VII.
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Al encontrar a Paco en la caseta del «Circulo de Labradores», le dijo
Pastora apresurada y nerviosa:
‐Hace media hora que te busco. Hablemos; no tenemos tiempo que
perder. ¡Ay, Paco!, si me quieres un poquitín, tienes que cortar por lo
sano. Yo no puedo más. Desde hace tres años a esta parte mi vida no es
vida. Por causa tuya reñimos con papá a menudo. A toda costa quiere
casarme, y como yo le echo los pretendientes al corral, estallan las
broncas. Y cada vez peor, y yo me pregunto qué va a suceder en lo
futuro, ahora que está contigo que arde.
Paco sonrió.
‐¿Porque le pateé el toro e hice que los picadores le volvieran el palo?...
Pues dile de mi parte que con todos los bueyes que me eche haré igual.
‐¡Paco, Paco!, antepones tu orgullo a nuestro cariño. No debías enconar
los resentimientos que desgraciadamente existen y que se agravan
cada día más entre tú y él. Piensa que, al fin y al cabo, es mi padre y el
padrino de tu hermana; que Rosarito y Pepe se quieren, y que también
a ellos puedes hacerles mucho mal.
Después que dejaron a Rosarito en su casa, el ganadero, muy quemado,
le había dicho a Pastora:
‐No quiero que tengas relaciones de ningún género ni con Paco ni con
su hermana. ¡Ea, se acabó! El niño ese se complace en faltarme a la
consideración que me debe y herirme donde sabe que me duele más.
¡Cuidado que volverle el palo a mis toros!, es mucho cuento, ¡y encima
patearlos, para darme en la cara! ¡Me las pagará! Y hasta Rosarito
empieza a sacar las uñas. ¿Viste la pullita que me soltó en la plaza?
Quieren guerra, guerra tendrán. Por otra parte, ya sabes que el conde
de Peñablanca me ha pedido tu mano y que no ignora el antiguo
noviazgo tuyo con Paco. Nada de ambigüedades. Es necesario que
definas la situación una vez por todas. Estás perdiendo el tiempo
lastimosamente y me tienes muy contrariado. Yo no quiero casarte a la
fuerza, mas sabe que si, como espero, aceptas el ofrecimiento del
conde, colmarás mis ambiciones y me harás muy dichoso; si por
capricho o porque el otro te tira rehusas, yo, con mucha pena, si, con
mucha pena, respetaré tu voluntad en eso; pero mientras viva me
opondré a que te cases o tengas amores con un torerillo. Con éste no
quiero partir peras. Mañana sin falta debes darme la contestación.
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‐¿Y tú qué piensas responder? ‐preguntó Paco, así que Pastora lo puso
en conocimiento de lo que ocurría.
‐Que te he querido, que te quiero y que siempre te querré...
‐¡Pastora...!
‐Pero con eso no hacemos nada, Paco. Es preciso que tú pongas algo de
tu parte para sacarme del infierno en que vivo. Si tú quisieras, todo se
arreglaría. En el fondo, mi padre, aunque echa humo contra ti, porque
has herido su amor propio, te quiere y te admira. Hoy, después que
mataste el primer toro, le oí murmurar: «la valentía de ese chico
asombra; no es la valentía de los toreros, es la valentía de los Grandes
de España». Escucha, ofrécele las paces; pídele mi mano, diciéndole
que, por complacerlo, si él lo exige, te cortarás ese adminículo que
llevas en la nuca.
Paco hizo un gesto de asombro.
‐Es un sacrificio, ya lo sé; pero ¿no merezco yo que sacrifiques algo por
mi? ‐concluyó ella, aproximándose y envolviéndole en el doble encanto
de la mirada cariciosa y la sonrisa provocadora.
Él le cogió la mano y le dijo:
‐Es precisamente por ti, que no puedo hacerlo. ¿Cómo quieres, Pastora,
que me presente a solicitar tu mano, después de haberlo hecho el
conde de Peñablanca, sin poder darte nada de lo que él te ofrece y ni
siquiera asegurarte el bienestar a que tú estás acostumbrada? ¿Cómo
retirarme de los toros sin poseer la gloria y la fortuna que sólo me
harán digno de ti?
‐Ya eres célebre, Paco; además, sé que volviste a adquirir «La
Barrancosa» con su dehesa y todo. Eso representa más de lo necesario
para poder vivir decentemente.
‐Es verdad; pero quedo muy empeñado. Me hace falta mucho dinero
para salir a flote. Sólo los toros pueden procurármelo.
‐Entonces...
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Paco reflexionó algunos instantes y luego dijo:
‐El amor todo lo puede, Pastora. Cuando es verdadero no necesita la
absolución de nadie para existir. Someterlo a esta condición o a la
otra es empequeñecerlo. ¿Quieres que sea enteramente sincero
contigo, que te hable a cartas vistas? Pues bien; yo desearía que me
quisieras por encima de todo, con el beneplácito o sin el beneplácito
de tu padre, torero o no torero. Pedir permiso para quererse
paréceme herejía; Imponerle condiciones al amor, un sacrilegio. Yo
sabría conquistar tu cariño en cualquier torneo, pero no mendigarlo
a la puerta de la iglesia. Te quiero y basta; ¿qué me importa lo que
piensen y quieran los demás a ese respecto? Tú, no; tú no obras con
igual entereza, y eso me apena, me irrita y me llena de resentimiento
contra ti. ¡Pastora, Pastora! ‐aquí su voz se hizo suplicante‐,
quiéreme como soy; yo siento que he venido al mundo para darle a
los españoles un gran espectáculo. Déjame con mi c h a l a u r a ; no
trates de arrancármela; me darías una puñalada en mitad del
corazón. Si te opones a ella harás que te considere como enemiga
acérrima de lo mío, de lo más Paco Quiñones que hay en tu Paco. Sin
la embriaguez del peligro, sin la locura de jugar con la muerte, sin la
admiración del pueblo, sin los aplausos, sin los triunfos la vida no
tiene para mí ni pimienta ni sal. Antes de torear, no lo sabía, pero
ahora lo sé. Quiéreme como soy, Pastora. Piensa que no soy un
torero como los demás: piensa que no busco sólo el p a r n é y las
palmas, como yo mismo me lo figuraba hasta hace muy poco.
Arriesgo el pellejo por razones más íntimas y poderosas, porque el
toreo es la expresión exacta de mi manera de sentir y de pensar. Sólo
toreando soy por entero Paco Quiñones. Pastora, te lo pido con el
alma, si realmente deseas ser mi mujer, mi compañera, quiéreme
como soy.
Ella bajó la mirada y permaneció silenciosa. Luego suspiró y dijo:
‐¡Ay, Paco!, siento que en ese entierro no me das ninguna vela. Tú te
quieres a ti y me quieres para ti, pero no me quieres para mí, como
yo deseo y debía ser. Y, francamente, te diré que tu egoísmo me
subleva un poco. También yo tengo mis resentimientos contra ti. Si tú
tienes tu orgullo, yo tengo el mío. Y tu orgullo y el mío son dos cosas
que no casan bien. Yo no sabría hacer dichoso a quien sólo me
quisiese a medias. Hice todo lo que humanamente podía hacer. Por ti
renuncié y seguiré renunciando a los títulos, las riquezas y las
vanaglorias que me ofrezcan todos los condes y los marqueses del
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mundo. Por mí, ¿renunciarás tú, sabrás renunciar al provecho y a la
gloria de tu carrera? Te ruego que sinceramente me lo digas. No temas
hacerme sufrir. Ha llegado el momento de hablar claro.
El tono imperioso de la moza lo irritó.
‐Pastora, tú no me quieres; no me quieres como yo soy, que es lo
mismo que no quererme... ‐dijo. ‐No eludas mi pregunta, Paco...
‐Renunciaré a eso que tú llamas desdeñosamente el provecho y la
gloria de mi carrera cuando tenga un nombre ilustre y una fortuna que
poner a tus pies.
‐Yo no necesito eso; contigo, pan y cebolla.
‐Yo sí; considera que de otro modo la diferencia entre los dos seria
demasiado grande y me sentiría humillado. Prefiero la muerte a eso.
‐¿Es tu última palabra?
Sus miradas se cruzaron como dos estoques.
‐Si, Pastora...
‐Adiós, Paco... ‐concluyó ella, y girando sobre los talones, se alejó.
A poco la vio en un apartado rincón hablando con el conde de
Peñablanca. Entonces Paco se acercó a una marquesita de Madrid, muy
alegre y pizpireta, y empezó a cortejarla sin sombra de disimulo. Hacia
largo rato que en eso estaba, cuando un grupo de amigos, entre los que
venía don Gaspar, se acercó a ellos.
‐Queremos ver bailar sevillanas a Pastora. Sólo tú puedes acompañarla.
Ya sabes que es una danzarina extra ‐le dijo don Gaspar después de
haberle besado la mano a la marquesa.
‐¡Yo...! ‐exclamó Paco.
‐Sí, tú. Pastora nos dijo que contigo las bailaría porque os entendéis
muy bien. Además, la gente desea verte tanto a ti como a ella. Rosarito
y Míguez formarán la otra pareja. Ya están ahí los guitarreros.
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‐¡Ande usted, ande usted! ‐insistió la marquesita.
Paco vaciló todavía algunos instantes, pero observando que Pastora lo
miraba como desafiándolo, se levantó diciendo:
‐Lo que ustedes quieran.
Y de nuevo Pastora y Paco se encontraron frente a frente. Sonaron las
guitarras y las castañuelas; una onda de lirismo y emoción popular
barrió la tiestura de la sala. La gente se agrupó en torno a las dos
parejas. Los cuatro bailarines, sobre todo Pastora, tenían bien
acrisolada su reputación de tales, aun entre el pueblo, que los había
visto bailar muchas veces en las casetas de la feria. Con las ventanillas
de la nariz crispadas, los labios trémulos y los ojos húmedos y
fosforescentes, Pastora miraba a Paco de un modo singular, como si
examinase al enemigo con el cual va uno a medirse. Paco sonreía con el
ceño fruncido.
«Me quisistes, me olvidastes,
me Volvistes a querer.»
rompió a cantar una señorita, y entonces él la vio entornar los ojos,
sonreír, echar los brazos a lo alto, como en un voluptuoso desperezo, y
ejecutar garbosamente la salida de las sevillanas. Bailaba, no como la
niña cándida y graciosa, sino como la hembra que sabe, y, llena de
intención, despliega sus seducciones. A cada vuelta, a cada giro, a cada
vuelo del pie, quiebro de cintura, revoloteo de los ojos o sonrisa
dislocadora, parecía mostrarle a Paco todos los hechizos del cuerpo y
del rostro y decirle: «Mira lo que te pierdes». Él jamás la había visto
bailar con tanta pasión, ni hacer tal alarde de sus encantos.
Desconcertado, al principio bailó mesuradamente, sin meterse en
harina; pero luego, enardecido por las provocaciones de ella, lo hizo
con calor y gallardía.
‐Vaya con las cosas que se trae esa niña bailando! ‐murmuraban los
hombres.
Las damas mostrábanse más parsimoniosas. Algunas encontraban el
baile de Pastora demasiado movido y descocado; otras decían que
bailaba, no como una señorita, sino como una bailadora de «El Tronío».
En el fondo, todas envidiaban el que los caballeros, y en particular los
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entrados en años, se la comieran con los ojos. Al hacer la figura final, le
dijo ella muy bajito:
‐Adiós, Paco...!
‐¡Adiós, Pastora...! ‐respondió él en el mismo tono.
Y esquivando las efusiones de los amigos y la curiosidad de las
mujeres, que deseaban conocer al héroe del día, y le eran presentadas
por grupos, se escurrió por entre el gentío y salió del baile.
«Esto se acabó y requeteacabó», decíase, sin oír e jaleo de las casetas,
ni las músicas de los teatrillos diseminados por la feria, ni ver otra cosa
que la imagen de Pastora en el momento que le decía «¡Adiós, Paco!»
La llevaba como remachada en la retina. Una racha de celos y
sensualidad enardecía y enfervorizaba el manso cariño que hasta allí le
había inspirado la moza. Y sentía sed de vino y sed de efusión. Los
amigos de Sevilla y de Madrid le habían dicho que a la salida del baile
lo esperaban en Eritaña para celebrar su triunfo con una juerga
mayúscula, pero cuando subió a la manola no se hizo conducir a la
famosa venta, sino a «El Tronío».
El último cuadro había terminado. Paco tomó posesión de uno de los
gabinetes, pidió Jerez N. P. U. y le envió un recado escrito a la Trianera,
que decía así:
«Puriya:
¿Quieres que cenemos solitos los dos? He venido a buscarte porque
sólo a tu lado estaré hoy a gusto. Te espero. ‐Paco».
Apuró una tras otra dos cañas y luego, encendiendo un pitillo, se puso a
pasear por la pieza, las manos en los bolsillos del pantalón, los ojos en
el suelo. Vestía de frac, y lo llevaba con tanta soltura como el traje
corto. No poseía la elegancia correcta y seca del inglés; pero si, en alto
grado, la varonil y desenfadada del noble español. Por lo demás, la
prenda venía de Londres; se la había hecho Paco allí cinco años atrás y
era la primera vez que se la ponía después de haberse hecho torero,
porque era también la primera vez, después de adoptar su profesión,
que concurría a un baile de sociedad. En los teatros y demás
espectáculos públicos se había presentado siempre hasta entonces de
corto, y de corto, luego que se hizo célebre, y en palmitas, lo recibían
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en los clubs que de nuevo empezó a frecuentar. A los ojos de todos
Paco dejó de ser el señorito de rumbo, que se había hecho torero, para
convertirse en el niño mimado de la fortuna y en el prototipo de lo más
andaluz de Andalucía.
‐¡Olé los milores con salero! ‐le dijo la Pura al entrar, y luego,
poniéndole las manos en los hombros y mirándolo con ternura y
admiración a la vez, exclamó: ‐¡Paco, Paco, casi me has hecho morir de
miedo y de gozo! Salí enferma de la corrida. ¡Chiquiyo, vas a volver loca
a España!
‐¿De veras te gusté tanto?
‐¡La mar!... Nunca sentí en la plaza lo que hoy; ganas de reír, ganas de
llorar; a veces me parecía que me hundía en un pozo muy negro y muy
hondo; otras, que me subían al cielo en brazos los serafines. No te
puedes imaginar... ¡Y como yo todo el mundo: los hombres
despampanaos, las mujeres chalaítas!
‐¿Tú también?...
¡Yo la primera; y que no lo sabes tú, granuja!...
‐Sí, lo sé, pero repítemelo muchas veces. Nunca me cansaré de oírlo.
‐Si, Paco; desde que hablamos en la freiduría estoy chalaíta por ti.
¿Qué tienes tú para guillarnos a todos así?
‐El demonio andaluz en el cuerpo ‐respondió él con su risa blanca‐, que
es el ansia loca de espantar a los hombres y de que me quieran todas
las mujeres.
‐¡Charrán...!
‐... Y en particular tú. Pero el que enloquece no soy yo ‐añadió, cesando
de reír‐, sino el redondel. Si, Puriya; el redondel nos electriza, nos
transfigura, nos convierte en héroes legendarios. Yo estoy seguro que
el público se imagina, en su entusiasmo, que el torero es España y el
toro el Destino, y delira viéndolo desafiar arrogante y luego burlar la
ira de la fiera, y vencerla y dominarla, y, finalmente, tenderla muerta a
sus pies. Lo que nos recuerda tan a lo vivo nuestra valentía de otras
épocas, nos transporta y embriaga. El que las evoca cumple acaso un
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alto fin. Yo lo presentía, pero no lo sentí hasta que te oí discurrir sobre
tu baile. Pensando, pensando en lo que hablamos aquella noche,
¿recuerdas?, y luego de mañanita, en la Giralda, de golpe me conocí
más, vi más claro en mí, y adiviné lo que el pueblo de mi esperaba. En
gran parte te debo el triunfo de hoy, Puriya. Y por eso, en lugar de irme
de juerga con mis amigos, el cariño y la gratitud me han traído aquí
para correrla sólo contigo, porque se me antoja que tú sola me
comprendes y quieres como hace falta quererme y comprenderme.
‐¡Paco, Paco...! ‐exclamó ella cogiéndole la cara entre las manos y
bebiéndole el alma por los ojos‐. Yo no sé cómo te quieren los otros,
pero siento aquí algo que me dice que te quiero más y mejor que nadie.
‐Tú me quieres torero ¿verdad?
‐¡Te quiero por todo lo que tú eres; por todo lo que tú llevas en ti;
porque me gustas de corto y de largo, y porque se me ocurre que, a la
vera tuya, soy otra mujer, una mujer capaz de un amor muy grande,
pero muy grande...!
‐¡Puriya...!
‐¡Paco...!
Y sus bocas ávidas se fundieron en un beso. Paco la sintió desfallecer
en sus brazos, mientras experimentaba él mismo una embriaguez
dulcísima, un deleite inefable, que le dilataba el pecho y ahondaba la
respiración.
‐Pura, Puriya, te quiero; te quiero con los reaños del alma. Nunca te
he querido así ‐le murmuraba él al oído‐. Te tengo en los brazos,
siento tu corazón palpitar contra mi corazón; siento el contacto de tu
cuerpo divino y la voluptuosidad inmensa no ahoga la ternura
infinita.
‐Así, así deseo que me quieras; así te quiero yo a ti. ¡Ah, qué
felicidad, Paco! ‐musitaba ella, apretándose dulcemente contra él‐.
Sentirse, no deseada brutalmente, sino querida. Yo siempre, desde
que te conocí, deseé y esperé que me quisieras así. ¡Paco, Paco mío;
Paco de mis entrañas! ¡Quisiera tener diez y seis años y ser mocita
para entregarme a ti en cuerpo y alma! ¡Ay, no puede ser, y eso me
hace sufrir. me atormenta día y noche! Temo no ser bastante digna
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de ti... Y, sin embargo, puedes creerlo, a pesar de todo, a pesar de mi
vida arrastrá esta Pura, que te quiere, no ha sido de nadie, sino tuya,
sólo tuya.
‐Lo sabía, y por eso te quise y te quiero. Yo sé que lo que eres ahora
para mi no lo fuiste ni lo serás nunca para nadie. A mi me pasa algo
semejante, Puriya: sólo contigo, entiéndelo bien, sólo contigo, he sido
y puedo ser lo que realmente soy: Paco puro, Paco total. Y yo quiero
serlo. Desde hoy en adelante tú y los toros. Esa será mi vida.
Ella, levantando la cabeza y mirándolo con los ojos muy abiertos, le
dijo:
‐Paco, tú has reñido con Pastora ¿verdad?
‐Si, y esta vez definitivamente ‐luego, brindándole una caña y
cogiendo él otra, agregó:
‐Choca, Puriya; brindemos por nuestro amor, que será la cosa más
bonita y salada del mundo, porque olerá a Jerez amontillado, a
claveles reventones y a sangre de toros.
Y con los labios trémulos de pasión y húmedos de vino, tornaron a
unir sus bocas en un beso ancho y hondo.
En los gabinetes vecinos oíanse floreos de vigüelas, acompasados
taconeos, olés y palmas. De pronto al temple cálido y angustioso del
Pitoche llegó como una queja hasta Paco y la Pura. Se separaron y
sentaron frente a frente, y mirándose, Paco vio a Pastora y la Pura al
Pitoche.
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Un magnifico relato,apasionante, de la fiesta y de Sevilla.
ResponderEliminarS.D.S.
El romanticismo de la fiesta que ya no existe,pero que fue su grandeza.
ResponderEliminarLa próxima entrega de fijo a seguir con El Embrujo de Sevilla.Muchas gracias.
C.P.T.