Alfonso Navalon a José Falcón
Por la mañana, cuando el tren me traía de Gijón he leído tu muerte en los periódicos. Y pronto sentí que el dolor del amigo también quería reventar las femorales el alma y esa rabia sorda, casi atea, dudando de lo justo me hacía gritar sin palabras.
¿Por qué ha tenido que morir el más valiente y el más humilde de los toreros? No quiero pensar en ese niño que ya no podrás acariciar. No quiero pensar en la casa chica de las afueras de Vila Franca de Xira donde tu madre nos daba las ciruelas frescas aquella mañana cuando íbamos a Lisboa a torear un festival. No quiero pensar en tus banderilleros llorando por los pasillos de la enfermería de Barcelona, ni en esa mujer, embarazada de gozo y de tragedia.
Esta noche, mientras llegan los toreros, me he marchado a Candás para preguntarle al Cristo de los Marineros por qué no tuvo tiempo para taponarte la cornada, para preguntarte por qué el pitón de la muerte no quiso chocar contra esa medalla de plata que compramos después de esos días de pescar en la mar con la barca que lleva mi nombre y de torear en la playa, entre chorros de arena y salitre.
Esta noche, cuando ya no volverán a ahogarte las taleguillas, nos hemos sentado en la tarberna del muelle con Ramón, el de la cofradía de pescadores, porque Pekín el de la Rizosa dijo que tenía que echarse a la mar de madrugada, como aquel día que te pusiste el traje de agua y volviste cargado de salmonetes para que nos los guisaran, de camino, en la Venta de la Tuerta. Esta noche, te estaban llorando los marineros de Candás, recordando tus pares de banderillas en la arena mojada del puerto. Y todos nos hemos preguntado ¿por qué?
Esta noche, yo me pregunto si no estaremos todos locos al sentarnos en un tendido, con el pudor y la panza repleta, a decir que el natural no es así, mientras un hombre como tú puede estar ya sentenciado a muerte. Esta noche pienso en Andrés Luque Gago que también pudo morir en Valencia; o en Galán, que estuvo a punto de quedar amortajado contra la barrera de Vitoria. Y siento ganas de huir hasta que las encinas escondan mi dolor en sus tristes ramos color ceniza.
¿Por qué tenías que ser tú? El más valiente, el más honrado y el más humilde de todos los legionarios del toreo… Tú sabías que tenías derecho a más. Sabías que en el festín de las taquillas, solo te dejaban las migajas amargas de las corridas duras. Pero te resignabas con esa admirable dignidad de los mendigos de la gloria. Para los otros las corridas fáciles, los pitones mochos y el dinero largo; para ti, el trago de la bilis y los veinte mil duritos. “Avisa a Falcón, que puede con todo”. Como Dámaso Gómez, como los que van de fuerza de choque para las glorias ajenas. Si alguien se hace millonario, serán los otros; si alguien tiene que caer, os toca a vosotros. “Avisa a Falcón que puede con todo”. Y te llamaron para aquella tienta tremenda de Filiberto Sánchez, donde temblábamos al ver salir las vacas del chiquero. Y te llamó Victoriano para someter aquellos puñales de las vacas cárdenas en esa plaza donde han hecho el ridículo casi todos, menos tú y Dámaso o el Paquiro. Y te llamaron a casa de Arranz aquel día para tentar los toros viejos que sobraron de la temporada cuando el “Español” despanzurró un caballo y luego te llevó colgando de un cuerno hasta que te soltó, rebotando contra el cemento del burladero.
Y tú lo sabías. Sabías que cada contrato era una pena de muerte con la incógnita del indulto. Sabías que, cada tarde, te tocaba matar lo que no quería nadie. Sabías que un resbalón o una duda eran una cornada gorda. Sabías que tenías rajadas las piernas. Pero eras tú, como los sufridos “pedreiros” de tu tierra cuando van a Francia en busca del coche para volver al pueblo el día de la fiesta con un tocadiscos estereofónico… Y dejando atrás muchas horas de injusticia y soledad atenazadas a la garganta.
Cada tarde te vestías para matar la de Miura en Bilbao; no pensabas que al día siguiente saldrían los del serrucho para los del medio millón. Cada tarde te hacías a la idea de que peor estabas en el pueblo cavando viñas y pedías las banderillas para clavar los mejores pares de esta época, sin que te los aplaudieran tanto como estos frívolos regates de los que se hacen pasar por banderilleros de postín. Y luego, dejabas tus ochenta kilos aplomados en las zapatillas quietas, por si, a fuerza de que te vieran jugarte la vida, te querían poner en la próxima de Miura, o en la corrida pueblerina de los alrededores.
Me subleva pensar que te has muerto. Me subleva pensar que tu sangre la van a utilizar para justificar trampas ajenas. Porque vosotros, los legionarios honrados de las corridas desesperadas, sois todavía lo único verdadero que pisa los ruedos.
“Avisa a Falcón que puede con todo”. Y tu leyenda me suena a canallada, mientras aquí te lloran tus amigos los pescadores, y ya no me atrevo ni siquiera a preguntarle al Cristo de los Marineros por qué no puso delante de la cornada aquella medalla de plata.
Fuente: Artículo extraído del libro de Paco Cañamero “Escribir y torear”.
!Un Maestro de la pluma y con sentimiento¡
ResponderEliminarM.D.S.