzan a defenderse, a gazapear.
Es relativamente frecuente que a bichos bravísimos
cueste mucho trabajo hacerles entrar la primera vez al caballo. Esto ocurría mucho cuando aún no se
utilizaban los petos, seguramente porque recordaban el color del pelo del
caballo de su mayoral, recordaran que en aquellos casos acostumbraba el
matador a ordenar que se cambiara el caballo por otro de distinto pelo, y
esos toros, tardos en su primera arrancada al caballo, terminaban
tomando cuatro o cinco varas y tumbaban para el arrastre cuatro o cinco
caballos.
Otros toros acusan algún defecto y tendencia, o son
peligrosos porque pegan más con un pitón que con el otro —costumbre
adquirida en sus reyertas en la dehesa— y por ese lado es expuesto
torearlos.
Los hay que, de una manera instintiva, después de
arrancar, cuando llegan a la reunión con el torero, se frenan —porque
presienten la presencia del hombre— y derrotan.
En fin, dificultades, más o menos posibles de
vencer, presentan casi todos los toros —aunque pasen inadvertidas para la mayoría— pero
observamos, sobre todo en las buenas corridas, que a medida que avanza la
lidia van desapareciendo esas dificultades y los toros se van corrigiendo. Esto
no sucede por casualidad, sino que es obra de los toreros.
Por ejemplo al toro que se vence por un pitón y
busca por ese lado, hay muchos buenos toreros que acostumbran a hacerles
pasar varías veces seguidas por el lado contrarío, lo encelan por ese lado.
Así, cuando luego les hacen pasar por, aquel cuyo pitón ofrecía peligro,
resulta que ya se les ha corregido el defecto porque el torero ha hecho
que se les olvide.
El toro que se queda en la mitad de la suerte,
también tiene su lidia o manera de evitarlo: unos toreros les hacen
arrancarse de lejos y con fuerza, para que no puedan frenarse con
facilidad; otros no les dejan parar, para que no se emplacen; otros
les torean dándole la salida hacia el centro del anillo y el animal
tiene ante sí más campo abierto y libre.
Para cada caso existen muchos recursos o maneras. Pero
todo es arriesgado, requiere conocimiento y valor en el torero. Es lo que
clásicamente se conoce con el nombre de «lidiar», cosa que hoy se
hace por muy pocos toreros. Lo corriente es que si el toro no es de
«carril», para empezar desde el primer momento componiendo la figura, se le
den los consabidos cuatro trapazos y un sartenazo para que lo arrastren
pronto.
Pero cuando el artista es además maestro, torea todo
lo que le echan: primero
lidiando y fregando, y después, cuando ya ha corregido y atemperado al toro
—casi siempre bastan seis o siete muletazos— es cuando hacen la faena
artística.
Ese toro que parece totalmente imposible de
corregir, se le haga lo que se le haga, no suele ser así por su propia
naturaleza, es por consecuencia de la mala lidia que se le ha dado, si no
por el matador, sí por los subalternos.
Los colosos del toreo siempre han cuidado mucho la
forma de llevar la lidia; esto es, «cuidar del toro». ¿Quién no
recuerda a Cayetano Ordóñez? En sus toros, los peones no podían ni rascarse
si él no lo mandaba.
Y es que a los peones no se les debe dejar que sean
ellos quienes toreen, su labor es secundaria, de aquí la denominación de
«subalternos». Pero resulta cómodo para el espada que aquellos se lo
hagan todo. Que sean sus peones los que le den al toro los cuarenta
capotazos —y no comprenden que cada arrancada que gaste la res
embistiendo a un peón después le faltará a él en su faena— y sobre todo
que como el peón no torea tirando del toro, ni pasándoselo, ni corriéndole la
mano —sino que lo hace por la cara y enseñándole siempre el sitio por donde
se va el torero— lo que resulta es que vician al toro a embestir mal y a
buscar la salida.
Porque todo esto trae malas consecuencias para el
matador, y porque éste es el maestro —que como tal cobra— los peones no deben
actuar nada más que en su cometido estricto.
El Reglamento vigente dice, en su artículo 78; «los
peones tienen por misión: correr los toros, pararlos y ponerlos en suerte, y
para ello no puede haber en el redondel mas de tres peones con los matadores,
debiendo permanecer en el callejea los demás individuos de las cuadrillas».
De como deben torear los peones trata el artículo
79, que dice: «Los peones deberán torear cogiendo el capote con una sola
mano; y cuidarán de correr los toros por derecho; quedando terminantemente
prohibido recortarlos, empaparlos en el capote para que “choquen contra la
barrera y hacerlos derrotar deliberadamente, en ésta o en los burladeros,
con intención de que pierdan su pujanza, se lastime o inutilicen. Por
excepción, únicamente podrán torear a dos manos, cuando el matador, por la
condición del toro, así lo ordene”.
Una vez más tenemos que concluir que en el toreo,
como en casi todas las cosas de la vida, todo está legislado. Lo único que
hace falta es que se cumpla la Ley.
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domingo, julio 22, 2012
Tertulia 7.º Cuando pasa el toro
Piensan en las naciones donde desconocen el toreo,
que es brutal salvajada. Sin embargo en nuestro suelo es una de
las bellas artes.
Tiene arte intrínseco; además heredó de la época
de sus orígenes un señorío, una belleza en su escenario y atuendos, una
luminosidad profunda y propia que ningún otro festejo posee.
Se encabezan estas líneas con el mismo título que
ha dado Benítez Carrasco, gloria de nuestra poesía, a su libro de versos
sobre motivos taurinos: "Cuando pasa el toro" y lo hago así por
creer, como el poeta, que ese es el momento grande, el momento en que surge
toda aquella belleza..
Si el toro no pasa, no hay nada que hacer. Pero
cuando acomete y en cada una de sus arrancadas quiere destrozar cuanto tiene
ante sí, el torero en un trance tan difícil y trágico, crea su obra.
Efímera, sí, momentánea; pero tan profundamente
artística y personal como pueda serlo un Velázquez, un Greco o un Goya,
pues produce sensación estética y además es arte creado frente a un
implacable enemigo que no se rinde hasta que la muerte le inmoviliza.
Por esto los aficionados somos fanáticos y no
faltamos a presenciar las corridas, con la ambición de ser testigos de
aquello que, a veces, es verdadero y sin mixtificación.
Pero es el caso que algunas veces el toro no pasa, y
no siempre es por culpa suya. No, es por falta de bravura, es porque el
torero no quiere que pase.
Como en el toreo, todo es matemático. Todo
responde a realas fijas y en él no existe la «ilógica». El fenómeno a que
acabo de referirme tiene una razón o fundamento de ciencia —el toreo también
es ciencia— que es la que quieren exponer estas líneas.
Todos los toros, salvo rarísimos casos, salen del
chiquero acometiendo a lo que se les pone enfrente. La forma como después
continúen embistiendo depende de como se les toree.
Habrán podido observar que a los buenos toreros, a
los maestros de la torería, les embisten mejor los toros que a los
principiantes. Esto es así porque al toro hay que enseñarlo a embestir
durante la lidia, y 'cuanto mejores sean los maestros encargados de esta
enseñanza, más pronto y mejor aprenderán.
El macho, hasta que no sale al ruedo, se conserva
virgen de lidia, por cuanto que jamás se le ha toreado —antes no se le puede
torear si no es a caballo— y ese toro, una vez que está en la plaza, será lo
que el torero quiera que sea. Cuando en la plaza hay un torero, el animal
saca la casta que tenéa, embiste y repite, y termina siempre por ser bravo.
El secreto está en aguantar, en tirar despacio de
él, y no quitarle el engaño de la cara, mientras está embistiendo,
e irle ligando un pase con otro. Estos son los toreros que
hacen "el prodigio de que hasta los mansos sean buenos".
Todos los que visten de luces —desde el matador al
más humilde peón de briega— lleban esa responsabilidad. La desafortunada
actuación de cualquiera de ellos puede hacer que se malogre el estilo y
forma de pelear del toro e incluso que se convierta en ilidiable.
Esto lo conocen perfectamente todos los foreros —que
saben bastante más que los que nos sentamos a verlos «desde la barrera» —lo
malo está en que algunas veces hacen un uso ilícito de este conocimiento, y
lo emplean para habernos creer que tienen delante un toro que no pasa y que
no se puede torear; porque, naturalmente, es más cómodo pegarle cuatro
mantazos por la cara y sobre la marcha largarles un golletazo.
El espectador, que es buen aficionado, distingue
perfectamente cuando el toro es, por su propia naturaleza o porque está
resabiado, difícil de lidiar, y así mismo se da cuenta cuando son los
toreros los que han conseguido, con su forma de torearlo desde el principio,
que el toro aprenda a frenar su viaje y a no pasar.
A las personas que van poco a los toros —por ejemplo
nada más que a las corridas de feria— les parece que todos los toros son
iguales. Esto es una tremenda injusticia para el torero, pues hay veces que a
toros que son dificilísimos, porque buscan al hombre en cada embestida,
están más con éste que con el engaño, olfatean siempre al bulto, se quedan
debajo en la mitad de la suerte y mil peligros más, y se les está haciendo
faena de muchísimo mérito, lo está poniendo todo el torero ante la
indiferencia de la mayor parte del público, de «esa masa que da orejas, rabos
y patas cuando se le antoja.
Es necesario observar mucho al toro, desde que
sale, si se quiere ser justo con el torero.
Tengamos presente que el arte de torear
es dificilísimo. Eso de hacerle a todos los toros y a cada uno el toreo,
según sus características exijan, es una facultad que sólo poseyeron los
elegidos.
Hoy se torea mucho, insisto en que la forma de
embestir el toro se ha mejorado por la selección y cuidados del ganadero,
pero esto no le puede quitar mérito al torero actual, y prescindiendo, en
este momento, de que la res tenga más o menos peligrosidad, lo cierto
es que hoy todos los toreros torean más, con más belleza en las suertes y
les dan muchos más pases a los toros.
Si hojeamos la gran cantidad de tratados de
tauromaquia, escritos en la antigüedad por los maestros de antaño,
Pepe-Hillo, Paquiro, Montes, Fuentes..., vemos que todos ellos son una
especie de doctrina, redactada por célebres toreros retirados y escrita por
sus literatos contemporáneos, con las que pretendía enseñar a los futuros
toreros.
Allí se daban consejos emanados de la experiencia
vivida, y en todas ellas observamos que, el concepto que entonces se tenía
del toreo era pura y exclusivamente defensivo.
En todos aquellos manuales prácticos se estudian las
suertes como si no fueran nada más que recursos para defenderse del toro. Allí
se habla de los terrenos del toro y de los del torero, de no invadirlos, de
permitirse arrojar el engaño y huir, etc... todo, en fin, cual si de un campo
de batalla se tratara.
No lo hemos vivido, pero se puede presumir que
aquello sería una guerra, con imperio de la violencia y, posiblemente
bastante lleno de convencionalismo y exageración.
De aquello, que vagamente adivinamos, a lo de ahora
hay gran diferencia. Me refiero a lo bueno de los últimos años, hablo
pensando en Joselito, Belmonte, Manolete... (aquí no hay más remedio que
citar nombres), es decir, desde 1913 a 1947.
Es lógico que así haya sucedido y muy natural que
sobre los trágicos ensayos practicados por aquellos «machos» del toreo, se
haya construido —durante siglos— una técnica experimentada del toreo, basada
en el conocimiento de las características del toro (al principio
desconocidas), y que, ya en posesión de tan indispensable base, se haya
podido llegar a un perfeccionamiento de lo artístico y belleza plástica, que
hoy es superior a la de los demás tiempos.
Sí. Ahora las corridas son más artísticas; más bonitos
los lances y muletazos. Los toreros modernos se quedan más quietos cuando
pasa el toro, se les torea más cerca y durante más rato.
Es la perfección que se produce por la repetida
experiencia, pero no despreciemos a los que construyeron los cimientos de
este soberbio y colosal castillo que guarda a la Fiesta original y propia de
nuestra Raza Española.
Tampoco descuidemos esta fortaleza, espejo de los
españoles, no dejemos que el tiempo demoledor destruya sus sillares, ni que
la ambición robe sus meteriales —como ha ocurrido con los auténticos
Castillos y Baluartes que tan densamente poblaban el suelo hispánico— para
con ellos construir edificaciones extranjeras.
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miércoles, julio 18, 2012
Tertulia 6.º La suerte de varas en la actualidad.
Escrito
por ELCHOFRE
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jueves,
04 de noviembre de 2010.
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El anterior trabajo trataba, como
siempre muy superficialmente, de la época grande del toreo a caballo y de la
otra época gris que le sucedió.
En los tiempos idos, el picador era un factor muy
importante en la lidia, tanto por lo necesario de su cometido como por lo
brillante de su actuación
Era actuación llena de valor, él solo sobre un
caballo, resistía la incalculable acometida del toro recién salido.
En fin, era la actuación del picador de la máxima
belleza plástica e inspiró los más impresionantes lienzos a los mejores
pintores de entonces.
En los tiempos actuales el picador, no sólo sigue siendo importante
factor, sino que se ha convertido —dentro de la mayor impunidad— en el todo. Es
el que mata al toro a los pocos momentos de saltar al redondel.
Así pues es necesario que el toro tome los puyazos
que determina el Reglamento —cuatro puyazos según el artículo 61 del
Reglamento Oficial para la celebración de espectáculos taurinos, aprobado por
Real Orden de 12 de julio de 1930— pero el puyazo no puede darse
introduciendo la arandela y gran parte del palo. No puede ser esa
verdadera «estocada» que con tanta frecuencia pegan los picadores, pues
esto está condenado por el artículo 69 del mismo reglamento.
No se diga, como es frecuente escuchar, que el picador no
tiene otro medio de defensa que es su propia vara y que por ello, cuando
el toro es pegajoso y no se va del caballo, tiene necesidad de sujetarlo con
la puya, de donde resultan, sin «mala intención», aquellas carnicerías.
No estamos conformes. El picador tiene todas las defensas que necesita
si practica la suerte como es debido; o sea citando y obligando a la res
«por derecho» —artículo 67— es decir, dándole el pecho del caballo, no
el costado de éste, desde la distancia conveniente o lo que es lo mismo, sin
salirse del tercio —hoy lo marcan con cal, como en el fútbol, por
prescripción del artículo 40. Sin que pueda adelantarse al picador ningún
lidiador, pues éstos no deberán avanzar más que hasta el estribo
«izquierdo», sin que ningún peón ni mozo de caballos pueda situarse al
lado derecho del caballo, según ordena el artículo 68.
Practicado así el cite o iniciación de la suerte,
cuando el bicho se arranque, el picador se agarra con el toro, frente a
frente, le rompe la piel con la pica y rápidamente debe hacer variar el
caballo hacia la izquierda, con lo cual el matador, que quedó en ese
costado, llama la atención del astado y fácilmente lo puede quitar del
caballo, puesto que tiene la salida libre. Frecuentemente la codicia y
bravura del toro le hacen insistir en su acometida al caballo. Pero este
caso también está previsto en el Reglamento, y por eso su artículo 67 dice
que: «podrá poner otro puyazo como medio de defensa si el toro
recargarse», lo cual quiere decir que se le reconoce, legalmente, al
picador su derecho a defenderse empleando la pica.
Lo que ocurre, y de ello protestamos porque acaba
con el toro, con el lucimiento del torero y hasta con la propia fiesta, es
que, además de lo fea y mugrienta que es hoy la suerte de varas, se practica
de la siguiente manera:
El picador sale montado sobre un caballo que es una
verdadera fortaleza —de
alto, de grande y de atrincherado— sale al tercio, y fuera de éste,
rodeado por la izquierda, «por la derecha» y hasta por delante, de toreros y
monosabios —para que el toro no se escape de ninguna manera— así lo citan.
Cuando entra, entonces el monosabio se cuelga a la cabeza del
caballo dándole varazos en la misma y empujándole, le obliga a que marche
hacia afuera y hacia su derecha —así es imposible que el toro tenga salida—
y de esta manera, que es la conocida por el famoso nombre de «La Carioca»,
se tiene al toro varios minutos debajo del caballo; mientras el picador, alevosamente,
permanece «barrenando» y metiéndole al toro, en cualquier parte, la pica, la
arandela y el palo, y para completar la felonía, cuando por fin el animal se
quiere retirar de aquella «checa», hacen palanca con la vara, la parten, y
ya podemos hacer el «teléfono», sentarnos en la cabeza, etc., etc.
Verdaderamente no comprendo cómo los picadores no le
reclaman al matador que le entregue sus honorarios, pues ellos son los
que pasaportan al toro.
Estamos cansados de escuchar lamentaciones del
público sobre estas cosas y, sin embargo no sólo, no se intenta evitarlas al
producirse, sino que en la corrida siguiente, en la otra y en todas las por
venir, vuelven a repetirse.
El respetable público — desgraciadamente sólo en el
dicho — debería ver que el picador que tal se comporta, era inmediatamente
retirado del ruedo por el Alguacil (brazo ejecutor de los acuerdos del Señor
Presidente, persona esta revestida del máximo mandato en la corrida y
representante de la Autoridad encargada de velar por el cumplimiento de la
Ley),
En las corridas de toros está todo sabia y
ecuánimemente legislado, del punto que tratamos ahora se ocupan los artículos
del 60 al 63 del Reglamento; en ellos se reviste a la Presidencia de la
mayor autonomía, hasta el punto de que pese a contar con un Asesor técnico,
para ilustrarla, podrá o no aceptar la opinión o el criterio de ese técnico
que no es, según el citado artículo 60, nada más que un mero consultor.
Sin embargo, las facultades del Presidente como
delegado de la Dirección General de Seguridad, en Madrid, y de los
Gobernadores Civiles, en las provincias, están taxativamente marcadas en el
artículo 6l, tanto respecto a las incidencias preliminares a la corrida, como
durante la lidia. Y entre estas últimas no figura aquella sugerencia,
personal, de que se les retire del anillo y dejen de intervenir, al igual que
se hace en el fútbol por la autoridad del arbitro con ciertos jugadores de
reprobable conducta.
Es mucho más lógica la expulsión del que actúa
perturbando y dañando, que no el dejarlo que siga actuando hasta que ha
causado todo el mal que le ha dado la gana y después sancionarlo, cuando ese
daño, que pudo evitarse, ya no tiene remedio.
Esta forma de resolver en justicia, no tendría la
mera finalidad de dar satisfacción al «respetable», sino la más importante y
transcendental, de atajar esa impunidad con que actúa el picador cumpliendo
órdenes de su espada que le dice, casi siempre: «Pégale... cárgatelo...».
Digo impunidad, porque la sanción pecuniaria, que
determina el artículo 69 del Reglamento, y que desde luego se viene
observando rigurosamente por la Autoridad, según leemos en la prensa
publicando la multa impuesta, al cabo de los quince o veinte días, al picador
de fulanito, por «barrenar» y tal... es completamente inoperante.
De las multas se sonríen los «diestros» pues, aparte de que tienen mucho
dinero, a poco que pensemos, enseguida comprendemos que esas multas quienes las
pagamos somos los mismos espectadores.
El mecanismo es bien sencillo: sale un toro con
fuerza, —o aunque carezca de ella el «fenómeno» no tiene ganas de torear, ya
se sabe: «pégale», «líciale» y «aplástalo»; total esto me va a costar 500
pesetas de multa, no importa, la próxima vez las exijo de más y cuenta
saldada.
Otra cosa sería si la sanción consistiera en la
suspensión por determinado número de corridas al picador que destroza, o al
banderillero que estrella al toro contra el burladero o se queda a la
derecha del caballo para entretener al astado, o al mozo de caballos que tan
descaradamente —bien retribuido por toreros y empresarios de caballos—
obliga a este a ejecutar la «carioca» y otras tropelías.
Eso de la suspensión ya se miraría con más cuidado, pues sus consecuencias se dejarían
sentir mucho más, ya que no resulta fácil la sustitución de elementos
fundamentales y valiosos de las cuadrillas, y también habria que contar ya
con la voluntad de estos, de acuerdo con sus intereses profesionales tanto en
el orden moral como en el material.
Repugna la tendencia constantemente encaminada a
engañar a los espectadores,
parece como si existiera una continua enemistad contra ellos, que en modo
aláuno se merece quien otorga su aplauso y su dinero. El público es
magnánimo en demasía, siempre se excede recompensando. ¿Porqué, pues, no
se le quiere dar nunca un mínimo de verdad y de sinceridad?
Aunque sea insistir y repetir, conviene recordarles
a los profesionales; que la adulteración produce demérito, éste provoca
desinterés por sus actuaciones, de lo cual surge la ausencia de público y de
esta, la quiebra del negocio.
No es grato personalizar, por ello silencio nombres,
pero conste que hay hombres que se visten de luces y otros que
intervienen en este negocio, en diversos cometidos, que poseen un concepto
honrado y un justo sentido de su deber. Actúan con pundonor.
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lunes, julio 16, 2012
ROBLEÑO NOS REGRESÓ LA EMOCIÓN
Los aficionados que buscamos la emoción en la fiesta de los toros, sabíamos de antemano que Fernando Robleño no nos defraudaría, porque es un torero que ha andado mucho en esta difícil profesión y sobre todo porque es un torero honesto y de mucho valor, que luce a los toros fínamente en un toreo sobre las piernas.
La emoción también la dio la suerte de varas, SÍ esa que pretenden desaparecer de los ruedos los cultores del delicado "toreo del arte", del toro colaborador, artista y demás adjetivos creados para ocultar la carencia de cojones que padecen gran parte de los figurines actuales, que no refrendan su condición de tales, con GESTOS Y GESTAS como las de Robleño y muchos más a lo largo de la historia.
Finalmente, decir que SÍ tiene sentido seguir cultivando esta afición de fé, que serán excepcionales las veces en que ocurran GESTAS como las de Robleño, pero serán suficientes para destapar y evidenciar a tanto encantador de serpientes sueltos por los ruedos de Dios.
¡¡¡¡¡Olé Fernando Robleño, vengan los toreros buenos¡¡¡¡¡
domingo, julio 15, 2012
Tertulia 5.º La suerte de varas y los orígenes del toreo
Escrito
por ELCHOFRE
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domingo,
31 de octubre de 2010
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Tratar en
estos tiempos de la suerte de varas es tanto como hablar de los torneos entre
caballeros medievales. Sin embargo, de ella nació el toreo, todos sabemos que
los orígenes de nuestra Fiesta Nacional fue el toreo a la jineta y aunque no
fuera nada más que por interés histórico merecería la pena ocuparse de ella.
Pero es lo
cierto que aun en los tiempos actuales, pese a lo adulterada y envilecida
que está, sigue siendo fundamental y necesaria siempre que salga un toro.
Desaparecidos
los caballeros montados que alanceaban toros, a cuyo servicio actuaban los
hombres a pie, con la denominación de «chulos», continuó la fiesta de toros,
con sus tercios, suertes y desarrollo muy semejantes a los de ahora,
precisamente porque habían descollado las proezas de aquellos hombres a pie y
su trabajo resultaba un festejo interesante.
No
obstante, desde el primer momento se impuso la necesidad de sangrar al toro al
principio de su lidia, sin cuya sangría es imposible, o muy difícil, hacerle
venir a menos y obligarle a que cuadre para estoquearlo, suerte suprema y
objeto único del toreo.
Aquella
faena solo era posible realizarla, desde lo alto de un caballo, y además
requería una maestría y un arte poco comunes, según se practicaba entonces. Por
esto jugaba un papel tan importante el picador y por ello durante muchos años
fue su figura la más interesante.
El picador
frente al toro tenía que ser un gran jinete y un gran maestro de la equitación. Además de actuar en los ruedos se ocupaban de la
doma, de aquí el nombre de picadores que reciben los que se dedican a trabajos
de desbravar y domar caballos.
Montando un
caballo y con sus recursos de buenos jinetes tenían que picar a los toros -que entonces no tenían la bravura y casta depurada a
que se ha llegado mediante la selección ganadera de nuestros tiempos- y de las
manos del picador salía el toro no sólo sangrando, sino que aquellos
varilargueros, con su pica, ahormaban cabezas y corregían la forma de embestir;
pues corrían la mano con la garrocha, le picaban en el sitio conveniente y con
la dureza que en cada caso correspondía. Todo esto sin descuidar a su
montura de cuyo derribo dependía mucho la vida del picador.
Era una
suerte del toreo verdaderamente vistosa, gallarda y hombruna. El hecho de
derribar el toro al caballo era puramente accidental, generalmente
ejecutaban el lance con tal perfección, que el toro salía limpiamente por el
pecho y lado izquierdo del caballo sin rozarle ni un pelo. El picador
aguantaba con la vara, y con las ayudas, espuela y riendas, hacía moverse al
caballo para dar salida al toro.
Esta buena
manera de ejecutar la suerte de varas llegó a degenerar y se inicia otra época
en la que se picaba aprovechando el encontronazo entre toro y caballo, a lo
que resultara. Se recurre a que parte de su poder lo gastara el toro
romaneando caballos.
Naturalmente,
en esta forma de picar lo que sobresalía era un espectáculo sangriento y
lastimoso. Desde luego, fuerte e
impresionante para el espectador y, sobre todo, peligroso para los toreros que
tenían que quitar al toro del caballo cuando aquel estaba enfangado en sangre,
enardecido y alocado. Salían excitados por el olor de la sangre, cegados por la
que les había estado cayendo en la cara, y en estas condiciones toreaban
primorosamente con el capote aquellos verdaderos artistas que fueron Belmente,
Chicuelo, Gitanillo de Triana.., siempre con el gravísimo peligro de caballos
galopando, heridos y sin jinete, y moviéndose entre jamelgos muertos.
Aquella
manera de desarrollarse el primer tercio de la lidia sería imposible de
sostener hoy. Había veces que en una corrida morían quince o veinte caballos.
¿Cuánto costaría esto ahora?.
Además, hay
que reconocer que en el tiempo que me refiero, los toros, la mayor parte de
las veces, se quedaban sin picar porque no les daba lugar a los picadores
—ya medianos jinetes— a enganchar al toro, y se daba el caso de que, alguna
vez, después de haber matado el toro a dos o tres caballos aún no le habían
partido el pellejo con la puya.
Los
caballos que se utilizaban, en esta época decadente de la suerte de varas, eran
malísimos, apenas se podían tener en pie. Es lógico que entonces se llevaran a
la plaza de toros los caballos inútiles, ya por muy viejos, ya por tener vicios
o defectos incorregibles que les hacían inservibles para otros trabajos, pues
en resumidas cuentas lo más seguro era que los mataran.
Esa época
decadente debe su aparición a la falta de picadores capaces de sostener la
maestría de sus antecesores. La
impericia del varilarguero fue la causa de una continua y brutal matanza de
caballos, que trajo como consecuencia la de no poner a su disposición
nada más que jamelgos cadavéricos.
Fue un
círculo viciosos la mala forma de picar originó la necesidad de utilizar
caballos pésimos —inútiles para una suerte en la que tanto es menester la
fuerza y el vigor y al no contar el jinete con una montura, dotada de las
¡imprescindibles facultades, le resultaba imposible, o dificilísimo, el
practicar la suerte con eficacia y decoro.
Así es como
se produjo la decadencia de este tercio de la corrida, tan arrogante como
imprescindible, y pasó a la historia para no ser más una realidad.
La evolución
económica, en su siempre progresiva carrera ascendente de precios, hizo que el
costo ínfimo, despreciable, de un jaco viejo y agotado, se convirtiera en una
cantidad estimable; y ya no resultaba financiero el despilfarro de que un solo
toro matara dos o tres caballos.
Hubo un
tiempo en que, muertos todos los caballos de la cuadra, tuvieron, en más de una
ocasión, que salir a la calle y comprar caballos a los cocheros de vehículos
de alquiler. A esto no se le daba mayor
importancia, total eran cuatro perras y había que salir del grave aprieto que
suponía una plaza llena de «hombres» pidiendo caballos violentamente.
Era el
espectáculo que apasionaba a los españoles, entonces no se conocía ese otro más
enardecedor e «importado» de los dos puntos que se disputan los equipos de
fútbol en los partidos de Liga.
En aquellas
plazas de toros lo más que cabían eran ocho o nueve mil personas, pero eran
de tal calibre que, si no se les daban las fiestas de toros con la debida
calidad, arrollaban con más violencia que una erupción volcánica.
Seguramente
es que les faltaba esa educación deportiva que adorna á loa 160.000 que hoy
asisten al interesante deporte, casi regalado, qué se practica; también casi
de balde, por los profesionales de la pelota.
Lo cierto
es, volviendo al tema, que la suerte de varas se contaminó de una afección
cancerosa, y como esta suerte, sin duda alguna, era la médula de la Fiesta
Nacional, esa progresiva enfermedad invadió a todo el conjunto y hoy está
enfermizo, decadente y próximo a expirar.
En siete de
febrero de 1928, se dictó una Real Orden, disponiendo que a contar del día ocho
de abril de aquel año, sería obligatorio el uso de petos defensivos, para
proteger a los caballos, en las corridas de toros y novillos que tuvieran lugar
en las plazas consideradas como de primera categoría; en las demás era
potestativo y más tarde, al año siguiente 1929, este uso se hizo obligatorio
con carácter general.
Entonces
fue cuando empezó a corroer la carcoma que consumirá a las corridas, pues de todo el mal que afecta al primer tercio de
la lidia nace el imponderable mal de que adolece el festejo.
En efecto:
aquella medida gubernamental del 1928, estaba inspirada en un sentimiento
compasivo hacia el noble cuadrúpedo; el sentir del legislador fue el de salvar
al caballo, pero velando, al mismo tiempo, por la integridad e intereses de la
lidia. Se ocupó, muy minuciosamente, de que esa medida protectora del
caballo, estuviese perfectamente reglamentada, y así vemos que la Real Orden
de 9 de abril de 1930 del Ministerio de la Gobernación, estableció unas
características a las que obligatoriamente han de ajustarse los petos que se
utilicen.
Esas
características, literalmente copiadas: son: «Su parte exterior, de paño
fuerte, color gris, y la parte interior, de lonas de algodón, es de una sola
pieza; está dotado de un faldoncillo encuatado del largo aproximado de una
cuarta, para proteger también la bragada del caballo, y su terminación esta
guarnecida por ribetes de cuero».
De este
peto, que el legislador impuso, al que vemos en las plazas de toros, hay la
misma diferencia que la existente entre la pulga y el elefante.
Además el
legislador, que siempre ordena sabiamente, dispuso en aquella Real Orden del
1928, en el párrafo segundo del artículo 6°, que por los representantes de la
Autoridad se adoptarían las medidas de vigilancia necesarias para evitar
sustituciones de los petos —siempre guardados bajo llave en poder de la
Autoridad— exigiéndose, en su caso, responsabilidades a la empresa del servicio
de caballos.
Aun queda
otro precepto muy interesante en el artículo 8.° de esta Real Orden, que dice: «Si
el empleo de los petos produjese resabios en los caballos, se estudiará y
acordará la limitación del número de corridas en que pueda tomar parte un mismo
caballo».
Desde luego
que aquel legislador entendía de estas cosas de toros y por ello presentía
el alcance, trapisondas y uso indebido a que podía dar lugar la utilización de
los petos.
Pese a
tanta precaución, surgió el embrollo y casi desde el principio de emplear el
peto, se ha venido aprovechando, por los ventajistas,
para conseguir dañar bárbaramente al toro.
El peto
dejó de ser una medida protectora para el caballo y se convirtió en una
terrible arma contra el toro; a virtud de la cual, aparapetados todos
—picador, toreros, mozos de plaza— detrás de aquel carro blindado, se le
causa al toro una espantosa carnicería y, allí mismo, en aquel momento se le
aniquila.
Es preciso y urgentísimo que el peto reglamentario se reponga
inexorablemente. Tiene que cumplirse con todo rigor lo que manda la Ley en la,
tan repetida, Real Orden de siete de febrero de 1928. De no hacerse así esto se
terminará.
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