X.
La Pura despertó con el espíritu revuelto, la garganta seca, el corazón oprimido. Creía salir de una terrible pesadilla. Abrió los ojos desmesuradamente, y haciendo un esfuerzo trató de poner en orden sus ideas. Aquella habitación de techo bajo, paredes desconchadas y pobre mueblaje no era la suya. Sobre una mesa de pino blanco, cubierta de hule del mismo color, vio una botella de aguardiente y dos vasos de vidrio ordinario. Tirado sobre un sillón tapizado de bayeta roja, dormía el Pitoche con la boca abierta y el jopo pegado a la sudorosa frente. La Pura lo miró algunos instantes sin comprender. Luego, lanzando un grito, escondió la cara entre las manos.
‐¿Qué he hecho, Dios mío, qué he hecho? ‐clamo, mesándose el enmarañado cabello.
El Pitoche saltó del sillón, y aproximándose, trató de calmarla. ‐Pureta, ten sentío, no te azares; no hay por qué.
Nadie sabe na..., y yo estoy aquí, a tu vera, para sacar la cara por ti. ¡Ea, niña, valor! ¡Lo pasao, pasao, y a vivir!
Y quiso besarla.
Ella lo apartó bruscamente.
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‐Por lo que tú más quieras, no me toques ‐exclamó con tan honda y visible repugnancia, que el Pitoche quedó como petrificado.
‐Pureta ‐dijo al fin‐, ¿va a continuar lo de anoche? Yo a quererte y tú a golverme las espaldas. Por mí hiciste lo que hiciste, y aluego... No te comprendo, Pureta.
‐Yo tampoco me comprendo, Pitoche. No puedo comprender lo que pasó; no comprendo nada. ¿Por qué herí a Paco, queriéndole con toda mi alma? ¿Por qué estoy aquí, en tu casa, aborreciéndote? ¿Es posible, Señor? ‐Y luego añadió sordamente: ‐Y tan posible... ¡Pero no puede ser; yo sueño, deliro, estoy loca...!
El Pitoche reflexionó algunos instantes, y luego dijo:
‐Eso de que me aborreces, Pureta, es una figuración tuya. Por más que lo digas, yo nunca lo creeré, porque te conozco y sé que tienes muy güenos centros. Tú no me aborreces, o mejor dicho, me aborreces y al mismo tiempo, allá en tus adentros, me guardas constancia. Sí; me quieres, aunque tu amor propio no lo quiera y no te lo confieses por orguyo. Lo que ha hablo entre los dos no se orvida, Pureta. Nunca podrás orvidá que yo soy el primer hombre que te tuvo en sus brazos, el hombre que te hizo mujé y que fue contigo mu malo y mu güeno. Tú me llevas en la sangre y en la sangresita de mi cuerpo yo te llevo. Lo demás son infundios y pamemas.
La bailadora no oía las palabras del gitano. Escudriñando en los pliegues y recovecos de su conciencia, oscurecida por mil sentimientos contradictorios, trataba de recordar y explicarse lo sucedido. Pero no podía; la angustia y el horror impedíanle pensar. Sólo veía a Paco en el momento de desplomarse abriendo los brazos; sólo oía el sordo lamento que se escapó de su boca al caer. El resto se le aparecía confuso, lleno de lagunas y como imágenes achatadas contra la memoria y no nítidas y de bulto.
Cuando pegándose a las paredes y sigilosamente descendieron la escalerilla de «El Tronío», le pareció a la Pura que los escalones gemían y que un negro abismo se abría a sus plantas y la tragaba. Y empezó la desesperada fuga de los dos como almas en pena por las calles más lóbregas de Sevilla. Parecían huir de su propia sombra. La noche estaba todavía negra y tormentosa. De tiempo en tiempo una lívida claridad
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tremaba en el cielo, y entonces las calles, las casas y las iglesias, por delante de las cuales iban pasando, tomaban aspectos alucinantes, formas animadas y monstruosas. La Pura se persignaba y seguía avanzando sin rumbo fijo y con los ojos llenos de las tétricas visiones de los lienzos de Valdés Leal, de Morales, de Ribera. Las callejas se le antojaban antros medrosos donde hacían penitencia o desesperados se retorcían extraños ascetas; los edificios, moles que se movían y hablaban; las torres, gigantescos y afilados capuchinos del Greco o monjes lívidos de Zurbarán.
‐Pero ¿dónde vamos? ‐le preguntaba el Pitoche, jadeando.
‐Anda, anda... ‐contestaba ella.
Y seguían la dramática carrera por la ciudad, toda sonora de los amores y los crímenes de Don Pedro el Cruel. Y mientras caminaban recordaba la Pura con pavor las leyendas y las tradiciones de que Cuenca le había metido un relleno romántico en el magín, murmurando al mismo tiempo: «¡Paco, Paco mío; Paco de mis entrañas!», como uno de esos pegajosos sonsonetes o mareantes taravillas que nos obcecan y aturden. Desde «El Tronío» fueron a dar a la Alameda de Hércules, y de ésta al Alcázar. Pasaron por la histórica calle de Bustos Tavera, donde se veía aún la casa de la bellísima doña Estrella, codiciada por el rey Don Sancho el Bravo, y a cuyo hermano, por haber osado defender contra él, sin reconocerlo, el honor de la hermana, hizo perecer aquél a manos del mismísimo prometido de la bella, el cual, sin saber contra quién ni de qué afrenta se trataba, había jurado a su señor vengarlo y guardar el secreto. Y esclavo de la terrible fidelidad del hidalgo, cumplió la palabra empeñada, sabiendo que asesinaba su dicha, y preso y condenado a muerte, guardó el secreto, sabiendo que, por guardarlo, perdería la vida. Pasaron por la calle de María Coronel, aquella que por escapar al deseo lujurioso del rey Don Pedro se abrasó adrede el rostro con aceite hirviendo, a fin de destruir la belleza que inocentemente ponía a peligro su honra; la misma que, por escapar otra vez a la persecución de que era objeto, se hizo enterrar en un pozo abierto en la huerta del convento en que vivía retirada, el cual pozo inmediata y milagrosamente se cubrió de flores. Pasaron por la antigua calle de Candilejo. Allí, el mismo galante y aventurero rey había muerto en riña a un hombre; allí estaba el ventanillo desde el cual una viejecita, alumbrándose con un candil, presenció la sangrienta escena y delató al matador.
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Pasaron por frente del Alcázar, y la Pura rápidamente rememoró el espeluznante drama de la sala de la justicia, los cuatro jueces prevaricadores sorprendidos en sus chanchullos, decapitados in continenti y expuestas sus cabezas clavadas en las paredes, como ejemplo de la sañuda rectitud del Monarca. Luego, entre otros sucesos, acudió a la memoria de la bailadora el episodio de don Fadrique, perseguido como un jabalí a través de las galerías y estancias del castillo y muerto a cuchilladas y alabardazos en el cuarto del Maestre. Pasaron por delante de la adusta Torre del Oro, donde cantaron su canción épica los lingotes del Perú y suspiraron tantos prisioneros, cual si fuese a una arca y fortaleza. Siguieron caminando de prisa; la sombra de Paco le pisaba los talones. El paseo de Cristóbal Colón, cuyos árboles gemían con el viento; la plaza de toros, la cárcel, desfilaron como en una película cinematográfica ante los ojos de la Pura y el Pitoche.
‐Pureta, que no pueo más ‐gemía éste.
‐¡Anda, anda!... ‐repetía ella.
Y continuaron dando vueltas y revueltas por callejuelas lóbregas y tortuosas, hasta entrar en una sórdida taberna, espoleados por las ansias locas de beber, de matar el recuerdo, de borrar el pasado. Apuraron dos copas ávidamente; luego dos más, después otras dos. De vez en cuando la Pura lanzaba un hondo suspiro, se estremecía y lloraba. Entonces el cantador le decía muy quedo:
‐Pureta, te estás delatando tú sola; disimula, mujé, y bebe. El aguardiente too lo cura.
Y bebían. El rostro desencajado de la bailadora parecía de cera; pero sus ojos verdes, como agrandados por el terror y bruñidos por las lágrimas, fulguraban en la semioscuridad del tenducho con extraño fuego. Entraron dos hombres muy mal encarados, tomaron asiento y pidieron de beber. Uno de ellos llevaba un bombín abollado y crasoso, el otro una gorrilla de seda negra; ninguno de los dos tenía cuello. Se acodaron sobre la mesa y empezaron a platicar casi en secreto. La Pura supuso que eran dos esbirros disfrazados, y el Pitoche dos timadores de los que abundaban por aquellos lugares, casi tan mal famados como antaño el Compás y el Corral de los Naranjos.
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‐Pureta, oculta los briyos, tápate la cara y has que me estás escuchando. Aquí le afanan a uno hasta el aliento. Si no disimulas estamos perdíos también por ese lao ‐dijo el Pitoche.
Y acercándose más a ella empezó a cantarle por lo bajo coplas y más coplas, que la Pura oía con dolorosa delectación. Aquel cante, aquel beleño que el gitano le vertía en los oídos anestesiaba su pena más que el alcohol; abolía por arte mágico el presente y la sumergía en una especie de semiinconsciencia. Cuando el Pitoche se detuvo, le dijo la Pura:
‐Canta, canta...
Y siguieron bebiendo y cantando. Y vino la embriaguez, y luego, en la alcoba del Pitoche, a que éste le arrastró, el abismo sin fondo del sueño.
***
‐Ves, el Destino nos junta: de hoy más estamos remachaos el uno al otro ‐continuó el Pitoche con mal disimulado gozo‐. Dime que me quieres una miajiya, Pureta. No tengas mala sangre, no me hagas pasar más tormentos. Mira que estoy en las boqueás.
La rabia que sentía contra sí misma se tornó contra él, sobre quien, de súbito, echó el fardo pesado de su propio extravío.
‐He dicho la verdad, te aborrezco y te aborreceré siempre ‐le declaró, experimentando un gran alivio, porque le parecía que con aquellas palabras le permanecía fiel a Paco y lo vengaba.
‐Pero, ¡mardita sea mi alma!; entonces, ¿por qué salistes a mi defensa? ¿Por qué te emborrachastes conmigo? ¿Por qué estamos aquí juntos...? ‐gimió el Pitoche, y su rostro se contrajo como si fuese a llorar.
‐No lo sé, no me lo preguntes; déjame en paz ‐contestó la Pura cerrando los ojos‐. Estoy mala, tengo calentura. Mis manos arden, mi frente abrasa. Dame de beber.
Él le cogió la mano y dijo cambiando de tono: ‐¡Verdad que tienes calentura!
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Y muy solícito le alcanzó un vaso de agua fresca, sacada del botijo que, suspendido de una cuerda, colgaba del techo en un ángulo de la alcoba. Luego, creyendo que el miedo de ser descubierta la ponía en aquel estado de angustia y exaltación, añadió:
‐Ten calma, Pureta. Nadie sabrá na; no podrán descubrirnos, y si nos descubren diré que he sío yo...
La Pura abrió los ojos; lo miró algunos segundos y tomó a cerrarlos.
‐Tú no piensas sino en la pareja de la Guardia civil, y yo sólo pienso en Paco... Pensar que a estas horas está agonizando, quizá muerto, y que soy yo, yo, yo... ‐Y abrazándose a la almohada, murmuró entre sollozos: ‐¡Paco, Paco mío, Paco de mis entrañas...!
El Pitoche tuvo ímpetus de estrangularla. Luego, reconociéndose incapaz de hacerle el menor daño e incapaz de defenderse siquiera contra el mal que la bailadora le hacía, sintió una gran piedad de sí mismo, acompañada de sentimientos desmayados y mórbidos que lo hicieron llorar por ella mientras ella lloraba por otro. Lágrimas redondas y pesadas como garbanzos le rodaban por el amojamado restro.
La Pura, notándolo, tuvo piedad y le dijo: ‐Perdóname, Pitoche...
‐Quiérelo, pero no me lo digas... ‐sollozó el gitano‐; porque yo también, ¡malas puñalás me peguen!, quiero y sufro. ¡Quién lo dijera que por ti, Pureta, había yo de pasar las morás! Me miro al espejo y no me reconozco. No tengo gusto pa ná. Vivo de prestao. Hasta la voz estoy perdiendo, ¡mardita sea la leche que mamé!
E incorporándose empezó a darse de testarazos contra las paredes. En seguida se sirvió un vaso de Rute; lo apuró ávidamente y volvió a sentarse. La Pura no supo qué decirle, y permanecieron callados largo rato, él sorbiéndose las lágrimas, ella mirando al techo.
‐En vez de desesperarnos debíamos averiguar lo que pasa ‐arguyó el Pitoche después, ya perfectamente repuesto de su repentina locura‐. Voy a pasarme por el café como quien no quiere la cosa, y aluego por el corral de los Jabanillas. ¿Te parece? Cierra por dentro, y si llaman, no abras.
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Se abrochó la americana, se peinó frente a un pedazo de espejo clavado en la pared y salió. Apenas dejó oír sus pasos, la Pura tiróse del lecho, acomodóse las ropas, pues había dormido vestida y calzada, compuso el peinado en un abrir y cerrar de ojos, y cubriéndose con el mantón de espumilla negro se dirigió a la puerta. Luego, ya con el pestillo en la mano, tuvo miedo de salir sola, y volviendo grupas, dejóse caer en el sillón de bayeta.
«De hoy más estamos remachaos el uno al otro», se dijo repitiendo la frase del Pitoche, y olvidando un instante su angustia se entretuvo en indagar hasta qué punto el Destino volvía a encadenarla a su antiguo amante. Confesándose que por el momento le era necesario; que sola no podría llevar la carga pesada del crimen, aquilató el oprobio de su situación y sintió asco de sí misma y más odio contra el cantador. Al regresar éste la encontró tan ceñuda y torva, que le pareció otra mujer, una mujer que él no conocía.
‐¿Qué hay? ‐preguntó poniéndose en pie de un salto, y notando el contento del Pitoche, agregó con el rostro iluminado por una súbita esperanza:
‐¿Vive? ¡Habla, habla!...
‐La Providencia ha estao al quite; nos hemos salvao, Pureta... Nadie sospecha ná de nosotros. Toos creen que la puñalaíta la dio la mano de Argüeyo. En el gabinete encontraron su navaja, y pa mejó, pásmate, mujé, el gachó no podrá delatarnos, que apareció esta mañana seco de un tiro en el puente de Triana ‐y arrojando al aire el ancho y castañeando los dedos marcó algunos pasos de baile mientras exclamaba lleno de crapulosa alegría: ‐¡Viva la mare que me parió tan serrano! ¡Salvaos, Pureta, salvaos!...
‐Y a mí qué me importa eso ‐gritó ella iracunda‐; pero no ves, mala sombra, que muero por saber lo que es de Paco... ¿Vive, di, habla?...
El Pitoche se detuvo de golpe y la miró estupefacto. Luego su rostro se ensombreció. Con voz ronca dijo mientras se sentaba en el borde de la cama:
‐Vive; pero está mu malo. No ha podio declará ná. Y luego pensó: «Si muriera too quedaría arreglo». La Pura volvió a ponerse el mantón.
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‐¿Te vas? ¿Me dejas muriendo y desamparao? ‐clamó el Pitoche.
Sin responder ni dignarse mirarlo salió la Pura. Pasaba una manola, la tomó y se hizo conducir al taller de Cuenca. Cabizbajo Covacha se paseaba por el patio de la cuadra. Al divisarla corrió a ella y le preguntó:
‐¿Sabe usted lo que ha ocurrío?
‐Sí, por desgracia lo sé; ¿y cómo sigue...? ¡Ay, Covacha, por Dios, no me
dé usted una mala nueva!
‐Desde que lo trajimos está en un ser, sin conocimiento, entre la vida y la muerte, tirando argo pa la vía cochina. ¡Pero ha visto usted qué mala pata! Salir la suerte con esa tripa rota ahora que too nos iba al pelo: las contratas a porriyo, el dinero a espuertas. Vamos, que eso no debía ser. ¿Quiere usted hablar con el maestro pintor? Él le dirá lo que han dicho los médicos.
‐Sí, Covacha, llámelo usted; dígale que aquí espero ‐respondió la Pura entrando en el taller, iluminado débilmente por una lámpara de petróleo.
Sus pasos resonaron como en una iglesia. Aunque estaba habituada a la lobreguez y hosquedad del recinto, de noche le pareció más tétrico. Las sombras colgaban de las paredes como grandes crespones; las figuras de las telas cobraban en la semioscuridad fantástica vida. La bailadora se dejó caer en el ancho diván, sobre el que se echaba todos los días para descansar de las incómodas posturas a que Cuenca, olvidándose de que era de carne y hueso, la condenaba durante horas enteras. Aquel diván, que por asiento tenía un mullido colchoneta de poner y sacar, le servía a Cuenca de lecho por las noches, sólo con disponer sobre él las sábanas y las mantas, cosa que Cuenca hacía personalmente. En el medio del taller, sobre dos caballetes, y ya completamente concluidos, se veían las dos telas Arriba», o «El Triunfo del tablao», y «Abajo», o «El dormidero de las brujas». La Pura sintió por primera vez y en toda su fuerza el dramático contraste de los dos lienzos, y tuvo un escalofrío. «Yo también descenderé de ahí arriba ahí abajo, quizá más abajo aún», se dijo, y quedóse mirando las telas absorta, sin respirar, los codos apoyados sobre las rodillas, el rostro entre las manos crispadas. Cuenca la sorprendió en aquella postura. Tan absorbida estaba, que no vio al artista hasta que lo tuvo delante de
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ella. Una mirada furtiva y rapidísima le bastó para cerciorarse de que no sabía la verdad. Por él se enteró que Paco tenia interesado un pulmón, que su estado era grave, pero que los médicos esperaban salvarlo si no sobrevenía ninguna complicación.
‐¡Dios lo quiera! ‐exclamó la Pura, gimiendo‐. Daría la vida porque así fuese. Y pensar... ¡ay!, ¡qué pena más grande!, ¡qué tormento!, ¡qué angustia! ¡Si usted supiese, Cuenca, lo que pasa por mil No sé cómo vivo todavía.
Él se sentó junto a ella, y cogiéndole la mano, le dijo:
‐Cálmese, Pura; es preciso tener esperanza. Paco salvará, el corazón me lo dice. La fiebre ha disminuida un poco. En cuanto a Argüeyo, ya ha pagado su crimen. Murió como debía morir, de un tiro en la cabeza. Lo malo es que el pobre Brageli irá a presidio, aunque no por mucho tiempo: lo hirió en lucha leal y con la misma pistola de Argüeyo. Y no hay duda que el móvil del crimen fue el robo. Le encontraron en los bolsillos al muy granuja la cartera y el reloj de Paco. Todo está claro. Lo que no comprendo es lo que hacía Paco solo en «El Tronío». ¿Cuándo lo dejó usted?
La Pura quiso responder y no pudo. Cuenca notó su extrema palidez, creyó que iba a desvanecerse y le dio a beber una colmada caña de manzanilla.
‐Es debilidad ‐murmuró la bailadora‐; no he probado bocado en todo el día.
‐Beba usted, eso la entonará. Voy a ver si ha terminado la consulta de los médicos. Le enviaré a usted algunas golosinas. Luego bajaré y le comunicaré lo que haya.
‐¡Por tos clavos de Cristo! ¡Vuelva usted pronto...! ‐exclamó ella.
Cuando Cuenca volvió encontróla durmiendo sobre el diván. Su rostro, afinado por la palidez, denunciaba mortal fatiga. Tenía la boca crispada como la del niño próximo a llorar; los ojos cerrados parecían dos grandes violetas.
El pintor la contempló algunos instantes; luego, cogiendo su manta de campo, la cubrió con amoroso cuidado y tornó a salir.
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Fuente: El embrujo de Sevilla, Carlos Reyles. Biblioteca Mundial Sopena Argentina S.R.L. Tercera Edición, JUNIO DE 1954.pp 136-144.
Fuente: El embrujo de Sevilla, Carlos Reyles. Biblioteca Mundial Sopena Argentina S.R.L. Tercera Edición, JUNIO DE 1954.pp 136-144.
A seguir disfrutando de tan apasionante relato que renueva nuestra ilusión y afición.
ResponderEliminarE.P.S.