XI.
Cuenca tornó a subir a las habitaciones superiores. Los chicos de la
cuadrilla y varios amigos estaban en el comedor; el señor Míguez, su
hijo Pepe y algunos señores de fuste, entre ellos el Obispo, el Capitán
General y el Gobernador, en la sala, y junto a la cabecera de Paco,
Rosarito y Pastora. Muy temprano, estando acostada todavía, recibió
ésta la noticia por boca de Pepe, a quien Cuenca le había escrito
comunicándole lo ocurrido. La moza lanzó un grito, llevóse las manos
al corazón y se desmayó. Luego, ya repuesta, sin curarse de la
presencia de su hermano, se arrojó de la cama y empezó a vestirse de
prisa y corriendo.
‐Yo no sé si está bien lo que haces, Pastora ‐le dijo Míguez camino de la
casa de Paco.
‐Yo lo sé, Pepe; está muy bien.
‐Papá se pondrá hecho una furia.
‐Pues que le den un caldo. Mi novio se muere y a cuidarlo voy. Mientras
esté grave, no me separaré de su lado ni de día ni de noche. Papá se
opuso a que Paco me hablase, pero no pudo hacer que mi corazón no lo
quisiera. Lo quise y lo quiero, ¡ea!, ¡lo demás son cuentos!
‐Pastorita, no desbarres. Primero y principal, tú no eres la novia de
Paco, sino la novia del marqués de Peñablanca; segundo, tú no eres
libre, no puedes hacer lo que te dé la real gana.
‐Para mí, Paco siempre fue mi novio. Al marqués nunca lo pude tragar.
Papá lo sabia; si hay escándalo, la culpa será suya. En cuanto a lo de no
ser libre, te equivocas, Pepe. Tengo veintitrés años, y la firme voluntad
de disponer yo sola de mi corazón.
‐Escucha, hermaniya; haz lo que quieras, pero a mi no me metas en líos
‐replicó Pepe, que, a la buena de Dios, era muy egoísta cuando se
trataba de su tranquilidad‐. Que no sepa papá mi participación en esta
fuga, porque esto es una fuga con todas las de la ley; desacato de la
autoridad paterna, abandono del hogar y el resto, que es lo peor...
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‐Nada de mentirolas ‐interrumpió la moza‐. Así que me dejes en la casa
de Paco, te vas a la nuestra y le comunicas a papá mi resolución.
‐Eso es, para mi el hueso de la corrida...
‐Haz por mi, Pepete, lo que yo he hecho por ti en tantas ocasiones.
Rosarito te lo agradecerá.
‐¡Todo sea por Dios! ‐concluyó Míguez convencido con el último
argumento‐. Si Rosarito y tú creéis que está bien hecho lo que haces,
bien estará. Ustedes saben más de esos tiquis miquis que yo. Te
confesaré que si no fueses mi hermana, tu arranque me parecería muy
castizo, muy salao, y te diría: ¡ole las niñas sabiendo querer!
‐Ahora pídele a Dios que salve a Paco, porque, de lo contrario, te
quedas sin hermana; tomo los hábitos.
‐¡Qué estás diciendo, mujer!
‐Lo que oyes. Algo me dice que yo tengo la culpa de lo que sucede. Yo
debí permanecer erre que erre en mi querer.
Al desembocar en la callejuela donde se levantaba la casa de Paco, le
dio a Pastora un vuelco el corazón. La calle estaba cubierta de paja.
Apiñada multitud estacionada frente a los balcones; mujeres del
pueblo rezando, pasaban en hilera por delante de la puerta, que
guardaban Covacha y Gazpacho. Los hermanos llegaron a ella llenos de
angustia y ansiedad.
‐¿Qué hay, Dios mío? ‐acertó a preguntar Pastora, más muerta que viva.
‐Aquí estamos esperando lo que Dios quiera que sea. El señorito sigue
igual. Suban ustedes, suban ‐respondió Covacha.
La moza estuvo a punto de desvanecerse, y se agarró a su hermano
para no caer. La cabeza le daba vueltas, el corazón se le salía por la
boca. Los señores que había en el zaguán, el patio y la escalera, le
abrieron paso muy solícitos, descubriéndose muchos de ellos
respetuosamente, como en signo de aprobación. Todos conocían los
contrariados amores de Paco y Pastora, y apreciaban en lo que valía la
conducta de la moza.
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‐¿Han visto ustedes el colorcito que lleva la niña? ‐exclamó uno de
aquellos señores‐. Ganas me han dao de decirle: ¡Ole ahí, las mujeres
sufriendo con riñones! ¡Cabayeros, por esa puerta ha entrao la Virgen
del Carmen, y la muerte, que andaba por aquí rondando, no tiene más
remedio que tomar el olivo!
‐Dios lo oiga a usted ‐suspiró otro.
‐Que sí, hombre; con una hembra así a su vera no hay cristiano en el
mundo que quiera morirse. Mire usted, yo estaba muy preocupao y
afligido, como que tengo por Paco, más que cariño, verdadera pasión. Y
ahora respiro confianza. Algo me dice aquí dentro que salvará.
Covacha y Gazpacho tenían que hacer esfuerzos inauditos para
contener a la gente, que se agolpaba en la puerta y quería entrar. Sólo
dejaban pasar a los conocidos. Por la tarde, la calle quedó interceptada;
los coches no transitaban por ella; aun marchando a pie era difícil
abrirse paso hasta la casa. La noticia del gravísimo estado del torero
había corrido por toda Sevilla, y toda Sevilla acudía al sitio donde el
ídolo popular, el héroe de chicos y grandes, luchaba con la muerte. Los
rostros delataban honda y sincera aflicción. Los chicuelos permanecían
quietos y graves. Algunas viejas, mirando extáticas a los balcones,
corrían las cuentas del rosario. En las iglesias y las capillas particulares
se encendían muchos cirios por la salud de Paco.
Cuando Rosarito vio entrar a Pastora, le echó los brazos al cuello y le
dijo:
‐¡Cuánto te agradezco que hayas venido, Pastora; pero a la verdad, no
esperaba menos de ti! ‐¿Cómo está Paco...?
‐Aún no ha recobrado el conocimiento. Ha perdido mucha sangre. Ven
a verlo. Lástima que no pueda reconocerte para agradecerte la visita.
‐No vengo de visita, Rosarito; vengo a cuidarlo junto contigo.
‐Eres muy buena, Pastora ‐murmuró Rosarito, tornándola a abrazar.
Entraron en la habitación. Una lamparilla de aceite iluminaba a medias
la estancia. En la semioscuridad de la alcoba, el rostro afilado y lívido
de Paco parecía de marfil. Pastora se acercó temblando y cayó de
rodillas junto al lecho. Con la mano de él entre las suyas y mirándolo
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como miran las Dolorosas, lloraba silenciosamente. Rosarito se hincó
del otro lado de la cama. Y allí permanecieron las dos, hasta que entró
la enfermera con unos potingues que puso sobre el escritorio
salamanquino, donde ya había dos cubetas de porcelana, algunos
frascos y varios paquetes de gasa y de algodón. Al levantarle la cabeza
para darle de beber un medicamento, Paco abrió los ojos, y
reconociendo a Rosario y a Pastora, murmuró:
‐¡Pobrecillas, no afligirse...!
Míguez, después de hablar con Cuenca y Tabarda y hacerse referir al
pormenor lo sucedido, tornó a su casa para darle al ganadero el recado
de Pastora. El despacho estaba en el piso bajo, y allí se dirigió el mozo,
seguro de encontrar a su padre leyendo los diarios o revolviendo
papeles. Era una habitación amplia, con dos ventanas a la calle. Parecía
un museo taurino. Adornaban las paredes hasta una docena de
formidables cabezas de toros, cuyos nombres, célebres en los anales
del toreo por su bravura o algún hecho especial, le daban lustre y fama
a la divisa y al hierro de la famosa ganadería del señor Míguez, una de
las más largas de Andalucía. Allí estaba el temible Carcelero, un retinto
de grandes y afilados pitones que había muerto once caballos y herido
dos matadores. A la derecha de aquella histórica testa velase la del toro
que aguantó diez y nueve varas y causó la muerte de un banderillero
de fuste, y a la izquierda la del último cornúpeto estoqueado por el
gran Domínguez. Luego seguían colocados a igual distancia y altura
otras siniestras cabezas, entre las que figuraba la del cárdeno que le
había dado a Frascuelo una tremenda cornada, y la del jabonero que,
después de picado y banderilleado, acudió a la voz del vaquero y se
dejó rascar la frente. De las orejas de algunos de aquellos trofeos
espeluznantes colgaban las banderillas de lujo con que les habían
adornado los morrillos; del morrudo cogote de otros, las historiadas
moñas que ostentaron. Innumerables retratos de toreros, pinturas y
fotografías de acosos, tientas y escenas camperas, cuajaban los blancos
muros. Un cuadro de ébano atesoraba, como reliquias, las coletas de
algunos estoqueadores celebres, entre ellas la del Gordito, la de
Bocanegra y la de Chicorro. Debajo de él, metida en la vaina y colocada
horizontalmente, atraía la atención del curioso la espada que el Tato le
envió a Lagartijo como recuerdo al retirarse del oficio. Viejos muebles
de caoba y jacaranda, que habían pertenecido a los fundadores de la
nobleza rural de la familia, amueblaban la estancia. La mesa de
escribir, cubierta de papelotes y revistas tauridas: La Lidia, El Toreo,
Sol y Sombra, y otras de menor cuantía, ocupaba el espacio entre las
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dos ventanas. El muro que las separaba ostentaba, a guisa de escudo o
guerrera panoplia, las garrochas de tentar, las sillas vaqueras, la
mantas, los zahones bordados primorosamente, las espuelas y los
retratos, en traje de campo y a caballo, de los dos últimos poseedores
de la dehesa, el abuelo y el padre de don Antonio, por los cuales sentía
éste una especie de orgullosa veneración. Eran dos buenos mozos de
ojos duros, patillas de boca de hacha y empaque de bandoleros. En la
pared frontera y en tamaño más pequeño veíase la borrosa fotografía
de don Diego Hidalgo Barquero, canónigo de la Catedral y criador del
lote de vacas bravas que con otras dos procedentes de Vicente José
Vázquez y del conde de Vistahermosa, sirvieron de base para la
formación de la opulenta ganadería, que se iban pasando de padres a
hijos los Míguez, y que constituían el orgullo y el timbre de honor de la
familia. El actual propietario se placía en aquel ambiente taurino más
que en ninguna otra habitación de la casa, Allí despachaba sus
negocios, recibía a los amigos íntimos y se entretenía leyendo
continuamente y consultando los registros de sus vacadas y las
crónicas de los toros suyos que se comían.
Cuando entró Pepe, agitado y con el rostro descompuesto, el buen
señor le miró por encima de las gafas y le preguntó:
‐¡Hola, Pepe! ¿Qué te pasa? ¿Ocurre algo?
‐¡Una friolera! ¡Anoche le han dado a Paco una puñalada y está
gravísimo! Fue Argüeyo, el cantador, por robarlo...
El ganadero se incorporó, pegó un puñetazo sobre la mesa, y arrojando
el paro que fumaba, exclamó:
‐¿Qué estas diciendo?... Pero, Señor, eso no puede ser. ¡Paco mal
herido; Paco, gravísimo!... ¿Estás seguro de lo que dices?
‐Vengo de su casa.
‐¡Jesús, Jesús!, esto es el fin del mundo. Si Paco se las galga se acaba el
toreo. Anda,. di que enganchen; vámonos allá. Yo estoy muy mal con él,
oyes,. pero en estas circunstancias todo debe olvidarse, ¿no te parece?
Despáchate..., y que Pastora no se entere de nada. Le daría un sofocón,
y luego sería capaz de hacer una bien sonada.
«Aquí va a ser ella», pensó Pepe, y luego, en voz alta, añadió:
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‐Ya está hecha. Esta mañana, en cuanto supo la noticia, me dijo que la
acompañara a la casa de Paco, y te manda decir que mientras esté
grave, permanecerá a su lado.
‐¡Que permanecerá a su lado!...
‐Justo, de día y de noche...
El ganadero abrió la boca, iba a decir algo gordo, luego se contuvo,
metióse las manos en los bolsillos del pantalón y empezó a pasearse de
un extremo a otro del despacho, seguido por las miradas siniestras de
los cornúpetos. Pepe también lo seguía con les ojos, esperando que
estallase la bomba. Pero no sucedió así. Al cabo de algunos minutos,
don Antonio ordenó, sin levantar la cabeza:
‐Di que enganchen.
A Pepe esto le pareció peor. Pensó que su padre se proponía ir a la casa
de Paco para armar allí una bronca mayúscula y llevarse a Pastora.
Cuando volvió de dar la orden encontró al ganadero sentado y
fumando tranquilamente un enorme puro. Tanta filosofía me escama»,
se dijo después de haberlo observado algunos instantes.
‐Qué dices de todo esto? ‐se atrevió a preguntar. El ganadero, en medio
de una nube de humo, contestó:
‐Digo que Pastora ha obrado bien. Yo, en su caso, hubiese hecho lo
mismo. Pero hay que evitar las murmuraciones, y por eso voy a casa de
Paco, para autorizar, con mi presencia allí, el desplante de la niña.
Pepe vio el cielo abierto; sin poder contener su alegría, exclamó:
‐Papá, ¿quieres que te diga una cosa? Eres muy salao...
‐Salao, no; castizo, sí ‐replicó el señor Míguez‐. En esta ocasión no
puedo olvidar que tu madre, que era una santa, se vio obligada a hacer
algo semejante para casarse conmigo, porque mi futuro suegro, que,
entre paréntesis, era muy bruto, no me podía ver ni en pintura, a causa
de haberse dado con mi padre de puyazos en el campo, a raíz de una
acalorada disputa sobre si los toros de uno tenían más casta que los del
otro. Mi pobre Merceditas se arrancó de la casa, se refugió en un
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convento, se cortó el cabello al rape y se lo envió al buen señor con
estas líneas: «No quiero casarme contra tu voluntad; pero como nunca
podré olvidar al hombre que quiero ni querer a otro, he resuelto tomar
los hábitos, si mientras dura mi noviciado, no cambias de parecer. Yo
soy la carne; tú, el cuchillo; corta por donde quieras». Naturalmente, el
hombre no cortó. Yo no quería que mi hija se casara con un toreriyo,
pudiendo hacerlo con un príncipe, y me parece que tenía razón. Pero el
toreriyo se ha hecho un torerazo, un soberano artista, el representante
genuino de una cosa muy grande y muy nuestra. Pastora lo sigue
queriendo, y cuando a una niña como esa se le mete un novio en el
moño, las mulas, Pepe. Además, tú quieres a Rosarito, en lo que te
alabo el gusto, y yo estoy harto de hacer el ogro. Es un papel que no me
tira. Por otra parte, siempre quise a Paco, aunque estuviera muy
abroncao con él por lo que me dijo en «El Tronío» y porque creí que se
proponía desacreditar mi ganado. Pero sé de buena tinta que en todas
las plazas ha hecho lo que estaba en su mano para que mis toros
cumplieran, y eso yo se lo agradezco con toda el alma. Y después,
después..., reconozco que estuve mal con él, y quiero enmendar la
zuerte. Tú sabes, Pepe, que a bronco no me gana nadie, pero a noble
tampoco..., cuando me entran por el lado izquierdo.
‐Siempre esperé que te colocases en ese terreno. Es el que a ti te
corresponde ‐declaró Pepe‐. Y ahora, ¿qué le vas a decir al conde de
Peñablanca?
El ganadero se rascó la cabeza, y luego contestó:
‐Le diré que si no ha sabido enamorar a la moza, la culpa no es mía.
Pero no podía ser, Pepe. A mí se me subieron los grandes de España a
la cabeza, y no pensé que una sevillana de pura cepa como Pastora, hija
y descendiente de ganaderos de reses bravas, que sabe acosar y darse
dos pataítas con gracia fina, no podía querer sino a un mozo crudo de
su raza y de su medio. El conde hubiera sido en la familia un Juan de
Afuera; aquí necesitamos un mozo de los nuestros, sea Paco u otro
cualquiera.
‐A mi me agradaría que fuese Paco.
‐Y a mí, ahora, también. Y lo será. Él y Pastora se consideraron desde
pequeñitos corno novios; tú lo quieres como a un hermano y yo como a
un hijo.
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Un criado anunció que el coche estaba listo.
‐Por lo pronto hay que pedir a Dios que lo salve ‐concluyó el señor
Míguez, cogiendo su sombrero y su bastón‐. Y que cure pronto para
que pueda cumplir sus compromisos de la próxima temporada. Tiene
contratadas la friolera de ochenta corridas, veinte en Madrid, las cinco
de la Feria de Sevilla, todas las de San Sebastián, todas las de Bilbao,
¡qué sé yo...! Además, mata él solo seis, a diez mil pesetas, entre ellas,
dos mías, una en Madrid y la otra acá, y podrá hacer mucho, si quiere,
por nuestra divisa. No quiero pensar en lo que sucedería si este
percance tuviera un desenlace funesto. Pero Dios no lo permitirá: Dios
no puede permitir una catástrofe semejante.
Mientras el coche se dirigía a casa de Paco, el ganadero iba pensando
que éste era el yerno que, por muchos conceptos, le convenía más. No
calculaba fríamente, pero no podía dejar de considerar las ventajas que
le reportaría la entrada de Paco en la familia. El problema del casorio
de Pepe y Pastora, resuelto; el auge de la ganadería, asegurado, porque
Paco y Pepe, asociándose, podrían llevarla a las nubes; la liga de los
matadores contra sus toros, disuelta, porque el novel estoqueador, que
echaba más carne abajo que nadie en España, se luciría con ellos, y los
otros, por no ser menos, recogerían velas. En fin, el cielo abierto por
todos lados.
Al descender del coche, le dijo el ganadero a se hijo:
‐Vete a la iglesia de San Lorenzo y dile al padre Simón que diga todos
los días una misa cantada por la salud de Paco, y mantenga encendidas
diez velas de las gordas.
«En el nombre de Pastora y en el mío haré encender otras diez», pensó
Pepe echando a andar.
Y he ahí por qué el señor Míguez se encontraba en casa de Paco
discurrriendo amablemente con el Obispo, el Capitán General y el
Gobernador.
Fuente: El embrujo de Sevilla, Carlos Reyles. Biblioteca Mundial Sopena Argentina S.R.L. Tercera Edición, JUNIO DE 1954.pp 145-151.
Fuente: El embrujo de Sevilla, Carlos Reyles. Biblioteca Mundial Sopena Argentina S.R.L. Tercera Edición, JUNIO DE 1954.pp 145-151.
La novela es un eco de la grandeza de la fiesta.
ResponderEliminarD.C.