El gran espectáculo
JOAQUIN VIDAL 02/06/1982
Plaza de Las Ventas. 1 de junio. Vigésima corrida de la Feria de San Isidro. Toros de Victorino Martín, de impresionante trapío, casta y nobleza excepcionales; al cuarto se le dio la vuelta al ruedo. Ruiz Miguel: Estocada corta y descabello (oreja, dos vueltas al ruedo y aclamaciones de "¡torero!"). Dos pinchazos y estocada caída (oreja y clamorosa vuelta al ruedo). Luis Francisco Esplá: Dos pinchazos y estocada corta (aplausos y saludos). Media estocada recibiendo (dos orejas). José Luis Palomar: Estocada tendida perdiendo la muleta (oreja, dos vueltas al ruedo y aclamaciones de "¡torero!"). Estocada atravesada que asoma y descabello (oreja). El ganadero, el mayoral y los tres espadas dieron la vuelta al ruedo a la muerte del quinto toro y al acabar la corrida salieron a hombros por la puerta grande.
Los toros, con trapío y casta; los toreros, con oficio y valientes. Así es la fiesta, así fue siempre y por eso era, como lo fue ayer, ese espectáculo grandioso y único que arrebata multitudes.
A los lamentos de los empresarios cuando la gente no pasa por taquillas, conviene responder que lloran su propia estulticia, porque son ellos quienes echaron al público de las plazas con ese subproducto fraudulento y hortera que inventaron para que unas figuritas de mentira exhibieran su mediocridad con las borregas.
Al público le vuelve a meter en las plazas la corrida verdadera, la de ayer; la que tiene emoción en todos los tercios; aquella en cuya lidia lances y suertes se multiplican y cuanto sucede en la arena suspende el ánimo, pues hay fiereza en el toro y el torero la somete con valor, técnica y galanura.
La corrida que vimos no llegó a ser la mejor de las posibles; otras habrá con toros más bravos y faenas más completas. Fue, en cambio, un modelo de autenticidad, y gracias a ella la emoción se enseñoreó del espectáculo. El público, que abarrotó el coso, vibraba con un entusiasmo pleno, y se satisfacía del reencuentro con la fiesta de siempre, la que viene reclamando durante años con pasión y fe de iluminado.
Salieron los victorinos irrepochables de trapío, impresionantes de cornamenta, y bajo su capa cárdena lucían esa personalidad que los distingue de sus congéneres. Tenían la estampa de la agresividad encerrada en una lámina armoniosa, esbelta, pletórica de poder. Y además derramaron la más pura casta, nobleza, y algunos también bravura excepcional. Cada una de sus embestidas suponía un ¡ay! de angustia, aunque las dieran con boyantía, pues el toro de casta transmite en todos sus movimientos esa sensación de peligro. A excepción del tercero, que acusó mansedumbre, todos los demás fueron buenos. Sobre todo el primero, un toro de bandera, codicioso, bravo en varas y nobilísimo en la muleta; mucho más bravo y merecedor de premio que el cuarto, al que dieron la vuelta al ruedo.
Ruiz Miguel, en una de sus habituales tardes de pundonor y entrega, aureolada por el continuo homenaje popular a su torería y a cuanto significa, muleteó a ese primer toro, reposado, dominador e incluso con destellos de inspiración, que alcanzaron momentos de gran belleza cuando en el platillo ligó una impecable serie de redondos cerrados con el de pecho de pitón a rabo.
Al cuarto, que tenía genio y se revolvía en un palmo de terreno, lo sometió por la izquierda con tanto poderío que puso los tendidos en pie mientras en la plaza atronaban los gritos de "¡torero, torero!".
"¡Torero!" fue clamor durante toda la tarde. La afición se volcó con los lidiadores, lo mismo los de oro que los de plata, pues hasta los subalternos, pasados los primeros sustos que producían las fuertes embestidas y la leyenda de la divisa, tuvieron también una actuación importante. Destacó Martín Recio el. cual dio todo un curso magistral de valor y técnica en la brega al tercero.
Ese victorino fue manejable y Palomar lo recibió con unas verónicas embraguetado, cargando la suerte y ganando terreno; lo banderilleó con facilidad, y le hizo una faena de muleta valerosa, ajustada y de honda reciedumbre, que coronó con un soberbio volapié. En el sexto, aún más noble, el bravo diestro de Soria se gustó en un trasteo variadísimo en el que hubo ayudados por alto como prólogo y como culminación; naturales cargando la suerte, y de frente juntas las zapatillas; ayudados a dos manos, cambios, afarolados, molinetes y pases de pecho echándose todo el toro por delante.
Por su parte, Esplá, que lidió y muleteó con habilidad y entrega al segundo, armó un alboroto en el tercio de banderillas del quinto tras el cual hubo de dar la vuelta al ruedo. Le había hecho un quite por faroles, al que replicó Palomar con otro por tijerillas y delantales. Ambos gozaban de las mieles que estos victorinos de leyenda llevaban dentro. Llegó el toro al último tercio con una embestida de terciopelo, y lo aprovechó para cuajar una de las mejores faenas que haya hecho en su vida. Los pases en redondo, principalmente, salían ligados con el primor del encaje y, finalmente, se adornó, arrojó los trastos a la arena y anudó la pañoleta a uno de las tremendas y asticinas astas.
Victorino Martín, que fue aclamado en distintos pasajes del festejo, ofreció en Las Ventas un corridón de toros. El público estaba como enloquecido y con frecuencia coreaba frases para proclamar los valores esenciales de la fiesta verdadera, la qué exige con pasión y fe de iluminado, pues ella es la que ha jalonado la rica historia de este espectáculo centenario. Al final, después de dos horas y media de gran espectáculo vivido con emoción creciente, los tres matadores y el ganadero, entre aclamaciones de una multitud enfervorizada, salían a hombros por la puerta grande. Y el público, pegando pases por la calle Alcalá arriba.