La LIBERTAD, supone un compromiso con la VERDAD, que cual valor supremo debe presidir todos nuestros actos. El REY de la fiesta, el TORO, exige que se predique de él con LIBERTAD.
EL EJE DE LA LIDIA
domingo, marzo 31, 2013
viernes, marzo 29, 2013
domingo, marzo 24, 2013
EL EMBRUJO DE SEVILLA (CAPÍTULO VI)
VI.
A eso de las dos empezaron a llegar los amigos, los partidarios, los
admiradores que venían a ver vestirse al torero. Para muchos, para
casi todos los aficionados, eso era algo así como una parte integrante o
preámbulo de la corrida. Si a él no asistían, el espectáculo les resultaba
incompleto. Pero esa vez la afluencia de curiosos era tanta, que la
mayoría tuvo que contentarse con estrechar la mano del señorita
torero y partir. Las habitaciones, los corredores y el patio rebosaban de
gente. Diríase que Sevilla entera, sin excluir a sus autoridades, se había
dado cita allí para acompañar con sus votos al mozo de rumbo y de
chapa que esa tarde iba a inscribir un nombre más en los gloriosos
anales del toreo, de ese arte del valor que, según la copla popular, venia
del cielo. Cuenca y Míguez tuvieron que hacer despejar la alcoba del
antiguo marqués de Torre Cuéllar para que su descendiente pudiera
vestirse. Quedaron sólo en la pieza, por especial privilegio, los amigos
íntimos de la corte y de Sevilla. Paco, que había salido para lavarse
volvió ya afeitado y peinado. Con el impudor característico de los
atletas, se despejó de la bata y apareció desnudo. Parecía tallado en
madera dura. La epidermis morena, mate y sin vello casi, cubría, como
una malla de seda cruda, el cuerpo fino y de músculos apenas
diseñados en el reposo, pero que adquirían extraordinario resalte al
menor movimiento. Sus amigos lo contemplaban como se contempla a
un purasangre. Gazpacho, muy solícito, le ayudó a ponerse la camiseta
de seda valenciana, luego los calzoncillos cortos de hilo finísimo,
después las medias blancas, sobre ellas las de color carne y por último
las zapatillas nuevas, que ató con prolijo cuidado.
‐¡Vaya canela, Paco! ‐exclamó don Gaspar examinando con delectación
amorosa el traje de luces tendido sobre la cama‐. ¡Y el capote!... ¿Quién
te ha bordado esta maravilla, chico?
‐Unas monjitas, don Gaspar, que me quieren mucho. ¿Le gusta a usted?
Hoy lo estreno.
‐Es de primera. Si toreas como te vistes, les vas a quitar los moños a
todos los que gastan coleta.
Paco no respondió, absorbido en la delicada y peliaguda tarea de
ponerse la largísima faja. Gazpacho la tenía tirante por un extremo,
mientras él, girando sobre sí, se iba envolviendo en ella. A cada vuelta,
al principio, se detenía y acomodaba los pliegues. Cuando faltaron sólo
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dos metros dio unas cuantas vueltas rápidas, sin detenerse, y la faja
quedó puesta.
‐¡Ni pintada! ‐aseveró Cuenca.
Antes de ponerse la pesada y joyante chaquetilla, se colocó la montera,
cogiéndola por los borlones o machos con ambas manos, y
apretándosela mucho. Al verlo ya vestido, realzada la esbeltez del
cuerpo por la seda, el oro y la pedrería, tan arrogante, tan gallardo, tan
majo, a don Gaspar se le antojó que aquel mozo era la encarnación
viviente y la cifra de la gracia y del machismo andaluz; un símbolo de lo
más hondo y enjundioso del alma sevillana; una granazón cumplida de
la raza que había dado al mundo los Gonzalo de Córdoba, los Pizarro,
los Corteses, y levantando en alto la copa de Jerez que bebía, exclamó,
entre risueño y conmovido:
‐Paco, tú vas a revolucionar el arte; tú vas a revolucionar a España; tú
vas a remover muchos rescoldos de nuestra tierra, y quizá hagas
brotar de las cenizas alguna llama. ¡Salud, Paco!
‐¡Bien dicho, don Gaspar, bien dicho! ‐prorrumpió Cuenca, radiante‐.
Yo estaba pensando en lo mismo. ¡Salud, Paco!
‐Es curioso, y yo también ‐añadió Míguez.
‐Por favor, señores; no me hagan ustedes creer que voy a salvar a
España, como Pelayo en Covadonga.
‐Hay muchas maneras de Covadongas en la vida de un pueblo, Paco. En
tu esfera puedes ser, y eres ya, un hombre catastrófico. El que sólo vea
en ti un señorito torero no ve más allá de sus narices ‐repuso Cuenca,
gravemente.
Rosarito entreabrió la puerta de la saleta, que separaba sus
habitaciones de las de Paco, y preguntó: ‐¿Necesitas algo?
‐Sí, hermaniya..., besarte el hociquito mono. Anda, muéstramelo por
entre las cortinas.
‐No seas guasón y ven un instante, si puedes. El torero salió. En la
saleta encontróse de manos a boca con Pastora.
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‐Paco, quería desearte buena suerte; aunque no lo mereces yo siempre
pienso en ti, con cariño, con mucho cariño. En cambio, tú...
Él le cogió las dos manos, las apoyó contra su pecho, y le dijo,
esforzándose por sonreír:
‐Mira, Pastora; mira cómo salta el que está ahí dentro. ¿No lo sientes?
Ese tac, tac, tac, está diciendo: «Te quiero, te quiero...»
‐¡Paco, Paco!... ‐murmuró ella, mirándolo tierna y a la vez
desesperadamente.
Paco comprendió.
‐No, no me digas nada; no me reconvengas con esos ojos, que meten
miedo de puro hermosos.
‐Juegas con tu corazón y con el mío; es peligroso, Paco. Entre la fama y
yo elegiste lo primero, sin necesidad, por capricho, por el mero gusto
de jugar con la vida. Ese traje se me antoja la mortaja de aquel cariño
tan grande que nos tuvimos.
Su voz era como un canto con sordina; su rostro, el de tina Concepción
de Murillo; su continente, el de una maja de Goya. Los ojos, negros y
aterciopelados, despedían vivos fulgores cuando hablaba, y entonces
una onda de carmín teñía la tez pálida. pálida y mate, como la hoja de la
magnolia. Las cejas, los ojos y el cabello, renegridos, hacían resaltar
aquella extraña blancura de virgen, en la que ponían los labios de fresa
un toque sensual.
‐¡Pastora, Divina Pastoral...
‐¡Para lo que me sirve!...
‐¿No eres dichosa?...
‐¿Y tú me lo preguntas?... ¡Qué malas entrañas tienes, Paco! Tú sabes
muy bien que vivo sufriendo por ti. Mira que ya no puedo más; mira
que voy a hacer una barbaridad... Escucha, es preciso que hablemos.
Me pasan cosas muy graves. Ve esta noche al baile del Círculo de
Labradores. Allí te las diré. ¿Irás?
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‐¡Vaya si iré!
‐Señorito, es la hora ‐advirtió Gazpacho, desde el otro lado de la puerta.
En aquel instante entró Rosarito, vestida de pollera de medio paso,
mantilla de madroños y gran peina. junto a Pastora parecía más
menuda y pequeñita. Ésta dijo, procurando ocultar su emoción:
‐Paco... ‐iba a decir «Paco mío», y se contuvo‐, hasta luego. Con toda el
alma te deseo buena suerte.
Rosarito exclamó, toda pálida y temblorosa:
‐El corazón me dice que vas a quedar como un Dios.
Él, sin poder hablar, les tendió los brazos a las dos, y las dos apoyaron
la cabeza en el fornido pecho del torero. Junto a la alcoba de Rosarito,
en una pieza muy reducida, se encontraba el oratorio, y en él
penetraron las mozas. Las largas y maravillosas velas del altar estaban
encendidas. Una virgen, de talla antigua y corona de plata, mostraba el
corazón atravesado por las siete espadas del dolor. Pastora y Rosarito,
sollozando, cayeron de rodillas. En la lobreguez solemne del recinto,
los vivos colores y la alegría del traje andaluz hacían que parecieran
dos ramos de flores colocados al pie del altar.
Entretanto, el novillero descendía las escaleras repartiendo apretones
de manos. En la puerta de la calle había una gran aglomeración de
gente; en las rejas y los balcones, muchas mocitas de mantilla y
jacarandosos atavíos. Paco, con el capote sobre el hombro izquierdo y
el puro en la boca, afectando serenidad y despreocupación, ocupó el
principal asiento del coche; a su lado se colocó don Gaspar, y en los
asientos fronteros Míguez y Cuenca. Todos sentían como un mareo de
gozo y ansiedad. Gazpacho saltó al pescante, donde ya había colocado
las espadas y los capotes. Covacha, luciendo cordobés y terno nuevos,
requirió el látigo de larga tralla; tanteó las riendas, y el coche partió
entre los aplausos y los olés de la concurrencia. Las jacas parecían
ufanas bajo la gala del arreo andaluz y martillaban el suelo con ritmo
brioso y gallardo. El sol esplendente le ponía estofas y recamos de oro,
ya fúlgidos, ya mates, al pelaje sedoso de los nobles brutos; cabrilleaba
sobre los bordados cueros, las hebillas y las borlas de los arneses y
extendía sobre todas las cosas un espeso barniz de luz. Numerosos
coches seguían al de Paco, formando alegre cortejo. Cuando entraron
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en la calle de los Reyes Católicos, de las floridas rejas, de las manolas
que pasaban veloces, de los trenes, llovían olés y vivas. El torero iba de
continuo con la montera en la mano, saludando. Aquella pompa y
alarde de arrogancia, que en otro cualquier diestro hubiera parecido
inoportuno y petulante, se lo aplaudía el público a Paco porque había
sido siempre un señorito de tronío, y era, en aquel momento, el
dechado del mozo crudo y además la esperanza oculta de Sevilla en el
ruedo. Causaba gracia y emoción a una que fuera a medirse con los
fenómenos del arte, haciendo soberbia ostentación de su orgullo y
valentía, y como diciéndoles a las gentes: Aquí va el que mete el pie y el
que quita el hipo.»
‐¡Vaya rumbo y vayan hígados! ‐se decían los sevillanos al verlo pasar,
fumando su soberbio veguero, como si tal cosa.
‐¡Arza, Perica, arza! ‐gritaba de tiempo en tiempo Covacha, haciendo
restallar el látigo. Las niñas majas que pasaban en carroza volvían la
cabeza para mirar al torero. Algunas le sonreían. Brageli, que iba a
caballo, más ufano en su silla que un emperador en su trono, le gritó a
la pasada, quitándose el ancho en medio de una corveta:
‐¡Viva el lujo y quien lo trujo!
Paco sonreía, quitábase la montera, saludaba con la mano.
Experimentaba con fuerza inaudita el orgullo de vivir. Las
manifestaciones de simpatía del pueblo, la admiración de los hombres,
las sonrisas de las mujeres lo embriagaban. Iba dispuesto a no dejarse
quitar las palmas ni por el mismísimo beato Pablo; dispuesto a meter
miedo, a volver loca a Sevilla, a ofrecerle, jugando con la muerte, un
espectáculo inolvidable, único. Y, sin embargo, estaba tranquilo. En el
sentimiento de plenitud gozosa que lo embriagaba no entraba ninguna
sensación deprimente. Sabía que, por grande que fuese cl alarde
heroico que le pidiera a su corazón, éste habría de responder. No se le
pasaba por las mientes siquiera que pudiese quedar mal. Confiaba en
su estrella ‐había elegido para sí la más grande del firmamento‐ , y
sentía, no con la fe supersticiosa del jugador, sino con la seguridad de
la conciencia justa y neta del propio poder, que el triunfo sería suyo.
‐¡Arza, Perica, arza...! ‐seguía gritando Covacha, que en aquel instante
no hubiese cambiado su fusta por el cetro del rey.
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Un coche arrastrado por un soberbio tronco de tordos rodados, que
lucían el hierro de Romero, se adelantaba rápidamente La maja de
rumbo que lo ocupaba iba como en sueños, con los ojos ganchosos fijos
en la manola de Paco. Al pasar, sacó el esbelto busto fuera de la
victoria, y saludando al torero con el abanico gritóle, vibrante y
jubilosa:
‐¡Buena suerte, Paco...!
‐¡Adiós, Puriya! ‐contestó éste quitándose la montera e inclinándose
luego con ella puesta sobre el pecho; y, sintiendo emociones muy
dulces, siguió con ojos lumbrosos la mantilla que se alejaba aleteando
como una paloma blanca. Después pensó en Pastora, a tiempo que
contemplaba distraído las casas floridas, las hileras de árboles, los
vehículos que pasaban entre restallidos de látigos y música de
cascabeles.
Grupos de gentes gozosas y bullangueras se dirigían a la plaza. Los
vendedores de agua, helados, cacahuetes calentitos, avellanas,
almendras garapiñadas y pasteles rellenos aturdían con sus pregones;
los gritos de los cocheros les hacían coro.
‐¡Allá vaaa, arzaaa! ‐y pasaban llevándoselo todo por delante.
Los árboles vestían nuevas hojas, y el sol también parecía nuevo por la
fuerza con que brillaba. Alegre y Tabarda, vestidos ya de picadores y a
caballo, avanzaban con airoso continente y gesto despreocupado por el
medio de la muchedumbre, el barboquejo sobre la boca, la mano
derecha sobre la cadera.
‐¡Allá va eso...! ¡Arza, Perica, arzaaaa...! ‐continuaba vociferando
Covacha.
En la puerta del callejón que conduce a los chiqueros y al patio de
caballos se detuvo el coche. Paco les dio un fuerte apretón de manos a
sus amigos, y diciéndoles:
‐Aquí nos encontraremos al salir, ¡abur, señores! ‐entró en la plaza
seguido de Gazpacho, cargado con las espadas, las muletas y los
capotes.
‐De esa madera se hacían nuestros héroes ‐reflexionó don Gaspar.
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‐Y también nuestros santos y nuestros bandidos ‐añadió el pintor,
riendo.
‐Las astillas que necesitamos ahora, según dicen: los banqueros, los
industriales, los capitanes modernos, ¿podrán salir de ese palo?
‐interrogó Míguez.
Don Gaspar contestó poniéndose muy serio:
‐Paco, a su manera, es un estimulante de energías; un hombre
providencial.
‐Nadie sabe lo que nos hace falta ‐aseguró Cuenca‐; pero suscitar
entusiasmos, fiebres, ardores, no ha sido ni será nunca tarea baladí. A
otros les corresponde encauzar esas fuerzas.
‐He ahí el problema. ¿Qué nos hace falta? Si lo supiéramos, otro gallo
nos cantaría ‐suspiró don Gaspar.
Y los tres, discurriendo así, se mezclaron a la muchedumbre, torrente
humano que corría impetuoso al mar del redondel.
***
Ocuparon sus barreras del tendido número 2, que venían a quedar
donde los toreros colocan los capotes de lujo después del paseo de la
cuadrilla.
‐¡Vaya un lleno; no cabe en la plaza ni un alfiler! ‐aseguró Cuenca,
paseando sus ojos ávidos por las gradas y los palcos.
Y como siempre, trató de equilibrar en su retina las masas de color que
se le ofrecían a la vista: abajo, el amarillo y rojo del ruedo; en el medio,
la abigarrada coloración de la muchedumbre; en lo alto, el azul rabioso
del cielo, tamizado aquí y allá por nubes tan tenues y transparentes
que parecían finas puntillas sobre la seda del espacio. Las mantillas de
negros madroños o níveo encaje, las peinas jacarandosas, los claveles y
las rosas de fuego, los ojos gachones, las bocas de sangre y nieve
derramaban en los palquillos la sal y canela de Andalucía. Sobre los
antepechos de éstos, los mantones de Manila, extendidos, parecían
arriates de flores. Miradas pegajosas como moscas revoloteaban
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alrededor de los cuellos frágiles y los descotes mórbidos. El sol caía a
plomo sobre la arena trocándola en topacio fulgurante. Oíase como un
zumbido de abejas. De vez en cuando una exclamación graciosa, un
dicho oportuno hacía reír a la plaza entera. El aire hervía. Los abanicos
aleteaban en las palcos, y en los tendidos de sol las botas de vino
circulaban de mano en mano. Por aquella parte, la sombra de los
anchos les ponía negros antifaces a los rostros de los hombres. Los
mantones de talle y las blusas de las hembras destacaban sus colores
rotundos sobre la masa del público; los rebozos de espumilla negra
tenían reflejos tornasolados; las cabezas, cargadas de claveles
reventones, parecían vivas mariposas.
Desde la bóveda del patio de caballos Paco contemplaba el imponente
espectáculo de la plaza. Los otros toreros que discurrían por allí,
fumando y riendo, examinaban con respetuosa curiosidad al señorito
que metía el pie, y que tenía fama de traérselas dentro y fuera del
redondel. Su condición social, carácter enterizo, fama de rumboso y
hasta la manera de expresarse, firme y categórica, les inspiraba alta
consideración y así como un acatamiento tácito. Hasta el mismo Califa,
al hablar con Paco, se sentía cohibido, sintiendo, a pesar de su natural
soberbioso, que el más fuerte no era él, sino el chico de la nobleza.
«Ahora entra Pastora», se dijo Paco; «qué bonita está; no hay maja de
Goya ni de Fortuny que se le iguale», y vio que la garrida moza,
Rosarito y otra señorita, que no conocía, ocupaban la delantera del
palco, mientras el famoso ganadero se sentaba detrás. Paco frunció las
cejas. «A ése necesito yo meterle los monos en el cuerpo», pensó, y
apartando la vista siguió recorriendo los palquillos hasta divisar a la
Pura. Luego se abstrajo en sus pensamientos y cesó de ver. Pensaba en
mil cosas a la vez, y, sobre todo, en la rápida carrera que había hecho,
barajando el recuerdo de las luchas y las desazones de su peligroso
arte con los dulces nombres de Pastora y la Pura. «Pero vamos a ver»,
se dijo de pronto, «¿las quiero acaso a las dos? A Pastora no hay que
hablar; siempre la quise y consideré como novia. Y la sigo queriendo a
pesar de la oposición del padre. ¿Qué se habrá figurado ese tío? ¿Por
qué se obstina Pastora en que me corte la coleta, sabiendo que yo
necesito dinero, mucho dinero, entre otras cosas, para poder casarme
con ella? ¡Yo de príncipe consorte, en la vida, y con los humos del
papá...!, primero que me aspen. La Pura no exige nada. Estoy seguro
que me querría, fuese yo lo que fuese. Eso es querer, lo demás... Y yo,
¿la quiero? sí, no, no sé; es otra cosa, pero me tira, vaya si me tira, más
que...» Y pasando a otros pensamientos, prosiguió: «Con tal que el
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migueño no sea un buey asesino. ¡Bah!, de cualquier manera, le echaré
al otro mundo de una estocada hasta el pomo».
Los alguaciles, vestidos con la ropilla del tiempo de Felipe IV,
saludaron al presidente y fueron a ponerse a la cabeza de la cuadrilla,
ya formada. Sonó un paso doble muy alegre y popular, y empezó el
clásico paseo entre los aplausos y los gritos de la concurrencia. El ídolo
de Sevilla iba a la izquierda, a la derecha el ídolo de Córdoba, y en
medio, Paco, que, desde luego, llamó la atención por el tipo, la manera
graciosa de liarse el capote y el paso arrogante y garboso.
‐Mire usted qué bien camina, don Gaspar.
‐Ya lo veo; parece que fuera diciendo: «a templao no me gana nadie».
‐Y es verdad ‐añadió Cuenca‐. Quiera Dios que la suerte lo ayude hoy y
siempre para que cuajen las cosas serranas que ese muchacho lleva en
sí. Observe cómo balancea el brazo y saca el pie. ¡Vaya sal y señorío! ‐y
no pudiendo reprimir su entusiasmo, gritó, poniéndose las manos
junto a la boca para reforzar la voz:
‐¡Ooolé los señoritos valientes...!
‐¡Olé, olé! ‐repitieron en algunos puntos de la plaza.
Pastora y Rosarito lo veían adelantarse pálidas y trémulas. La Trianera
se había puesto en pie y lo miraba respirando ansiosamente. El
avanzaba con la cabeza erguida, el ceño un tanto fruncido y los ojos
clavados en la Presidencia. Al llegar bajo de ésta, los matadores,
juntando los pies y quitándose la montera, hicieron una profunda
cortesía; los banderilleros los imitaron; los picadores quitáronse el
castoreño, mostrando sus rostros de mozos crudos, los tufos
relucientes, los jopos gitanos. Y vino el cambio de los capotes de lujo
por los de brega. Paco le envió el suyo a Rosarito. Ésta y Pastora lo
extendieron sobre el antepecho del palco, y el público, que observaba
adónde iba a parar el capote del señorito, al verlas tan bonitas y
saladas, las aplaudió respetuosamente. Ellas se pusieron como dos
granadas; luego sonrieron y tornaron a sentarse.
Los picadores de tanda requirieron las garrochas, y al galope
desarticulado de los pobres pencos dieron una vuelta al ruedo. Volvió a
sonar el clarín; hubo algunos instantes de ansiosa expectativa, y saltó a
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la arena el primer bicho, un cárdeno de Orozco de regulares libras y
muchos pies. Era el toro que el ídolo sevillano le cedería a Paco para
darle la alternativa. Éste lo observaba con esa atención intensa con que
los espadas examinan las bestias que les corresponde matar. El toro
después de algunas carreras, se paró en los medios, desafiando. Paco,
adelantándose, lo citó, haciendo flamear el capote, y el toro se arrancó
como una exhalación; él lo dejó llegar, y le dio un quiebro con el capote
al brazo. Manoliyo intentó pararle los pies con algunas verónicas muy
ceñidas, pero el toro, demasiado boyante, se le fue; Paco lo recogió muy
oportunamente, lo lanceó de capa sin darle casi salida, y lo dejó en
suerte con una media verónica en que parecía llevar el hocico del
cornúpeto cosido a los pliegues del capote. Estallaron los aplausos. Sin
volver la cara el toro tomó ocho puyazos y despanzurró tres jacos. Los
matadores entraban a los quites con mucha valentía, y desde un
principio el público comprendió que se disputarían las palmas
encarnizadamente.
Los tres se las traen, se decían los entendidos.
En la última vara, Tabardillo cayó al descubierto; los matadores
acudieron al quite, pero no había por dónde entrar. El toro estaba entre
el picador, el caballo y la barrera, y volvía el temible testuz, ya hacia el
uno, ya hacia el otro. De pronto se arrancó sobre el picador. Paco, con
grande exposición, le tapó la cara con el capote y lo volvió hacia el
caballo a fin de sacarlo por allí; pero el bicho hundió los cuernos en el
vientre de la acémila, la levantó en alto, la dejó caer y se revolvió otra
vez contra Tabarda, que daba vueltas sobre sí, procurando alejarse del
peligro. Entonces el Califa saltó por encima del penco, le pegó una
sonora palmada al toro en el anca, lo hizo volver y girar pegándose a
las costillas del cornúpeto, y abanicándolo con el capote se lo llevó a los
tercios, donde, después de un ceñidísimo recorte, que dejó al toro
como clavado en la arena, le volvió las espaldas casi entre los cuernos,
y sin cura de lo que dejaba detrás echó a andar lentamente hacia la
barrera, entre los aplausos atronadores del público.
En un periquete los banderilleros de Paco le adornaron al toro el
redondo morrillo con tres pares de rehiletes. Tocaron a matar, Manolo
se dirigió al novillero con el estoque y la muleta para cedérselos, según
el rito acostumbrado, y darle, con aquella ceremonia, la alternativa de
matador de cartel. Paco le salió al encuentro. Cuando estuvieron frente
a frente, se cuadraron y quitaron la montera.
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‐Señorito Paco ‐dijo el ídolo sevillano presentándole los trastos de
matar‐, que tenga usted mucha suerte con los toros, y que no le den
sino gloria y dinero.
‐Gracias, Manolo; lo mismo te deseo a ti ‐contestó el mozo, tomando la
espada y la muleta.
Luego se dieron un fuerte apretón de manos, y Paco se dirigió a la
Presidencia para brindarle su primer toro.
Al verlo plantado casi debajo de su palquillo, y en trance de ir a jugarse
la vida, Pastora palideció y cerró los ojos.
‐¡Por Dios, no te pongas así, mira que te ve! ‐le dijo Rosarito,
cogiéndole una mano.
Pastora se la oprimió nerviosamente y cubriéndose el rostro con el
abanico, murmuró:
‐¡Rosarito, Rosarito, me siento morir!...
‐Yo también, Pastora; pero hay que tener valor.
Cuando Paco, después de brindar tendió el brazo con la montera en la
mano y descubriendo un rapidísimo círculo la arrojó a lo alto por
detrás, dando una violenta vuelta sobre sí para lanzarla con más
ímpetu, las dos señoritas majas, haciendo de tripas corazón, se
incorporaron y aplaudieron. Salero y el Templaíto corrieron al toro y lo
dejaron en suerte. Paco avanzó hasta el cárdeno y se cuadró frente a él,
con los pies juntos. Lentamente, haciendo alarde de valor y confianza,
retiró el estoque de la muleta, y desplegándola en la cara del bicho,
aguantando mucho y llevándolo siempre empapado en el trapo, sin
abrirse de piernas casi, le dio un pase redondo en el que pareció liarse
el toro al cuerpo como una faja, rematando con otro de pecho forzado,
que levantó al público y lo hizo prorrumpir en delirantes
exclamaciones. En medio del tumulto se oyó una voz estentórea que
decía:
‐¡Apareció, al fin, el gachó del arpa...!
‐¡Pero qué valiente y fresco es este chico! ‐exclamó don Gaspar‐. Tenla
usted razón, Cuenca; su toreo no se parece al de nadie ‐y viéndolo
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muletear siempre metido en el terreno del toro y salvándose de los
derrotes como por milagro, añadió:
‐Verdad que mete miedo. Yo nunca he visto pararle así a los toros. Mire
usted, el torero y el toro hacen un lío. Que lo va a coger. ¡Ole!, otro pase
de pecho..., un natural, un molinete entre los cuernos. ¡Jesús, qué
barbaridad...!
‐¿Y eso?, ¿y eso? ‐repetía Cuenca a cada pase.
El toro quedó igualado. Paco lió la muleta. Algunos aficionados se
pusieron en pie comprendiendo que iba a suceder algo gordo.
‐¿Recibe hoy el señorito? ‐gritó un guasón.
Paco, sonriendo, volvió la cabeza e hizo un signo afirmativo. Los dos
fenómenos del toreo salieron de la barrera, dando visibles muestras de
inquietud. Intensa emoción se apoderó del público. Reinó un silencio
preñado de ansiedad. Paco se perfiló como si estuviera delante de un
espejo, levantó el estoque a la altura de la cara, inclinó un poco la
cabeza sobre el hierro, y después de algunos instantes citó
resueltamente, adelantando la pierna izquierda y metiéndole al toro la
muleta en los mismísimos hocicos.
‐¡Anda, valiente...!
El toro se arrancó empapado en la muleta. Paco, juntando los pies y
haciendo la clásica cruz, lo vació con extraordinaria limpieza,
dejándole en los rubios una estocada hasta la taza que hizo rodar al
bicho como una pelota, mientras él quedada inmóvil y con el brazo
derecho levantado en actitud gladiadora. Y la masa humana estalló en
un tumultuoso clamoreo. Los cigarros y los sombreros caían a los pies
del novel matador, que, pálido, pero sonriente, se dirigía a la
Presidencia, saludando a uno y otro lado.
‐Apareció el gachó del arpa, boca abajo too er mundo ‐repetía la voz
estentórea.
‐Sevilla tiene un matador de toros ‐vociferaban otros.
Rosarito y Pastora se cubrieron el rostro con el abanico para ocultar
las lágrimas, lágrimas de gozo, lágrimas de amor...
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‐¡Paco, Paco, Paco!... ‐murmuraba la Pura extenuada.
Cuenca y Míguez habían enronquecido a fuerza de tanto gritar.
‐¡Señores ‐exclamó don Gaspar radiante de júbilo‐, si pudiéramos
meter en la vida esta emoción, esta fiebre!... ¿Qué tendrá este redondel
mágico para exaltarnos así?
‐Yo lo siento, lo sé; pero no encuentro palabras para decirlo ‐respondió
el pintor‐. Ese círculo nos transfigura, nos sublima porque reviven en él
acaso las energías y las virtudes de nuestro heroico pasado; todo
aquello que nos hizo grandes y fuertes.
‐En este momento todos deliramos, todos nos sentimos capaces de
cargarnos al mundo y sus arrabales ‐agregó don Gaspar, aquilatando el
entusiasmo del público‐. Mire usted esos rostros. Sólo a los héroes y a
los grandes artistas les es dado suscitar emociones semejantes.
‐Sí, sí; esto no es jojana; esto no es cosa baladí; de aquí puede que salga
un día el trueno gordo, lo que va a despertarnos de un largo sueño.
Tienes razón, Cuenca. Los que suponen que este delirio es sólo
barbarie son unos pobres mentecatos ‐aseguró Míguez, contemplando
la alborotada turba.
Mientras las mulas arrastraban al toro y a los caballos muertos, Paco,
montera en mano, daba una vuelta al ruedo, saludando a la multitud
que lo aclamaba. Ya había salido el segundo toro, y todavía duraba la
ovación. Paco saltó la barrera y se acercó a sus amigos, que le
estrecharon la diestra efusivamente.
‐Darme un trago, que me muero de sed.
Cuenca le alcanzó la bota, muy pequeña y cuca, que siempre llevaba a
la plaza.
‐Paco ‐le dijo don Gaspar‐, has quedado como los propios dioses. Por
fin puedo asegurar que he visto recibir con todos los sacramentos,
como está escrito en la biblia del toreo. Chico, te debo una tarde
inolvidable.
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‐El toriyo era muy noble, don Gaspar ‐contestó negligentemente Paco,
fijando los ojos en el Califa que en aquel instante remataba un larga de
gran lucimiento‐. Vaya un torerazo, ¡qué hecho se lo trae todo! Digan
ustedes que no ha habido un torero más completo desde que se lidian
toros. Y no olvido a Frascuelo ni a Lagartijo.
A todas luces, el Califa venía dispuesto a demostrarle a Sevilla que él
era el amo. Toreaba entre los pitones, saliendo limpio y airoso siempre;
entraba a los quites con gran valentía; jugaba con los toros, y quieras
que no, le arrancaba nutridos aplausos al público, que había venido
dispuesto a silbarlo. El sevillano también apretaba de firme; pero ni
aun esforzándose y exponiéndose a tomar una cornada, saliendo
trompicado a veces, lograba hacer lo que el otro, sin esfuerzo ni
exposición, aunque toreaba muy cerca y quieto. Y cuando el cordobés,
luego de banderillear él solo a su primer bicho con tres pares que ni
bordados, lo toreó de muleta magistralmente, y entrando a matar,
corto y por derecho, lo despachó de un volapié monumental, todos
comprendieron que no había que hacer, que nadie podría arrancarle el
cetro al coloso de Córdoba, y el favor del público cambió mostrándose
hostil al diestro que habla defraudado las esperanzas de Sevilla. Todas
las palmas eran para el Califa. A Paco mismo no le aplaudieron como
merecía su trabajo en los quites, ni los prodigios de valor que hacía
para no quedar deslucido junto al maestro. La gente, enloquecida con
los adornos, elegancias y temeridades de éste, parecía haber olvidado
la estocada recibiendo de Paco, la suerte que por falta de hígados,
según decían los entendidos, ya no ejecutaba ningún estoqueador.
Antes de salir el sexto toro, el pobre Manolo, sentado en el estribo de la
barrera, lloraba de despecho. Paco pasó por delante de él, rugó las
cejas y colocándose en los tercios de la plaza esperó la salida del toro
que le tocaba matar. Era un pavo de seis yerbas, tan grande como
cornalón.
«¡Vaya una perita en dulce que me ha echao mi suegro!», se dijo, y
volviéndose hacia el palco del ganadero quedóse mirando en aquella
dirección con ojos retadores.
El toro salió barbeando las tablas y casi coge al Templaíto, que le tiró el
primer capote. Cortaba terreno, no hacía caso del engaño, se iba al
bulto. Los peones sólo podían correrlo de burladero a burladero. El
marrajo se colaba por debajo de los percales.
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Parecía toreado; el público, que estaba en antecedentes de lo que había
pasado entre el ganadero y Paco, lo creyó así y empezó a protestar.
«Este niño es capaz de echarme el público encima», pensó el
excelentísimo señor de Míguez, tratando de ocultarse detrás de Pastora
y Rosarito.
‐Padrino, ¿le ha enseñado usted latín al toro para que hable con Paco?
‐interrogó ésta última con mucha sorna.
‐Le echao un toro con toda la barba para que se luzca ‐respondió el
ganadero, muy quemado. ‐Por mi parte, le agradezco la intención.
‐Papá, me parece que esta tarde te cargas la gran bronca ‐exclamó
Pastora, riendo.
Pepe Míguez, avergonzado de la charranada del padre, bajaba la
cabeza.
Paco, mordiéndose los labios, miraba ya al toro, ya al palco del
ganadero. De pronto el jabonero se le arrancó. Parecióle al mozo que se
le venia encima una montaña. Se abrió de capa y le dio un lance sin
moverse, a pesar de que el toro se acostaba; al segundo salió
trompicado, y cayó de espaldas. Revolvióse el toro y le hubiera
empitonado sin la oportunísima intervención del cordobés, que
literalmente le envolvió la cabeza con la capa y se lo sacó, pero también
sufrió una colada, y esta vez fue Paco, que ya se había puesto en pie, el
que estuvo al quite. El público les hizo una gran ovación, armándole
luego una bronca al ganadero. Muchos increpaban al presidente, y le
pedían que volviese el buey asesino al corral. Paco, pálido de ira, le
hacia señas al público de que se calmase y dejara al toro en la arena.
Para cortar por lo sano, le tiró al bicho la montera y lo esperó con los
brazos cruzados. La muchedumbre, sobrecogida por aquel acto
temerario, enmudeció.
‐¡Dios nos asista! ¿Qué va a hacer ese chico? ‐exclamó don Gaspar,
incorporándose.
‐Pues darle un quiebro ‐respondió Cuenca.
‐¿A ese toro ladrón? Imposible, lo va a coger...
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‐Ahora verá usted lo que es quitar el hipo.
‐Yo no quiero verlo ‐declaró Míguez, cerrando los ojos.
El toro se había arrancado con las de Caín. Paco, vibrante de coraje, lo
veía venir. La seda y el oro del traje de luces brillaban menos que los
ojos del torero. «Vente, vente por uvas, que yo te voy a dar lo que te
hace falta, ladrón», pensaba viéndolo llegar, y en la mismísima cabeza
le dio tan rápido y ceñido quiebro que el toro, perdiendo el equilibrio
al derrotar, cayó de costillas. El mozo, rápidamente, reculó algunos
pasos y esperó otra vez a pie firme. El toro tornó a arrancarse; Paco lo
dejó llegar casi hasta él y le dio otro quiebro por el lado contrario. El
toro se fue de hocicos sobre la arena; al pararse quedó jadeando con la
lengua fuera. El griterío de la electrizada multitud ensordecía. Paco, sin
oír, sintiendo hervirle la sangre en las venas, les gritó a los picadores:
‐¡Duro con él y no olvidarse de lo dicho!
Alegre se adelantó al toro templando el palo, y cuando estuvo en
suerte, lo volvió, no sin gran estupefacción del público, recibiendo el
encontronazo con el regatón. El toro suspendió al jinete y al caballo en
el aire, y como una masa informe los arrojó contra la barrera. Tabarda
también le volvió el palo al jabonero, y sufrió un terrible porrazo, del
que quedó tendido en la arena sin conocimiento.
‐¡Picadores, picadores! ‐gritaba el público delirante.
Alegre tornó a montar, se escupió la mano, arrojó el castoreño al
tendido, y gritando Vaya por ustedes, se adelantó al toro paso a paso,
con grande estilo, y tanto se echó sobre el palo para castigar, esta vez
de veras, que al caer el penco con las tripas colgando, cayó él sobre los
morrillos del toro. Los dos matadores entraron al quite. Viendo al
picador en el suelo y en inminente peligro, el Califa se fue a la cola y
Paco se colgó de un cuerno.
‐¡Ole los valientes!, a ese gachó no hay quien se la gane ‐gritó un chulo.
Lejos de intimidarlos el tremendo poder del toro y las terribles caídas
que daba, los varilargueros, enardecidos, se disputaban los puyazos
como los matadores los quites. Caía un picador y ya estaba el otro en
suerte. El toro, furioso, seguía destripando pencos. La plaza se venia
abajo de aplausos. Las rosas de sangre florecían en la arena y en los
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pómulos de la afiebrada turba. Una racha de exaltación heroica
dilataba los pechos y ponía en las bocas un gesto trágico.
‐¡Duro, duro con él, que ya es nuestro...! ‐les gritaba Paco a los
picadores.
E iban los ardorosos jinetes a la cara de la fiera, y se hundían los
cuernos en el vientre de los jacos y las garrochas en los morrillos del
toro.
‐¡Caballos, más caballos...! ‐seguía gritando el público, ebrio de
emoción.
Después de un lucido recorte, el Califa quitóse la montera, y, sin
soltarla, se la puso al toro en el testuz, permaneciendo en aquella
arriesgada posición algunos instantes. Era una temeridad tratándose
de aquel bicho, que sólo quería coger. En el quite siguiente Paco
aguantó tanto al darle una verónica, que el toro hizo un cerrado círculo
en torno del mozo, tirándole cornadas. Al rematar la suerte,
aprovechando el destronque que sufría el jabonero, hincó una rodilla
en tierra y le rascó la frente.
En los palcos, los tendidos y las barreras la gente gritaba frenética,
como poseída por furiosa locura. Cuando tocaron a banderillas
quedaban seis pencos en la arena florida. El cordobés le cogió la diestra
a Paco, y juntos, saludando al público, que los aclamaba, fueron a
sentarse al estribo.
El toro, que gracias a la faena de los matadores habla estado bravo,
aunque asesino, en el primer tercio de la lidia, volvió a mostrar las
aviesas intenciones de la casta. Salero y Templaíto por más que
hicieron, sólo lograron clavarle medio par de banderillas cada uno, y
eso a la media vuelta y saliendo de naja Por delante no había quien le
entrase. Paco observaba atentamente la faena del toro. El Califa y
Manolo, también.
Sonó el clarín. Gazpacho le presentó al matador la muleta y el estoque.
‐Dame la tizona ‐le dijo Paco.
‐¿Qué va usted a hacer con ese avechucho? ‐le preguntó Manolo.
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‐Primero, brindárselo a mi hermaniya; después, veremos.
Manolo y el Califa se miraron sorprendidos.
‐Mire usted que el toro está jecho un ladrón ‐observó este último‐.
Échelo afuera de un golletazo; no merece otra cosa.
‐El animalito sólo pide que se le arrimen ‐respondió Paco, buscando
con los ojos a su hermana.
En los tendidos, comprendiendo que iba a brindar, cosa que sólo los
matadores hacen cuando los toros son muy nobles y creen posible
lucirse, se preguntaban las gentes si el temerario mozo habla perdido
el juicio. Éste plantóse debajo del palco del señor Míguez, juntó los
pies, y con la montera en alto, y el cuerpo arrogantemente echado
hacia atrás, subrayando cada frase con un movimiento del brazo, dijo,
con voz firme y potente:
‐Rosarito, hermaniya: brindo por España, la bien plantada del mundo;
brindo por las hembras salerosas y los mozos crudos de mi tierra, y
¡ole!, por tus amores y por los míos ‐y arrojó la montera, con tal
ímpetu, que fue a dar contra la baranda del palco.
‐Nunca he visto ni más valentía ni más arrogancia ‐declaró don Gaspar.
‐Paco es así, lo hace todo metiendo el pecho y de poder a poder ‐dijo
Cuenca‐. Cuando a un hombre de estos lo acompaña la suerte, se traga
al mundo.
El toro estaba en los medios, dominando el redondel con su fiereza.
Paco pronunció la frase sacramental:
‐¡Fuera todo el mundo!...
Y se fue a él con los trastos de matar en la mano izquierda. Salero, a
pesar de la orden dada, intentó seguirlo, y entonces Paco, volviéndose,
insistió:
‐Fuera he dicho.
Manolo y el Califa hablaron algo y lo siguieron a cierta distancia. Don
Gaspar, Cuenca y Míguez se habían parado inquietos.
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‐Pero ¿qué va a hacer este chico? ‐repetía don Gaspar.
‐¿Por qué no le corren el toro? ‐preguntaban algunos.
‐No ha querido ‐respondían otros.
‐Quiere probarle al ganadero lo que es la vergüenza torera, y se lo
probará ‐aseguró un espectador, dirigiéndose a los que hablaban
detrás de él.
Y los tres amigos, ansiosos, vieron que Paco, muy tranquilamente, sin
apresurarse, llegaba a la cabeza del toro y se plantaba frente a él como
si fuese de madera.
‐No cabe más frescura ‐exclamó don Gaspar‐. Este chico se me antoja el
valor de la mismísima España de Carlos V y de los Conquistadores ante
el peligro y la muerte.
El toro miraba encampanado aquella cosa inmóvil y refulgente que
tenía delante. De pronto, lanzando un bufido, dio media vuelta,
alejándose algunos pasos; luego, volviéndose, se encampanó otra vez.
Paco permaneció quieto.
‐Ha asustao al toro ‐repetía, riendo, la gente.
Paco, acercándose lentamente, lo tanteó con la izquierda; el toro dio un
paso atrás. Cambió la muleta de mano y se la metió en el hocico; el toro
reculó otro paso; no tomaba el trapo; tenia los ojos fijos en el vientre
del torero. Éste, notándolo, sonrió y se dijo: «Si tú sabes latín, yo
también; verás, ladrón», y tapándole la cara totalmente con la muleta,
al propio tiempo que, por debajo de ella, le pegaba un sonoro puntapié
en el hocico, gritóle:
‐¡Vente, alma mía!...
El bicho dio una arremetida feroz. Paco se lo echó por delante, se pegó
a las costillas y ya no se desprendió de él. A cada muletazo le crujían los
huesos al animal, que se revolvía furioso tirando terribles derrotes.
Diestro y toro formaban una epiléptica pelota. Los adornos y cabos de
la chaquetilla volaban por el aire; el trapo subía y bajaba
impetuosamente.
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‐Ya se ha apoderado de él, ya es suyo ‐gritaba Cuenca fuera de sí‐. ¡Viva
España, que es inganable!
Un clamoreo ensordecedor estalló en las barreras, en las gradas, en los
palcos. Los olés y los vivas reventaban como bombas. Aquella faena,
nunca vista, parecía una pelea de perros. Y seguían volando los
adornos y los cabos. Media chaquetilla flameaba en jirones. Una
rasgadura de la taleguilla dejaba ver los calzoncillos blancos. Después
de un muletazo de mucho castigo, el toro quedó quieto e igualado.
Paco, sin apresurarse, lió, se perfiló, se echó el estoque a la cara, y
entró a matar con ímpetu, al mismo tiempo que el toro embestía, y se le
vio acostarse sobre el morrillo, hundir el estoque hasta las péndolas en
la carne blanda y caer de rodillas del encontronazo. La fiera se revolvió,
buscándolo. Paco, en vez de levantarse, ebrio de bravura, presa del
vértigo heroico, sintiendo acaso que había llegado el momento de darle
a Sevilla el espectáculo de la valentía soberana que esperaba de él,
abrió los brazos en cruz y mondó el pecho en actitud de supremo
desafío. El toro humilló y engendró el viaje. Los rostros se
desencajaron, los ojos se salieron de las órbitas. Oyéronse
exclamaciones, juramentos, gritos de horror, y en seguida un jubiloso y
delirante clamoreo. El toro había rodado por tierra y quedado con las
cuatro patas en el aire; el torero estaba en pie, erguido, ceñudo, fiero
como Don Juan delante del Comendador. Y como si aquella
muchedumbre frenética hubiese establecido, repentina y
distintamente, la relación íntima entre la bravura arrogante e
indomable del Burlador y la valentía retadora del descendiente de los
vizcondes de Miranda, alguien gritó primero, y mil bocas repitieron
después, esta frase que fue rebotando por todos los ámbitos de la
plaza:
‐¡Don Juan Tenorio ha resucitao...! ‐mientras los admiradores más
entusiastas se arrojaban a la arena y corrían hacia el matador para
levantarlo en hombros.
A Paco le parecía que el compacto y revuelto gentío que lo aclamaba
era una sola criatura, un monstruo enorme, un monstruo de mil
cabezas, con mil ojos fulgurantes, con mil bocas sanguinosas y un solo
corazón, que él, Paco, había hecho palpitar y que palpitaba por él.
martes, marzo 19, 2013
CARLOS ALBARRÁN "EL BUÑOLERO"
Uno de los personajes más singulares en el Madrid Taurino del siglo XIX, cuya vida abarca los últimos años de la Plaza Vieja de la Puerta de Alcalá y muchos de los de la Plaza Nueva de la Fuente del Berro fue el chulo de toriles de ambos circos taurómacos, famosísimo personaje llamado Carlos Albarrán, más conocido por su apodo de ‘El Buñolero’, cuyo reinado sobre el cerrojo de la puerta de los chiqueros de Madrid abarcó desde el de Fernando VII hasta el de Afonso XII.
Había nacido en Madrid el 28 de noviembre de 1819, siendo bautizado en la parroquia de san Marcos. Durante sus años mozos practicó el oficio que le valió el apodo. A la edad de veinte años le contrataron en la plaza de la Puerta de Alcalá para arrastrar las tripas de los caballos y para entregar las banderillas a los toreros y ahí comenzó su relación con la plaza, que duraría hasta el fin de sus días. Antes había probado a ponerse delante de los toros, ajustándose como banderillero en las cuadrillas de principiantes capitaneadas por Gabriel Caballero, Patolas, y Manuel Vidales, el Pintor. Salía, según su propia confesión, algunas veces a poner banderillas a novillos embolados o en mojigangas, pero sea por miedo, por falta de facultades o por ambas cosas, decidió que aquello no era lo suyo y ‘cuando me percaté de que no servía pá torero, me agarré al cerrojo’
Sobre su estilo de banderillero, nos queda el relato del escritor Luis Pinto Casanovas, Marrano, recogido por Cossío: “Era de ver las grandes ovaciones que recibía cuando entrando a parear, como disparado y sin fijar al morucho, ponía un gran par de banderillas en la arena, midiéndola alguna vez con su persona torera”.
Volvió brevemente a los buñuelos, a los que él llamaba ‘muñuelos’ y cuando, en 1843, se retiró de chulo de toriles el célebre mono Ramón Bonillo [1], Ramoncillo, tomó Carlitos Albarrán bajo su responsabilidad el cerrojo de los chiqueros para no soltarlo ya hasta su jubilación en 1903, tras sesenta años de servicio. Se dice que dio salida a más de dieciocho mil toros, que intervino en más de tres mil corridas y que fue testigo de la alternativa de ciento y un matadores de toros, desde Cúchares hasta Vicente Pastor.
Refiere don Antonio Cañabate que Carlitos Albarrán ‘recogía la llave al alguacilillo dándole un recorte con la montera con una gracia que a veces arrancaba una ovación. Y la puerta del toril la abría templándola para que el toro no se ofuscara con la rápida inundación de luz y saliera con toda su pujanza. Y en ocasiones el toro, de un testarazo, terminaba con la suavidad’
Durante buena parte de su vida estuvo afincado en el barrio de Chamberí y después, ya anciano, en el de La Prosperidad. Tuvo diez hijos, de los que murieron seis, catorce nietos y dos biznietos. Él fue quien abrió la puerta para que saliesen a la arena los toros que acabaron con la vida de Pepete, de Llusío, de El Pollo, de El Espartero. Él soltó los toros a Desperdicios, a Cayetano Sanz, a Lavi, a Cúchares, a Cara Ancha, al Gordito, a Bocanegra, a Hermosilla, a Lagartijo, a Frascuelo. Todos a los que don Natalio Rivas llamó ‘Toreros del Romanticismo’ mataron los toros que les soltó el Buñolero, igual que los grandes picadores de esa época: Chola, el Naranjero, el Francés, los Calderones, Charpa, los Trigo, Chucho o Juaneca. Los menguados emolumentos que cobraba, se completaban con la generosidad de los toreros:
-Tato, Cúchares, Hermosilla... daban media onsa.
En la época en que D. José María Herreros fue Administrador de la Plaza de Madrid el Buñolero fue, además, su ordenanza, añadiendo ésa ocupación a la que ya venía desempeñando referente al reparto y fijación de carteles no solo de los relativos a las corridas a verificarse, sino también los avisos de la Empresa que se fijaban ‘en los sitios de costumbre’, en expresión de la época. Con este cometido obtenía también algunas gratificaciones en especie que le daban en los establecimientos de vinos en los que colocaba los carteles.
Se ocupó también junto con Antonio Box, Antoñeja, y Mariano Medrano El Medrano de la tarea de organizar mojigangas, funciones cómicas con novillos que, en los tres primeros tercios del siglo XIX, tuvieron gran éxito entre el público y cuyos títulos eran tan sonoros como: ‘El médico y el enfermo’, ‘Congreso de gitanos’, 'Las lavanderas del Manzanares' o ‘Los gallegos toreros’. Antes había sido también el encargado de conducir las traíllas de perros con que se azuzaba a los toros mansos y de utilizar la media luna para desjarretar los toros que no podían ser muertos a estoque por su matador y, cuando se abolió tal práctica, se encargó de exhibirla desde la barrera en símbolo de que el matador de turno no había podido acabar con la vida del toro, equivalente a lo que en nuestros días sería el tercer aviso[2].
El mayor percance de su vida ‘torera’ lo sufrió el día 1 de julio de 1860 en la Plaza de la Puerta de Alcalá. Se lidiaron esa tarde cuatro toros de don Vicente Martínez y otros cuatro del señor Marqués de Saltillo. Uno de los Saltillo, el toro Tejón, negro bragado y corniabierto, saltó al callejón cerca de la puerta de Madrid, próximo al sitio donde estaba el Buñolero, tomando viaje hacia él. Ante la imposibilidad de resguardarse, trató de huir subiéndose al tendido 1, pero cuando estaba agarrado a las maromas para trepar, el bicho hizo por él y lo derribó. De todo lo que le podía haber hecho, sólo le ocasionó la rotura del brazo izquierdo en el tercio superior, de la que tardó bastante en curar. Al toro lo liquidó El Tato de una estocada arrancando.
El día 14 de junio de 1896 tuvo el honor de franquear la puerta a un tocayo suyo, el toro Buñolero, número 44, de Ibarra, negro zaino y delantero de cuerna a quien Ricardo Torres Bombita se encargó de enviar al otro mundo.
También hizo Carlitos sus pinitos en la escena. Fue contratado junto con El Medrano para intervenir en el estreno de “El padrino del nene o todo por el arte”, sainete cómico con música de Manuel Fernández Caballero y letra de Julián Romea, en el que interpretó su propio papel. El estreno tuvo lugar el día el día 29 de noviembre de 1896 en el Teatro de la Zarzuela con gran éxito. En ‘El Liberal’ firma la crítica ‘Desde la barrera’, al estilo de las críticas taurinas, el mismísimo Don Modesto, don José de la Loma.
Gozó de la amistad de Ignacio Zuloaga, el Pintor, que le retrató en 1901, cuando el torilero contaba la edad de ochenta y dos años, con el traje de luces que se ponía para las corridas, con más años que él, negro y con el oro de una tonalidad ‘que daba gusto pintarlo’.
El Buñolero, por Zuloaga
A Zuloaga debemos el relato, recogido por Cañabate, de las cuitas que le hacía pasar Currro Cúchares a Albarrán cuando le pedía que le trajese el estoque de descabellar:
- ¡Carlitos, dame la espá de descabellar! ¡Anda, deprisa, que si no este marrajo me va a dar que hacer!
- Y yo le llevaba la espá. Pero él, en lugar de venir a cogerla, no se separaba de la cara del toro.
- ¡Ven acá, Carlitos, que no te va a pasar ná, que estoy yo aquí para hacerte el quite si se fija en tus hechuras!
- Y yo iba con la espá. Y cuando me veía a su lao obligaba al toro a arrancarse y yo tiraba la espá y salía de naja, como usted supondrá. Y Cúchares se reía a más y mejor y el público también.
Cayetano Sanz descabellando retratado por Laurent. A la derecha de la fotografía, sin capote,
están situados El Buñolero y los chulos Ramón Archidona El Maca y Antonio Box Antoñeja
A lo largo del tiempo su sueldo fue cambiando desde los 20 reales por corrida de sus principios hasta los tres duros, la mitad de esa cantidad en las novilladas, de sus últimos tiempos. Fue un hombre dulce y afable que mantuvo a su innumerable prole con sus menguados ingresos y que no duda en aportar 20 reales de vellón, su sueldo entero, en la media corrida extraordinaria celebrada el 24 de octubre de 1865 a beneficio de los pobres coléricos de Madrid.
En la corrida celebrada el día 2 de agosto de 1903 descorrió por última vez el cerrojo del chiquero. El último animal al que franqueó la salida al ruedo fue el novillo Chimeneo, de don Antonio Guerra, de Córdoba, berrendo en negro, botinero y delantero de pitones, que mató Manuel García, Revertito, por cogida de Emilio Soler, Canario al recibir de capa a su primero. En la siguiente corrida que se celebró, el día 9 de agosto, recogió las llaves del toril de manos del alguacilillo, pero ya no abrió el portón. En atención a sus largos años de servicio se le mantuvo de por vida su estipendio, que siguió cobrando regularmente al día siguiente de cada corrida. Su sustituto fue el puntillero y jefe de monosabios Antonio Sierra. Falleció en Madrid a las cinco de la mañana del día 27 de febrero de 1910, a los noventa años y tres meses de edad.
A la vuelta de la esquina están ya José y Juan. Con ellos llega el toreo moderno.
[1] Pocos datos se hallan sobre la biografía de Ramoncillo. Encuentro este suelto que reproduzco a continuación y que habla de la decencia del chulo.
[2] Reglamento de Madrid, 1880: “Transcurridos quince minutos, hará una señal el Presidente y el toque de un clarín anunciará haber pasado dicho tiempo y servirá para que el espada se retire al estribo, y que el puntillero saque y muestre al público desde el callejón la media luna para ludibrio del espada, pero no hará uso de ella por ser este un acto repugnante”
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