"Cuando en arte uno sabe hacer con solturas lo que para los demás es un parto difícil, se le llama genio. No hay dramas más fáciles que los de Shakespeare; no hay humor más fácil que el cervantino; ni más fáciles pinceladas que las de Velázquez, o más fácil arquitectura que la de El Escorial. En esa misma línea de facilidad estuvo el toreo de Domingo Ortega"
Boceto para una Tauromaquia de la Edad de Oro
El molinete. El toro no puede ir más toreado y de todo el lance se desprenda la más serena y armónica belleza |
III
QUISMONDO
El tercer momento que evocaremos en la historia torera de Domingo Ortega es esencial para comprenderle en toda su dimensión: fue en un tentadero. Había pasado mucho tiempo desde aquella lejana tarde de Logroño y, sobre todo, había pasado la guerra sobre España. Esta fue fatídica para muchas cosas, entre las que se cuentan las carreras artísticas de los toreros de la época, hechas retazos por otras urgencias del más tremendo dramatismo. Creo con sinceridad que Ortega fue el más perjudicado por esta coyuntura, como ya he tenido ocasión de decir.
Tuve por entonces ocasión de verle en distintos momentos. Uno de ellos muy de cerca, cuando Ortega confirmó la alternativa a Mario Cabré el 7 de octubre de 1943 en las Ventas, montada a beneficio de las Obras Asistenciales del Sindicato Nacional del Espectáculo, cuando era jefe del mismo el señor Ramos Merillas. El cartel estaba formado por seis toros de doña María Montalvo para el borojeño Antonio Bienvenida y el polifacético toricantano barcelonés. Se agotó el papel, y Domingo tuvo una tarde maestra; pero su actitud, sus palabras, anunciaban una cercana retirada. Efectivamente, ésta se produjo poco después.
Es la segunda etapa de interrupción en la trayectoria taurina de Ortega; ésta, voluntaria. Si Ortega se asomaba a la actualidad no era en actividades taurinas (como no sean las de los festivales benéficos), sino en preocupaciones intelectuales. Hasta que llega el momento en que la añoranza puede más que la voluntad, porque el corazón se conservaba mozo, aunque las sienes háyanse plateado. Y Ortega reaparece, al cabo de unos años, en Valencia.
Tuvimos ocasión de verle en San Sebastián en una corrida del mes de septiembre, en el año que se celebró en la capital donostiarra el I Festival Internacional de Cine; lo recordamos porque la corrida se organizó en homenaje a los asistentes al Festival que transcurrió por aquellos días. Los toros eran de Guardíola y tuvieron mucho que torear. Por coincidencia, también figuraba en aquel cartel Mario Cabré, incluido por su doble condición de torero y galán de cine, que había tenido su romance y todo con Ava Gardner; y Domingo Ortega aún no había rodado su “Tarde de toros”.
El ayudado por alto dentro de la más pura ortodoxia. Adelantada la pierna que torea, muleta tomada de la mano izquierda y apoyada en la derecha la espada, resulta más ceñido que el de pecho
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Para la difícil maestría de Ortega - ya hablaremos de lo «fácil» y «difícil» en el arte de lidiar los toros - los Guardiolas no fueron obstáculo; no se planteó problema de lucimiento; los dos toros le duraron exactamente el tiempo que él quiso. Estuvo tan frío y tan exacto como una demostración matemática; y esto es lo que (en términos generales) se puede decir de la reaparición de Domingo Ortega: que fue más cerebral que apasionada.
Por ello, ni taurina ni emocionalmente, estas dos ocasiones —que sólo se citan de pasada— dejaron la huella de aquellas otras a las que nos hemos venido refiriendo, y que son las que definen la personalidad del toledano. Ni tampoco produjeron la impresión de este tercer momento al que comenzamos a aludir: el de una actuación suya en el campo.
Una variante del kikírikí dado por bajo. Los codos —que en «Gallito» se elevan para buscar más gracia—, en Ortega, bajan porque a los toros dominados por bajo se les domina mejor. Vean esos pies.
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La finca era “La Guadamilla”, de Celso del Castillo, en el término de Quismondo, en Toledo. Era una tarde de abril de hace poco años; para dar una pista a quienes tengan mejor memoria, les diremos que era la tarde en que jugaron España y Portugal su último partido internacional de fútbol (el que ganaron los nuestros por un gol de Di Stéfano al sacar una falta), ya que después de la tienta lo estuvimos viendo en la casa de la finca por la televisión. Era una tarde de frío glacial, crudísimo —pese a ser el mes de abril—, y por la noche nevó.
Había comprado Celso —excelente amigo y buen ganadero, al que no le gusta el ganado de dulce— unas vacas de Juan Guardiola; inauguraba placita de tienta, construida «orilla de la casa», como dicen por Toledo, y era Domingo Ortega el gran preboste de aquella solemnidad, celebrada (como se ha dicho, pero cuanto se insista es poco) con un frío tan intempestivo como siberiano. Pero las vacas salían con gracia, tenían que torear, y Domingo (que también se ha visto siempre atraído por el ganado con problemas, y buena prueba es su triunfo repetido e inigualado con animales fogueados) se encontraba tan a gusto en el ruedo nuevo como si el tiempo estuviese propicio para que floreciesen los naranjos.
Se trata de una eralilla adelantadilla, en su tercera hierba; cosa que —aunque en la moderna publicidad no se valora— no es ni muchísimo menos, un toro. Pero yo no recuerdo nunca a nadie una faena tan compacta, hermosa, artística, fenomenal. El frio, que antes se metía hasta la medula de los huesos, ya no se sentía porque la medula estaba estremecida por aquella perfección; no lo sentía Ortega, caldeado por el fuego interior, inspirado, que le animaba. Iba y venia la muleta en juego de suave cadencia, acompasada a la brava embestida, brillante a puro de tersa, armoniosa en el temple, graciosa en el adorno, rotunda en los remates; yo creo que es una de las tardes en que Domingo Ortega se ha complacido más a si mismo, más honda intimidad satisfecha ha sentido.
El molinete. Los ha habido emocianantes y magistrales en la historia del toreo. El toro no puede ir más toreado y de todo el lance se desprenda la más serena y armónica belleza
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Celso del Castillo estaba entusiasmado por el juego que daba aquella vaca y la forma en que Domingo la toreaba. Hasta que uno de sus hijos, contagiado por el entusiasmo, se desbordó: —¡Qué maravilla de vaca! A ésa salgo yo...Dicho y hecho; salió animoso del burladero. Yo le había visto torear otras veces y sabia que no era un novato; desde chico había andado entre ganado bravo. Domingo, sonriente, le cedió la muleta y... A la tercera voltereta, el muchacho desistió. Había peligro de algo serio. -Es que como ya la han toreado... —se excusó mientras devolvía la flámula a Ortega.
Este volvió a citar a la vaca, y —como si el animal recitase una lección aprendida de memoria— no he visto sumisión más plena, docilidad más doméstica, suavidad más pastueña. Si antes había hecho Domingo una faena clásica, fundamental, escultórica, ahora la hizo por alegrías, adornos, recortes, molinetes.
Siempre recordaré aquella tarde de frío polar, como uno de los momentos más inspirados en la vida de un gran torero. como uno de los más emocionantes en mi vida de espectador. Como uno de los más luminosos para dibujar la definitiva personalidad torera de Domingo Ortega.
EN SU AMBIENTE
Lo primero que observé es que —quitado el frío, que puso la única nota desambientadora — el paisaje, el caserío, todo el cuadro (cuyo corazón, latiente en diástoles de naturales y sístoles de pecho, parecía ser la muleta) formaba un conjunto armónico, entrañable, racial, en el que no se echaba de menos el brillo del traje de luces.
Es más, desde entonces he tenido la impresión —puramente personal— de que en su intimidad, Domingo Ortega ha mirado el vestido de torear como algo ajeno a si, como un postizo, como un aislante interpuesto entre él y su afición; como una aceptación de la rutina de la Fiesta, que tan pocas concesiones ha hecho a la innovación de su indumento.
De modo evidente, al diestro le han atraído las Plazas, las ovaciones, la popularidad. Aún recuerdo su confiada pregunta al jefe (cuando a mediodía arreglaban asuntos de finanzas) pocas horas antes de la recordada corrida del Sindicato:
—Se habrán agotado los billetes de la corrida, ¿no?
Pero esto no era más que por conciencia de su propia personalidad, por el legítimo derecho e Inexcusable deber de mantenerse en el indiscutido puesto en que se entronizó mientras fue torero en activo. El era un ídolo y, con más o menos entusiasmo, tenía que mantenerse en su pedestal. Pero al margen de las Plazas ha toreado más metido en sí más espontáneamente, con un desbordamiento más caudaloso e íntimo de su personalidad.
En las Plazas el instinto de dominar y el de vivir (o, más bien, el de sobrevivir) entran en lucha. Sobrevivir no sólo físicamente, con el afán de conservar la vida intacta, sino artísticamente, en la estimación del público en un lugar de privilegio. En el campo, por el contrario, se cumplía en el ánimo del torero, en toda su amplitud, la quinceava obra de misericordia (que es, según Unamuno, «despertar al dormido»). Y en esta vigilia artística es cuando Ortega encontraba la intima razón de ser de su Tauromaquia.
En efecto; en los ruedos —habituados a ver realizar tradicionalmente las faenas de capote o muleta bajo una norma determinada—, cuanto más tiene Ortega que seguir el canon establecido por sus antecesores, tanto más tiene que reprimir su impulso expresivo de artista. Porque toda forma estética tiene sus leyes propias, que el toreo —como otra cualquiera de las artes— ha de obedecer si quiere alcanzarla.
Para quienes creen que el toreo moderno comienza en ellos, este gracioso cambio Ortega, en plena juventud, ya lo daba
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Y así vinieron a ser normas —y, por su abuso, rutinas— aquellas que sintetizaron Ramírez Berna! y más tarde Federico Alcázar, de que no se pase con la mano derecha siempre y continuadamente a una res boyante que atiende al engaño y lo sigue noble y dócilmente; aquella otra que no consiente que a un toro sencillo se le harte de pases con el solo objeto de que el espada de turno se ponga bonito; esta otra que no permite que el diestro mueva los pies sin colocarse en corto, fino o con pausa en el movimiento de la mano que torea temperadamente; esta que ordena no dar pases por bajo a la res que humilla por exceso de castigo o prohíbe que a los toros descompuestos de cabeza, que puntean y tiran derrotes, se les pase por alto; finalmente, la que rechaza el empleo del toreo en redondo con toros que carecen de fuerza y agilidad en las patas, ya que se trata de un toreo indicado para castigar y restar poder.
Estar con los toros es difícil. Pero tanto o más es irse de ellos con gracia. Para una revisión del concepto toreo de Domingo Ortega presentamos este remate con la izquierda al terminar la serie.
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En la Plaza están los puritanos de una ortodoxia rutinaria que se atiene más a las reglas «de siempre» que a la creación; están los intransigentes de una forma de ver y hacer el toreo. También ellos fueron revolucionarios en su Juventud —y cuando Juan Belmonte desbarata todo lo legislado sobre terrenos lo aclaman como es de Justicia—; pero fijan la norma nueva como definitiva, como «suya», y convierten la clara corriente del rio del toreo en un solidificado y árido espejo, donde se miran para ver «su» toreo como el más hermoso de todas las épocas.
En el campo, por el contrario, el ánimo está lleno de naturaleza, de naturalidad; todo reflejo es libre; todo movimiento, espontáneo; el torero no torea para sus censores, sus idólatras, sus críticos, sino para sí, para la intimidad de su arte, para la cultura de su expresión. En el campo cesa —en el ánimo del torero artista— la oposición entre el impulso de la personal expresión y la aspiración a una determinada, prefabricada forma.
El pase por alto con la derecha tiene en Dominga Ortega el poderío que le dan su buena apertura de compás, el temple de su brazo, que acompasa la embestida, y la tersura de la muleta no enhebrada
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Y así, Domingo Ortega, toreando aquella tarde en «La Guadamilla», arrastrado por el impulso de expresión de su sentimiento del toreo, está en peligro de vulnerar la forma académica de las Tauromaquias. Modifica el ritmo, el tiempo, las relaciones dinámicas entre él y el toro, como corresponde al estado momentáneo de su sentimiento, y corre el riesgo de perder de vista el respeto a lo que se tiene como verdad taurina intangible. Pero crea belleza. Hace del toreo una obra plástica, libre, espontánea, personalísima. Con un nuevo sentido dinámico del lance. Con un sentido pleno, independiente, conseguido al aire libre. Ese aire libre que trae el toreo de Domingo Ortega cuando viene del campo.
SU ÚLTIMO ESTILO
Aquellas vacas de Quismondo —suaves para Ortega, ásperas para los demás—, ¿qué pro-ductos dieron después para las Plazas?
Por referencias que me dieron mis amigos los ganaderos, salieron fuertes y difíciles. Seriamente difíciles, si hemos de juzgar por los resultados artísticos conseguidos por los diestros que los torearon. Estos —como en aquella ocasión el hijo del ganadero de «La Guadamilla»— se vieron en muchas ocasiones con los pies por el aire en vez de tenerlos plantados fijamente en el suelo. ¿Hubiera podido con ellos Domingo Ortega de haber estado en activo?
Dominador de toros que merecían ser dominados, ha gustado Ortega de mostrar ese dominio a la manera más clásica: cogiéndoles por las astas. Así dicen que Belmonte hizo llorar a Eduardo Miura.
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Posiblemente, sí. Aunque tal vez no hubiera intentado el lucimiento. Pero ¿poder? Desde el primer capotazo. ¿No venían de simular reata los Guardiolas que yo le había visto dominar en San Sebastián? Aquello tuvo un mérito inmenso; un mérito que no pasó inadvertido a los espectadores más superficiales, pero que ellos ya tenían clasificado en sus tópicos terminológicos, como «la difícil facilidad», con el acento puesto en la palabra «fácil».
Cuando en arte uno sabe hacer con solturas lo que para los demás es un parto difícil, se le llama genio. No hay dramas más fáciles que los de Shakespeare; no hay humor más fácil que el cervantino; ni más fáciles pinceladas que las de Velázquez, o más fácil arquitectura que la de El Escorial. En esa misma línea de facilidad estuvo el toreo de Domingo Ortega; y no rebajo un ápice.
(Esta facilidad —inasequible a los no geniales— tuvo sus inconvenientes, sobre todo en los tentaderos, al hacer pasar por buenas para el toreo muchas vacas que no lo eran; como en el ruedo ganó trofeos de toros condenados al tuesten. Las vacas de «La Guadamilla», por ejemplo, en sus manos fueron sensacionales, pero el ganadero las ha sustituido ya por otras de procedencia Santa Coloma.
Esta es la interpretación orteguiana de la "Manoletina". Para quienes piensen que aquí torea Ortega con el pelo canoso podemos decir que este lance estaba perfeccionado por él en el año 1934.
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Siempre he oído comentar a los ganaderos que no conviene llevar toreros de dimensiones extraordinarias a las tientas si se quiere conocer a fondo las posibilidades de las reses tentadas. Dicen que, con excepciones, sus productos no van a ir a parar en la Plaza a manos de artistas extraordinarios, sino a las de aquellos toreros que forman el grueso del escalafón y tienen más limitadas posibilidades de dominio artístico.)
Volviendo a la «difícil facilidad» diré que, con su carácter de aparente elogio, tiene para muchos aficionados a toros un sentido peyorativo. Las consecuencias de la «difícil facilidad» la han sentido sobre si —en forma de sonoro desvío de los públicos— todos los toreros excepcionalmente dotados por la Naturaleza para alcanzar las cimas del arte; para ser sus clásicos. La masa aficionada, desde siempre ha mostrado sus preferencias por aquel torero cuyo esfuerzo se traslucía a flor de piel, antes que por aquel otro semidiós que difícilmente se ve en peligro. Estos hablan a la emoción; los otros, a la inteligencia; y desde Salomón está hecho, con meridiana claridad, el balance de los hombres listos.
Toreo de rodillas. No «a pasa torito» y aprovechando el viaje, sino citando con un reposo y una serenidad que se ve pocas veces en esta suerte, practicada —tantas veces— en pleno frenesí nervioso
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Por esta principal razón se agudiza la crítica del toreo de Domingo Ortega, precisamente en el momento en que éste se hace más maestro. A los leves pasos que da para mejorar su terreno en los embroques se les niega ortodoxia (porque los aficionados han olvidado lo que es el «toreo sobre las piernas») y se acusa al diestro de no aguantar e «irse al rabo», cuando la realidad es que estos lances, cuando los pies se movían, estaban hechos y terminados, y con ese movimiento solamente se les añadía más duración y se les daba mayor dominio. Se reiterará que no usa la izquierda, aunque en «Navalcaíde» esté la cabeza de un toro colorado de Aleas, cuya faena puede quedar en el toreo moderno como modelo de pureza clásica, de hondura impresionante en el toreo al natural; a su toreo por pases cambiados por bajo, trincheras, se le acusará de innecesario con muchos toros, y de monótono porque en el fondo se sabe que en él está el secreto del dominio del maestro y a la masa le gusta —en busca de emociones— que se transparente en los toreros el peligro.
El sentimiento con que se pudo ir «Guerrita» de los toros es el que se transparenta también en el rostro de Domingo Ortega cuando éste deja el toreo activo por primera vez en su vida.
Si en la foto anterior se citaba para el pase en redondo de rodillas, aquí se cita por alto, Un buen modo de dominar y vencer a toros levantados y prepararlos para un fácil trance con la espada.
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La verdad es que Ortega ha depurado su último estilo hasta hacerlo impalpable, como el polvillo que desprenden en su aleteo las mariposas. Parece imposible lograr tanta suavidad en tan tremendo y dramático oficio. Pero al mismo tiempo —aburrido en su trono, que con nadie comparte— permite que la señorial elegancia de su toreo se deje llevar, en ocasiones por la línea de menor resistencia, de mayor facilidad. Cada vez parece pesarle más el traje de luces y hallarse más a su gusto vestido a lo campero. La falta de una verdadera competencia en sus años grandes le desilusiona; solamente en los tentaderos o en los festivales recobra esa chispa que pone brillo en sus ojos, devuelve a su capote una sedeña prestancia, comunica a su muleta una omnipotencia ardiente.
Y si su último estilo es el que encierra una belleza más intima, es porque corresponde a la etapa en que Domingo Ortega más ha toreado para su empeño creador; más ha toreado pare sí.
SOBRE LA SOBRIEDAD Y LA MUERTE
Solamente he de hacer ya un par de breves indicaciones sobre perfiles en la personalidad taurina del maestro de Borox para dar por terminado este boceto. La primera se refiere a esa postura cómoda y encasilladora que ha colocado sobre Ortega la etiqueta de la «sobriedad castellana» como sinónimo de cortedad de medios expresivos de un arte lleno de autenticidad, con lo que el elogio se convierte, a la larga, en la evocación fantasmal de un torero triste.
Nada más lejos de esa tristeza que la realidad orteguiana. Para ello hemos elegido —entre otras muchas— el grupo de fotografías que adornan nuestras páginas, en que vemos al matador en varias suertes, unas fundamentales, otras de adorno —siempre éste supeditado a un fin de dominio—, pero impregnadas todas de un sentido de elegancia pocas veces logrado en el toreo. Elegancia, que es el difícil arte de lograr el máximo resultado plástico con los más simples elementos.
Un momento muy característico de Ortega. El adorno de rodillas, como consagración de un dominio logrado. Este momento y este adorno se conservaron a través de sus distintas etapas.
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Así llamaré la atención sobre la armonía del juego de brazos en el ayudado. Destacaré, la gracia de esa variante del quiquiriquí, que en Domingo Ortega se convierte en una trincherilla airosa sobre la mano izquierda.
El molinete. Pero el molinete necesita un breve punto y aparte. Tanta es la elegancia, plasticidad de ese lance reposado, dominador, armonioso, realizado en bronce.
Y continuaremos con el cambio de espaldas —pictórico de sevillanía e inspirador de mil lances modernos— para seguir con los desplantes; podremos ver también la (llamémosla así para entendernos) manoletina, y las variantes dominadoras del toreo de rodillas. Para quienes dudan del torero artista, ahí toda esa gama riquísima de momentos que deliberadamente olvidan aquellos que nos hablarán de la «sobriedad castellana» mientras piensan en las llanuras, sin eminencias, de la Mancha. Domingo Ortega es eminencia, como lo son los montes de su Toledo.
El desplante. Es el detalle final, demostrativo de que toda la faena ha sido dirigida a un fin y éste logrado. |
Por lo breve le observaremos con el acero. Como todo torero de genio —no pongo ninguna reserva en llamarle y proclamarle genial— ha dado muchos ratos buenos a sus admiradores a la hora de matar. Pero ni aún contándome entre sus parciales puedo presentarle como un clásico de la estocada; dediquémosle entre los matadores habilidosos, que han matado con decoro y a quienes los toros no les han durado —con lo que los trofeos no han sufrido merma en su cuantía en el trance final— y dejemos ya este punto del acero, donde no está su gloria, para volver a recreamos en su arte torero, que (en otro lugar lo tengo ya dicho) quizá en este mismo instante esté realizando una faena solitaria, inimaginable, soñada. Concebida y realizada sólo para él. Porque el instinto torero de Ortega no le dejará nunca mientras el torero viva.
Al llegar el momento final, el estoque venia a refrendar la obra bien hecha, con un sentido escultórico del toreo. P ara el mármol, para el bronce, este encuentro del torero vencedor y el toro herido |
EPÍLOGO PARA BELMONTISTAS
Tenia ya pergeñadas las líneas finales para encajar la personalidad de Domingo Ortega en la historia del toreo, cuando recibo un escrito de controversia sobre la primera entrega de este trabajo, en aquel punto en que me refiero a la corrida de Valencia, donde digo que Ortega tuvo un triunfo y una espectadora gritó: «¡El verdadero Belmonte es Ortega!»
Rehago, pues, el final de mi trabajo para hacer la evocación de estas dos personalidades en muy pocas líneas. Se equivocan aquellos belmontístas que crean que para ensalzar la personalidad de Domingo Ortega hay necesidad de aligerar y disminuir la talla inmensa de Juan Belmonte; ni las cosas son asi, ni a mi se me podía ocurrir tamaña estupidez cuando los documentos de autoridad de la época, y estos documentos vivos que son los aficionados que le vieron torear, proclaman su genialidad revolucionaria y artística, que es una de las verdades fundamentales en toda la historia del toreo.
Pero de la misma manera que en Calahorra, creo que el año 35, quienes fueron a ver a Belmonte vieron en verdad a Alfredo Corrochano (y un tercero que quiero recordar como «El Algabeño», aunque tal vez mi memoria falle), que estuvieron tanto o más lucidos esa tarde que el trianero (solamente por fueros de juventud, aunque no llegaran a la majestad culminante del maestro, por el cual únicamente recuerdo esta corrida), igual pudo en Valencia y en otra ocasión Domingo Ortega presentarse como astro naciente frente al inevitable declive que los años imponían a Juan, lo mismo que Victoriano de la Serna, el otro alternante de aquella tarde.
¿Que el «terremoto» fue aclamado y cortó orejas? De acuerdo, y lo celebro. Pero todo ello de cara a una definitiva retirada. Por eso, al escribir que «Ortega anuló a Belmonte», no quiero decir que lo hiciese en su colosal personalidad, ni en aquella tarde siquiera, sino en el curso temporal de la historia del toreo, en que uno aparecía cuando el trianero era tan solo una supervivencia de la más alta gloria torera conocida. Tampoco por eso doy ahora — ni di entonces — a la frase de la espectadora valenciana un valor peyorativo, sino enamorado; era un grito de consuelo ante a pérdida del trianero. «¡El verdadero Belmonte es Ortega!»; es decir, «me puedo consolar de que Juan ceda al paso de los años, porque en el torero que alborea se conserva todo su saber, todo su hacer, toda su emoción, como ha demostrado esta tarde».
Por eso —amigo Fidel Perlado, testigo de la faena de Ortega en «La Guadamilla», donde le derribó una de las vacas de Guardiola, belmontista entre los belmontistas y procurador que presenta el pliego de cargos en mi contra— diré que no rectifico el juicio aquél ni aunque se aporten en este pleito credenciales firmadas por el maestro Corrochano, pues estimo que mi juicio fue dicho en elogio del trianero que aquí se idolatra.
Y con ello paso a otro punto de la acusación. Se vuelve en ella al tópico de que José y Juan marcan la Edad de Oro del Toreo y que todo lo que viene en su seguimiento no está en esa altura. Yo no puedo ni quiero discutir las dimensiones colosales de la gran pareja; comparto el entusiasmo que pueda sentir por ellas todo aquel que no las ha visto torear, pues a «Gallito» no le alcance y la única corrida que en mi vida pude ver a Belmonte fue la ya citada de Calahorra. Pero cerrar la Edad de Oro a gusto de cada admirador, unos en el año 20 y otros en el año 35, lo estimo tan abusivo como ilegítimo.
José y Juan —como los grandes poetas del Siglo de Oro— iniciaron una época, dieron a ella su norma y su estilo. Y la dejaron abierta, como un paréntesis que no se ha cerrado. Si la Edad de Oro del varias veces centenario toreo es solamente de seis o siete años, en bien poca cosa dejan, quienes esto proclaman, la grandeza del arte de torear.
Domingo Ortega, belmontino en sus iniciaciones, personalísimo luego, perfecto en sus realidades y en el poderío de su armónico toreo, supera o perfecciona muchas de las formas que solamente dejaron esbozadas o sugeridas los colosos. Por eso puede entrar —como los héroes elegidos— en ese Walhalla taurino, en ese recinto sin fronteras de espacio ni tiempo que guardan en sus puertas José y Juan como dos ídolos colosales.
Y puede entrar mirándoles de frente. Yo, al trazar este boceto, lo hice con intención de aportar el recuerdo de mis «nociones a esta historia de la Edad de Oro del Toreo, en la que estamos inmersos en este preciso momento, en este alborear del año 1964.
Por Antonio Abad Ojuel «Don Antonio»
Fuente: Semanario gráfico de los toros, El Ruedo. Madrid, 02 de enero de 1964. Año XX, Nº 1019.
Edición y transcripción : Pocho Paccini Bustos.
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