dos ventanas. El muro que las separaba ostentaba, a guisa de escudo o
guerrera panoplia, las garrochas de tentar, las sillas vaqueras, la
mantas, los zahones bordados primorosamente, las espuelas y los
retratos, en traje de campo y a caballo, de los dos últimos poseedores
de la dehesa, el abuelo y el padre de don Antonio, por los cuales sentía
éste una especie de orgullosa veneración. Eran dos buenos mozos de
ojos duros, patillas de boca de hacha y empaque de bandoleros. En la
pared frontera y en tamaño más pequeño veíase la borrosa fotografía
de don Diego Hidalgo Barquero, canónigo de la Catedral y criador del
lote de vacas bravas que con otras dos procedentes de Vicente José
Vázquez y del conde de Vistahermosa, sirvieron de base para la
formación de la opulenta ganadería, que se iban pasando de padres a
hijos los Míguez, y que constituían el orgullo y el timbre de honor de la
familia. El actual propietario se placía en aquel ambiente taurino más
que en ninguna otra habitación de la casa, Allí despachaba sus
negocios, recibía a los amigos íntimos y se entretenía leyendo
continuamente y consultando los registros de sus vacadas y las
crónicas de los toros suyos que se comían.
Cuando entró Pepe, agitado y con el rostro descompuesto, el buen
señor le miró por encima de las gafas y le preguntó:
‐¡Hola, Pepe! ¿Qué te pasa? ¿Ocurre algo?
‐¡Una friolera! ¡Anoche le han dado a Paco una puñalada y está
gravísimo! Fue Argüeyo, el cantador, por robarlo...
El ganadero se incorporó, pegó un puñetazo sobre la mesa, y arrojando
el paro que fumaba, exclamó:
‐¿Qué estas diciendo?... Pero, Señor, eso no puede ser. ¡Paco mal
herido; Paco, gravísimo!... ¿Estás seguro de lo que dices?
‐Vengo de su casa.
‐¡Jesús, Jesús!, esto es el fin del mundo. Si Paco se las galga se acaba el
toreo. Anda,. di que enganchen; vámonos allá. Yo estoy muy mal con él,
oyes,. pero en estas circunstancias todo debe olvidarse, ¿no te parece?
Despáchate..., y que Pastora no se entere de nada. Le daría un sofocón,
y luego sería capaz de hacer una bien sonada.
«Aquí va a ser ella», pensó Pepe, y luego, en voz alta, añadió: