VIII.
Cuenca trabajaba con ardor. Había empezado hacía seis semanas el
retrato de la Pura y le daba los últimos toques, esas pinceladas
maestras que son al cuadro lo que la sal y las especias a las comidas. La
bailadora, vestida con el traje de cola y faralaes gitanos, y ceñido el
busto por el rojo mantón de talle que había lucido la primera noche en
el café, posaba concienzudamente, mientras el pintor, para distraerla y
sin darle reposo a la mano, le recitaba pasajes del Romancero o le
Página 110
refería episodios caballerescos o galantes de las guerras entre moros y
cristianos. Durante las ausencias de Paco, a quien sus contratas lo
tenían casi siempre alejado de Sevilla, las únicas distracciones de la
bailadora eran los paliques del taller y las visitas que, acompañadas del
pintor, hacía a las iglesias, los monumentos públicos y los museos de la
ciudad. No se cansaba de ver, admirar y menos de oírlo discurrir sobre
cosas que a veces no comprendía bien, pero cuyo atractivo sentía
siempre. Cuenca hablaba, no como dómine pedante, sino a la manera
de un artista curioso, erudito y apasionado por todo lo que fuese
descubridor de lo humano, y particularmente de ciertos aspectos de
la realidad española, que a la Pura, por su baile, también le
interesaban sobremanera. El roce con artistas y gentes refinadas le
había dado el gusto del arte y el deseo de instruirse; pero no
leyendo, porque los libros se le caían de las manos, sino viendo y
oyendo. Cuenca era tan sintético y rotundo en sus observaciones
como en su pintura. Por medio de una observación acertada, una
anécdota oportuna o sabrosa a comparación, le resumía la
personalidad de un artista o el alma de una época. Y eso era lo que
ella apetecía, cosas substanciales y animadas, no discursos latosos.
En el primer paseo que dieron juntos, el pintor quiso mostrarle los
vestigios que aún atesoraba la vieja Hispalis de la dominación
romana, y al pie de las Columnas de la Alameda le recitó el romance
de Sepúlveda, el cual, de acuerdo con las crónicas de Alfonso el
Sabio, supone que las tales columnas fueron allí dispuestas por las
manos de Hércules; le hizo ver los restos de la imponente y sombría
muralla torreada y almenada que defendía la ciudad de César contra
la saña extranjera, y deteniéndose en la puerta de Córdoba, le explicó
los sucesos que en su hosca torre y en la vecindad de ella se
desarrollaron: la prisión de San Hermenegildo; el martirio de las
divinas alfareras Santas Justa y Rufina; las escenas del famoso
convento de Capuchinos, enfervorizado por el recuerdo de San Isidro
y San Leandro, y la mística inspiración de Murillo. Andando, le
mostró cierto sitio cubierto de jaramagos, donde cuenta la leyenda
que una bruja le predijo a Julio César que sería asesinado si volvía a
la Ciudad Eterna, por lo cual los romanos, cumplido el lúgubre
vaticinio, le dieron a la antigua Hispalis el nombre de Civitas Sevillae,
ciudad de la sibila, de donde le vino Sevilla. Luego, sentados bajo el
emparrado del ventorro que se veía al pie de las desoladas ruinas de
Itálica, le declamó enfáticamente la famosa oda de Rodrigo Caro,
mientras apagaban la sed con unas cañas de manzanilla fresca y
olorosa. Vinieron después las largas visitas al Alcázar, la Catedral y
las iglesias de pórtigo gótigo y minarete árabe, que no habían aún
Página 111
acabado de recorrer. Divertía a Cuenca la curiosidad infantil y los
graciosos disparates que se le ocurrían a la bailadora cuando se corría
a opinar sobre tal o cual obra de arte, y a la Pura la solazaban y a
veces le hacían cosquillas en todo el cuerpo la verba inagotable y el
ingenio chispeante del pintor.
‐¡Pero qué salao es este tío feo! ‐decíase a menudo escuchándolo.
Cuando Paco estaba en Sevilla se iban los dos solos a los pueblos
vecinos, donde nadie los conocía y podían pasearse juntos sin reparo
alguno. Almorzaban en cualquier venta o mesón, entre chalanes y
arrieros, y cogidos amorosamente del brazo, visitaban las
curiosidades del lugar: una vetusta iglesia románica, la casona del
escudo carcomido, balconada de hierro forjado y puerta claveteada,
perteneciente a alguna familia desaparecida o venida a menos; un
patio soledoso, un frontis barrominesco. Paco no era tan erudito ni
diserto como Cuenca; pero lo que decía parecíale a ella muy sabroso y
puesto en su punto, porque, de cerca o de lejos, se relacionaba con ellos
y le hablaba al corazón. Además, para interesarla o conmoverla, no
necesitaba Paco hablar; bastaba que le oprimiese el brazo dulcemente,
y de inmediato ella sentía lo que sentía él delante de un lienzo patinado
por los años o un paisaje cuajado en la melancolía crepuscular. A veces,
olvidando que estaban delante de una Purísima, Paco le murmuraba al
oído cosas muy dulces o la besaba furtivamente. Cada vez mostrábase
más rendido; pero no presuroso de hacerla suya, y ella, asqueada del
sensualismo grosero de los hombres, se lo agradecía con toda el alma.
Sin embargo, un día, en Santiponce, saliendo del convento de San Isidro
del Campo, donde habían admirado algunas tallas magnificas de
Montañés y la tumba de la infelice Doña Urraca de Osorio, quemada
viva por orden del justiciero, le dijo Paco:
‐Puriya, cada vez se me hace más penoso separarme de ti. Estoy
deseando echar fuera las corridas que aún me restan por torear para
estarme siempre a tu vera. ‐Y bajando la voz, que se hizo soplo cálido,
añadió:
‐A tu vera y solos, solos y lejos, en el campo, en «La Barrancosa»; ¿te
gustaría? Estoy preparando la casa para recibirte.
Y muy bajito, pero con mucho garganteo, le cantó antes que ella pudiera
responderle:
Página 112
«Vente conmigo al molino
y serás mi molinera.»
‐¿Vendrás? Di que sí. ¿Cuándo va a ser eso?
‐Muy pronto; yo lo deseo tanto como tú; no lo dudes, pero...
‐¿Hay un pero...?
Un pero que es una perita en dulce, Paco. No sé cómo decírtelo. Antes
de irme contigo, para ser tuya, tuya como de nadie fui, tuya toda
entera, quisiera yo tener el alma limpia de telarañas y estar segura de
mí misma, segura de hacerte dichoso, segura también de que tú me
harás dichosa a mí. Si no te quisiera tanto y no pusiera tantas
esperanzas en nuestro cariño, no tendría esas preocupaciones ‐y
temiendo haberlo disgustado, añadió apretándose contra él: Tú no
dudas de lo que te digo ¿verdad, Paco? Pronto terminarás las contratas
de este año, serás libre; yo también, y entonces, tú para mí y yo para ti...
Paco bajó la cabeza y guardó silencio. Después de algunos instantes,
preguntóle:
‐¿Y qué son esas telarañas, Puriya?
‐Recuerdos, querencias del tiempo viejo, que me impiden todavía ser
como yo me he propuesto.
A pesar del encendido amor que le inspiraba Paco y la repulsión que
sentía por el Pitoche, la bailadora comprendía que algo quedaba del
viejo cariño; algo, una memoria oscura y tenaz de los sentidos, una raíz
profunda que no había muerto ni quería morir. Lo aborrecía, y, sin
embargo, cierto sentimiento enrevesado y morboso, en que se
mezclaban en dosis caprichosas el odio y la piedad, la repugnancia y la
carnal atracción, hacia él la empujaba, la empujaba... Si el alma no, la
carne, a pesar de los pesares, le había permanecido instintivamente fiel
al chulo que la perdió. Más de una vez, en brazos de otros amantes,
hubo de confesárselo con pena y vergüenza. Verdad que a nadie había
querido de la entraña ni tan tiernamente como a Paco. El hondo y
suave cariño que éste le inspiraba la convertía en otra mujer capaz de
todas las ternuras; borraba el pasado, la purificaba; pero la idea
obcecadora de que las «gitanas de los gitanos son» continuaba, no
obstante, atormentándola, aunque sólo de tiempo en tiempo y con
Página 113
menos violencia que antes. Esas eran las telarañas de las que quería
ella limpiarse; el pero que era una perita en dulce.
***
‐¡ E a , descanse usted! ‐exclamó Cuenca, poniendo la paleta y los
pinceles sobre un escabel.
La bailadora descendió del estrado o tabladillo donde posaba y se
plantó frente a la tela.
‐Tira de espaldas... Esa Pura es más Pura que yo ‐dijo‐. Así, aunque
más fea de lo que soy, me gusto más; me parece que digo más. Y todos
esos tíos dicen más y parecen más vivientes que el modelo. Por
primera vez contemplo un cuadro flamenco pintado que no parezca un
cromo. Los otros pintores de escenas andaluzas mojan los pinceles en
agua; usted, maestro pintor, en vino; en Jerez unas veces, en
Valdepeñas otras; vino blanco y vino tinto, vino siempre: cuando
aplicado ligeramente, oro y sangre; cuando espeso, la bandera
española; huevos con tomates... en la sartén negra.
‐¡Tiene usted la mar de gracia...! ‐exclamó Cuenca, riendo a carcajadas‐.
Eso que usted acaba de decir encierra más verdad y es más penetrante
que lo aseverado hasta ahora por los críticos sobre mi pintura. Que
pinto con betún y bermellón, como si los negros, los amarillos y los
cárdenos no fueran toda la pintura española; que mi luz es luz de
bodega, como si no fuese luz de bodega la de Velázquez, la de Zurbarán,
la del Greco; que mis cuadros no tienen perspectiva, ni aire, ni fondo.
Bueno, ¿y qué? Lo importante es que esos monigotes que están ahí
vivan, respiren y digan lo que son, no pasajeramente y según la moda
del día, sino clásicamente, eternamente. Y a mí me parece que lo dicen.
Vea usted esos rostros: no son personas, son entidades.
El lienzo, de vastas dimensiones, se titulaba Arriba, y tenía por asunto
el cuadro flamenco de «El Tronío». Sobre el tablao, en primer
término, vejase a la Pura en el momento de efectuar el desplante final
de su baile; el fondo, en figuras de tamaño casi natural, lo componían
los otros artistas, dispuestos en círculo y en sus actitudes más
peculiares. Otro lienzo, concluido antes, hacía pareja al primero, y era
como su antítesis. Se titulaba Abajo, y representaba la parte inferior
del tablao o dormidero de las brujas con las mamás de las artistas
apiñadas sobre el sofá, las cabezas caídas o echadas hacia atrás, las
Página 114
bocas abiertas, los pobres cuerpos desarticulados. Aquellas escenas
andaluzas, de tonos sordos y expresión patética, no seducían ni
encantaban los ojos como las telas brillantes de Fortuny o las páginas
graciosas y sabrosísimas del Solitario; pero ejercían la irresistible
atracción de lo que revela el fondo doliente y misterioso de la humana
criatura, de lo que muestra la angustia del vivir. Allí se sentía rugir, de
tiempo en tiempo, el torrente subterráneo del enigma y del drama que
cada uno lleva en sí; se percibían esas expresiones fugaces, esos
relámpagos de la fisonomía que muestran la pristina condición del ser.
A semejanza de las seguiriyas, las almas de aquellas criaturas subían a
pique del fondo del mar, del fondo de la personalidad, mostrábanse un
instante en la superficie del rostro y se volvían a las profundidades.
‐Mi pintura ‐solía asegurar Cuenca‐ es cante hondo. Yo pinto soleares y
seguiriyas.
Covacha entró y puso una sopera llena de gazpacho en la mesa, larga y
angosta, de bordes tallados y llave de hierro, que había entre las dos
ventanas, bajo cada una de las cuales veíase un ancho y muelle sofá
tapizado de damasco morado y cubierto de cojines. Cuanto ganaba el
pintor, que no era mucho, gastábaselo en cacharros, muebles antiguos
de poco precio, alfombras alpujarreñas y curiosidades artísticas, que a
veces iban más allá del alcance de su bolsa y lo dejaban empeñado. Y
como tenía ojo experto y no descansaba en sus rebuscas, solía hacer
muy afortunadas adquisiciones de objetos raros, telas viejas y tallas
envilecidas por torpes repintes o estofados groseros, que después de
limpias y restauradas, resultaban de gran valor. Así, y poco a poco,
había logrado adquirir una buena cantidad de muebles y curiosidades:
bargueños de muertos oros y marfiles cadavéricos, arcones de tosca
labra, adustos sillones fraileros, fragmentos de retablos, tapices y
casullas, que resaltaban de un modo singular sobre las desconchadas
paredes y las anchas piedras del suelo.
‐Ahora nos tomaremos con gracia fina este gazpachito serrano ‐dijo el
pintor, disponiendo sobre la mesa un mantel de colores, algunos platos
soperos de tosca fábrica gitana y dos botellas de manzanilla
sanluqueña‐. En esta época ningún brebaje iguala las virtudes y
excelencias del calducho andaluz. El gazpacho es merienda y refresco.
Su reputación remonta a los tiempos bíblicos, y entre los griegos y los
romanos gozaba de gran predicamento. Aquí, en Sevilla, siempre fue
sopa popular. ¡Cuántas hambres no ha engañado el gazpacho! Don
Página 115
Pedro lo comía acompañándolo con copiosos tragos de agraz, que no es
otra cosa que el hacaraz morisco.
‐Venga el gazpachito; tengo una gazuza más que regular. Pero diga
usted, maestro pintor, ¿no esperamos a Paco? Ayer dijo que vendría.
‐Paco entrará por esa puerta así que yo empiece a llenar los platos
‐contestó Cuenca, metiendo el cucharón en la sopera‐. El recibir toros
enseña a ser puntual. Romero, Paquiro, Redondo, el tuerto Domínguez,
todos los matadores que ejecutaron aquella suerte, tuvieron fama de
puntuales. Paco no había de ser una excepción. Ya llega...; ahí lo tiene
usted.
En efecto, la puerta se abrió y apareció Paco, acompañado de
Tabardillo, que traía un paquete debajo del brazo.
‐Aquí traigo para usted, señora ‐exclamó el picador anticuario
abriendo el paquete‐, una maravilla de esas que sólo se ven en los
museos: una cosa que es el acabóse de la escultura... y que se puede
comprar por dos pesetas, como quien dice.
‐Puriya, no te dejes dar coba ‐interrumpió Paco.
‐¡Coba...! Ahora mismo lo va a decir Cuenca. Prepárese usted, maestro
pintor, para recibir la arremetida de un miura, quiero decir, una
emoción de chipén.
‐¿Qué es ello, hombre...?
‐Casi na, una tontería de virgen; una virgen de Alonso Cano. Así, como
suena. Y que es de Alonso Cano como yo soy de Seviya. Tiene la marca
de fábrica, el cuño, esa cosa única de Cano, que es como la divisa del
ganadero en los morrillos del toro: indica la procedencia.
Y tirando al suelo el ancho para andar más pronto, deshizo el paquete
con grande cuidado y puso sobre la mesa una virgencita tallada en
madera.
‐Véanla ustedes, y díganme si es o no es una maravilla... Cano cantando,
Cano de una vez, Cano por los cuatro costaos.
Página 116
Los tres se acercaron y contemplaron la estatuíta llenos de asombro y
delectación. No mentía Tabarda; aquel pequeño objeto era realmente
un prodigio de arte, simple y exquisito a la vez; realista y místico en
una sola pieza.
‐¡Cómo reza la pobrecita! ‐exclamó la Pura.
‐¡Sí, cómo reza y cómo llora! ‐añadió Cuenca‐. No se puede pedir más
simplicidad, más emoción, más gracia. Esta pobre virgencita, humilde y
pura como un huevo, es, a no dudarlo, la hermana menor de aquel San
Francisco de la colección Odiot, que es, a mi entender, la obra maestra
de Cano. Parece mentira que manos teñidas en sangre, inocente acaso,
hayan podido ejecutar obras tan puras y serenas. Cano, como Herrera
el Viejo, Valdés Leal, Ribera y tantos otros grandes artistas de aquella
época, tenía el genio vivo y la mano pronta, lo cual no le impidió ser el
más místico de los escultores españoles. Mató, sin más trámites, a la
esposa infiel; por rivalidades del oficio casi envía al otro mundo de una
estocada al pintor Llano y Valdez, que tampoco era manco; y tuvo
muchos duelos y pendencias, de los cuales salió siempre con fortuna,
porque era de ánimo entero y manejaba la espada como el buril y la
brocha. Pertenecía a la casta brava de los conquistadores y los
aventureros, los santos y los pícaros; a esa casta de donde salieron
Cortés y Alonso Contreras, aquel que de pinche llegó a comendador de
Malta; Santa Teresa y la monja Alférez, la niña de familia noble que,
abandonando el convento donde iba a profesar, vistió el traje de
soldado y se hizo famosa, guerreando en España e Italia, por su
bravura, reyertas, homicidios y fechorías, y cuya existencia, rota y
huracanada, conservando incólumes, entre rufianes y bandidos, la fe y
la virginidad, le inspiró a Pérez de Montalván su mejor comedia, a
Calderón la asombrosa Devoción de la Cruz, y a Moreto el admirable
San Franco de Sena. Cano era un místico y un espadachín. De él o de su
discípulo, Pedro de Mena, debe de ser un crucifijo muy curioso que
tuve ocasión de admirar en Écija. La cruz, con punteras de plata
afiligranada, era de madera recubierta por amarilloso pergamino,
sobre el cual el Cristo, finamente esculpido y de una anatomía
estupenda, cobraba extraordinario resalte. Y bien, señores, tirando de
la parte superior, salía de la cruz una daga.
‐¡Jesús, ya la estoy viendo, y se me ponen los pelos de punta! ‐exclamó
la bailadora.
Página 117
‐Semejante barbaridad sólo podría ocurrírsele a un artista español
‐aseveró Paco.
‐Esas barbaridades nos hicieron grandes ‐repuso Cuenca al punto, y
luego, quitándose la blusa de tela azul, que se ponía para trabajar,
añadió:
‐Crucifijo y puñal: he ahí un símbolo de la vieja España. Ahora no
hacemos barbaridades, y por eso andamos tan decaídos.
‐Y si las hacemos, nos dan cada paliza que Dios tirita ‐arguyó
Tabardillo‐. ¿Han leído ustedes, en El Liberal de hoy, el desastre de la
Habana? Toda la escuadra del almirante Cervera a pique, como ayer en
Cavite la de Montojo. ¿Qué dirían los Reyes Católicos si levantasen la
cabeza?
‐La bajarían y harían lo que esta virgencita: rezar fervorosamente
‐respondió Cuenca, y sus ojos claros se ensombrecieron‐. Nosotros,
para soportar las calamidades que van a sobrevenir y rehacernos,
debemos rezar de otra manera: no de rodillas, ni en la iglesia, sino en
pie y frente al yunque, a todos los yunques. El trabajo es la única
plegaria que hoy llega a los pies del Altísimo. Por lo pronto, comamos
nuestro gazpacho; hay que vivir.
Cabizbajos y en silencio sentáronse alrededor de la mesa. Durante
algunos momentos sólo se oyó el repique de las cucharas y tal cual
hondo suspiro. De pronto, el pintor, indicando con el brazo estirado la
grande tela de Don Quijote y Sancho, dijo:
‐Cuando yo pinté ese cuadro, símbolo del heroísmo español que no
acierta a encarnarse en obras y vaga extenuado y macilento por las
llanuras de la Mancha, no sabía adónde iba el caballero de la Triste
Figura. Ahora, lo sé: iba a reconfortarse y cobrar nuevos alientos a las
plazas de toros, mientras Sancho, rezagándose, torcía para Cavite... No
es el quijotismo, sino el sanchopancismo, el que nos ha llevado a la
pérdida de Cuba, último florón de aquella espléndida corona colonial
que nos legaron los Reyes Católicos. Acaso es un bien. Reducidos a
nosotros mismos; obligados a cultivar el propio jardín, quizá sabremos
hacer otra vez obra de varones, obra de machos cogotudos. Santiago y
cierra España. Sí, seamos españoles, españoles de nuestro tiempo;
concentrémonos en las plazas, que son nuestros gimnasios y nuestras
palestras, para derramarnos luego por toda España y después por el
Página 118
mundo ‐y echando la cabeza hacia atrás, y con el tono quejumbroso y el
ademán enfático de los malos actores, continuó: Caballero del ideal, no
desdeñes por prosaica la moderna aventura del trabajo, porque éste
lleva en sí la enjundia de muchos ideales y es el más fiel servidor de la
grande esperanza del hombre en que esos ideales se congregan y
funden. Pero ¿qué camino seguir? ¿Qué métodos emplear? Las
divergencias de parecer son múltiples y grandes. Cada doctor propone
una pócima diferente. A mí, aunque simple y pecador, se me ocurre que
lo primero será conocernos, saber lo que somos y lo que pretendemos
ser, y en seguida indagar en qué y en qué no concuerda nuestro
instinto de dominio y nuestra ilusión vital, los grandes resortes de la
vida intensa, con la grande esperanza de libertad, justicia y amor, que
es, por excelencia, la ilusión vital del hombre, lo que lo hace vivir
humanamente, lo que legitima sus aspiraciones superiores, triplica sus
fuerzas y lo incita a bregar sin descanso bajo la greña del sol. ¿Cómo
encauzar sin menoscabo, sin bastardearnos, las viejas energías de la
raza en los canales de la actividad moderna? ¿Cómo ser modernos sin
dejar de ser españoles castizos?
Cuenca hizo punto y se quedó mirando absorto las vigas del techo.
Tabardillo carraspeó, mondó el pecho y, derramando torvas miradas,
dijo sentenciosamente:
‐Aquí hay mucha miseria ‐y lanzó un escupitajo de costadillo.
‐Y mucha ignorancia ‐afirmó Paco.
‐Y mucho orgullo ‐añadió la bailadora.
‐Miseria, ignorancia y orgullo, terribles, pero no incurables males. Si
quisiéramos, si tuviéramos voluntad firme, los conjuraríamos. Contra
la miseria, trabajo; contra la ignorancia, aprender; contra el orgullo,
viajar. Lo difícil es descubrir el resorte propulsor, el estímulo que nos
dé la divina apetencia de enseñorearnos del mundo, de prolongarnos en
el tiempo y el espacio.
Paco, sonriendo, arguyó:
‐Olvidas, Jarete, que nosotros, los andaluces, estamos hechos para la
juerga, no para el trabajo.
Página 119
‐El trabajo es juerga cuando se trabaja con gusto. Eso de nuestra
ingénita pereza es cuento, Paco. Más energías derrochamos nosotros
en bailar que otros en majar el hierro. Empleémoslas en producir las
riquezas materiales y espirituales que necesitamos. Pero ¡ay!, no
creemos en nada, nos burlamos de todo, y ese escepticismo de patanes
nos mata. Los españoles tenemos que fabricarnos a toda costa una
nueva y grande ilusión vital; una Dulcinea, que no sea Aldonza Lorenzo,
y que nos induzca a cometer placenteramente muchas fecundas
locuras. ¿Cómo encontrar la fórmula del trabajo deleitoso?
‐Yo, por mi parte, ya la encontré ‐aseguró la Pura entre seria y risueña‐.
Cuando bailo, lo hago con deleite y mucha conciencia, como si
estuviese diciendo misa o quisiera revelarle al público un secreto muy
gordo...
‐¡Tienes la gracia por arrobas, Puriya! ‐exclamó Paco cogiéndole la
mano y besándosela‐. También a mi ahora me pasa algo de eso.
Además del parné y las palmas, busco otra cosa: decirles a las gentes
toreando no sé qué; descubrirles un misterio, no sé cuál. Y eso es lo que
me deleita.
‐Pues yo, señores, confieso ‐declaró Tabarda algo mohíno‐ que el picar
toros y el vender antiguayas no me divierte. En cambio, cuando
embadurno un cacharro que me ha salido bonito, y lo pongo en el
horno, y resulta la cochura lo que yo quiero, siento un goce tan grande
como el que debió sentir la Virgen cuando parió el niño Dios.
‐Es que tú no eres picador, ni anticuario de ley, sino alfarero ‐replicó
Cuenca‐. Uno sólo es lo que hace con gusto. Y yo les digo a ustedes que
si todos los españoles trabajasen revelando su secreto y descubriendo su
misterio como usted, Pura, baila, y tú, Paco, toreas, y tú, Tabardillo,
fabricas cacharros, sabríamos mucho más de nosotros mismos;
tendríamos más enjundia castiza y cobraríamos la antigua pujanza.
España posee grandes energías espirituales, sólo que están en las
entrañas de la tierra, ocultas y sin empleo. Descubrir filones, hacer
pozos muy hondos y sacar fuera el material propio, he ahí lo que nos
hace falta. Inútil es echarle la culpa de nuestra decadencia a los
Austrias, a los Borbones, a los malos Gobiernos; ni pensar que la triaca
del mal está en la Monarquía, la república o el socialismo. Hace siglos
que todos, cada cual en lo suyo, veníamos preparando la pérdida de
Cuba, porque nadie, en lo suyo, hacía lo suyo. Nos fuimos infieles, y la
suerte nos fue infiel. Al salir y alejarnos de nosotros mismos, perdimos
Página 120
el sentido de la realidad fecunda, dejamos de oír las voces inspiradas
de la tierra nativa. Volvamos a la tradición, no de las formas, como
quieren muchos espíritus momificados, sino de las substancias, que
toman las modalidades impuestas por los tiempos sin cambiar de
esencia nunca, antes bien, decantando y acendrando de época en época
su esencialidad. Ya hay barruntos de ese deseo de abrir pozos hondos y
sacar a luz el material castizo. Renace la azulejería; renace el admirable
arte de los rejeros; renace la moda mudéjar de tallar el ladrillo con el
mismo primor que la piedra. Los pintores desentierran al Greco y a
Valdés Leal; los escritores a Góngora y a Gracián; los arquitectos
empiezan a ver al enigmático Churriguera, y todos a sentir lo español. Y
aquí está la Pura, bailadora de buten, doctora del tablao, que nos va a
descubrir ahora mismo, con su interpretación coreográfica de la
malagueña, una faceta del alma andaluza.
La bailadora les había prometido que ese día, después del gazpacho, les
iba a mostrar algo de los bailes que estaba imaginando.
‐Vaya por la faceta ‐contestó, riendo‐. Anda, Paco, coge la guitarra y
cántame bajito las malagueñas del Chacón. Todos sabemos que las
malagueñas no se bailan; yo voy a interpretar bailando, no lo que se
oye, sino lo que se ve cuando se escucha ese cante. Figurarse, señores,
un patio sevillano, con su surtidor, sus columnillas, friso de azulejos y
tiestos de flores. En la casa, alguien, con mucho estilo y mucho
sentimiento, como si llorase cantando, se templa por malagueñas;
ustedes, aquí, en el patio, ven lo que la voz canta: es la peniya andaluza
que despierta y se engalana para salir bonita; luego al empezar la
copla, el querer que gime y habla de pasión, celos, torturas y puñalaítas
traperas; después, el sollozo que aprieta la garganta, y, por último, las
arrancás de llanto que parten el corazón. Anda, Paco, venga de ahí; el
toque debe ser muy lento, el cante muy hondo y garganteao. Entre el
rasguido y rasguido una pausa. Yo me envuelvo en el mantón y salgo
bailando, venga...
La guitarra sonó:
Prim... prim... prim... prim...
Prim... prim... prim... prim...
Piririrín, pirirín, pin, pan.
A cada rasguido la Pura avanzaba un paso, se detenía, volvía la cabeza a
un lado y a otro e iba sacando la cara del embozo. Marcaba el compás
Página 121
con los pies y el cuerpo. Cada nota era un golpe de tacón y una actitud,
golpes y actitudes que por momentos se unían sin solución de
continuidad y remataban en cadenciosa y expresiva danza. Cuenca y
Tabardillo la contemplaban absortos. Paco ponía sus cinco sentidos en
tocarle como ella quería. Del floreado mantón salió primero la cara, en
seguida el cuello fino y nervioso, después el busto. Era como una rosa
que se abría. De pronto, en una rapidísima vuelta, despojóse
enteramente de la joyante prenda, y el cuerpo, de líneas divinas, quedó
al descubierto, ya ondulando voluptuoso, ya retorciéndose
dramáticamente, cual si lo agitaran, ora los goces, ora los dolores del
amor. Los movimientos de las manos y los brazos no le iban en zaga en
elocuencia a los arrestos, los desplantes, los golpes de cadera y los
vuelos del pie con que traducía plásticameente las palabras de la copla.
Aquel baile no se parecía a las sevillanas, ni a los tangos, ni a las
alegrías, aunque se compusiese de los pasos y actitudes más
características de ellos; era una danza menos movida y graciosa, pero
más intencionada y expresiva. Lo que los bailes clásicos apuntaban
solamente, aquí aparecía exteriorizado y dicho.
Covacha y el mozo de cuadra, atraídos por el jaleo, se habían
introducido sigilosamente en el taller, y de motu propio escanciaban el
vino, contemplando pasmados al mismo tiempo a la bailadora.
Comprendían que estaba inventando, y la miraban como quienes ven
operarse un prodigio. El rostro de la Pura se había transfigurado; ya no
era la gachí dulce y placentera, sino la hembra brava, la terrible moza
juncal, cuyas sonrisas enloquecen, cuyas miradas matan. Sus
desmayos, sus furias, sus retorcimientos parecían los de una pitonisa
delirante. Cuenca la contemplaba extático, palpaba con los ojos el alma
nebulosa y barroca del cante, veía la malagueña de cuerpo entero.
Tabarda también la veía. Paco sólo veía la hermosura, el garbo y la sal
de la bailadora. «¿Qué secreto, qué misterio nos revela la Pura en este
instante?», preguntábase el pintor tratando de analizar las extrañas
emociones que experimentaba. «Esas angustias, esas postraciones,
esas soberbias, ¿son las suyas o las de la raza? Esa pena, que quiere
mostrarse con la cara bonita, ¿es la pena de la andaluza o la pena
presumida y galana de Sevilla? Esos desplantes provocativos y esos
resignados qué más da, ¿son los de la chula o los del pueblo andaluz?
Ese lloro altanero y ese querer y no poder, ¿es el de la Pura o el del
orgullo español? ¿Es posible que tanta pasión, tanta fiebre y tanta ansia
violenta no vayan a ninguna parte?
Página 122
Covacha y el mozo seguían escanciando el vino. Las botellas vacías, los
caballos muertos, se iban amontonando. De tiempo en tiempo le
alcanzaban una caña a la bailadora; ésta la apuraba de un golpe, sin
interrumpir su baile, y la devolvía sin mirar. Lo mismo hacía Paco al ser
servido, ejecutando con la mano izquierda alguna afiligranada falseta
mientras que con la derecha bebía. Nadie se acordaba de Cavite ni de
Santiago; todos, incluso los domésticos, sentían con fuerza inaudita el
ansia de vivir y el andaluz placer de gozar sufriendo. ‹¿Es posible que
tanta pasión, tanta fiebre y tanta ansia violenta no vayan a ninguna
parte?), continuaba preguntándose el pintor. De pronto la Pura se puso
muy pálida, llevóse las manos al corazón y sacudida por violentos
sollozos se dejó caer sobre el sofá. Paco la estrechó sobre su pecho, y
acariciándola como si fuera una chiquilla, preguntóle:
‐Puriya, ¿qué tienes, qué es eso...?
‐Nada, Paco, es la lloradera; ya pasará. ¡Ay, Dios mío! Me ahogo, darme
de beber y no me preguntéis nada.
Tabardillo le alcanzó un vaso lleno. Todos la miraban con ojos
enternecidos. La Pura bebió ávidamente y se acurró contra Paco. Este
sentía sobre el pecho el desordenado golpear del corazón de ella.
‐¿Tienes ganas de llorar?
‐Sí...
‐Llora, Puriya, desahógate...
‐¡No ha de tenerlas! ‐exclamó Tabardillo‐. Yo soy un picador de toros y
también las tengo.
‐Y yo ‐añadió Cuenca.
‐¡Josú lo que trae esta criatura bailando! ¡Vaya canela fina! Cuando yo
les decía que iba a armar una revolución en el baile, sabía dónde me
apretaba el zapato. Nada, señora ‐agregó inclinándose sobre ella‐, si la
mandamos a usted a Cuba, en lugar de los acorazaos, ganamos la
guerra.
‐No me haga usted reír, Tabardillo, que no tengo ganas ‐exclamó la
bailadora llorando y riendo a una.
Página 123
‐Covacha, abre las ventanas, que entre el aire ‐ordenó Paco.
‐Dejémosla tranquila algunos instantes ‐propuso Cuenca, y haciéndoles
señas a Tabarda y los domésticos para que lo siguieran, salió del taller.
La Pura no usaba corsé. A Paco le parecía que la tenía desnuda entre
los brazos. Sentía el calor de su cuerpo, la morbidez de sus carnes, las
duras turgencias de sus pechos, y tanta emoción voluptuosa no
empañaron ni un instante la grande ternura que la bailadora le
inspiraba: «Es extraño ‐se dijo‐; Pastora, la niña, sólo me inspira ahora
deseos carnales, y ésta, la gachí de tronío, amor puro»; y luego,
pegando su rostro al de ella, le murmuró al oído:
‐Puriya, deseabas que te quisiera bien; pues bueno, bien te quiero.
‐¡Ay, Paco!, no me lo digas, porque me da mucha pena ‐musitó ella.
‐¡Pena!...
‐Sí, Paco de mi alma, porque quisiera ser para ti pura como esa
virgencita y no puedo. En eso pensaba bailando; en eso y en otras cosas
muy tristes. ¡Ay!. ¡Lo que se sufre cuando se quiere de veras!...
‐Todas esas desazones pasarán cuando estemos solitos los dos en «La
Barrancosa».
‐¿Verdad que sí? Tuya, tuya, sólo tuya. ¡Si Dios quisiese dejarme morir
a tu vera! Dime, Paco, este querer que te tengo, ¿es lo que se llama
amor fino? Me gustaría que más finolis no lo hubiese en el mundo.
Él, por toda respuesta, la besó en la boca.
Fuente: El embrujo de Sevilla, Carlos Reyles. Biblioteca Mundial Sopena Argentina S.R.L. Tercera Edición, JUNIO DE 1954.pp 110-123.
Buena narración del mundo de la fiesta y Sevilla.
ResponderEliminarA la espera de la próxima entrega.
E.CH.S.