"Bien parece un gallardo caballero a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro"
Retrato apócrifo de Miguel de Cervantes Eduardo Balaca y Orejas, hacia 1877 (Museo del Prado) |
CAPÍTULO XVII (2ª parte)
De donde se declaró el último punto y estremo adonde llegó y pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote con la felicemente acabada aventura de los leones
En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo atento a mirar y a notar los hechos y palabras de don Quijote, pareciéndole que era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo. No había aún llegado a su noticia la primera parte de su historia, que si la hubiera leído cesara la admiración en que lo ponían sus hechos y sus palabras, pues ya supiera el género de su locura; pero como no la sabía, ya le tenía por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto. Y decía entre sí: «¿Qué más locura puede ser que ponerse la celada llena de requesones y darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? ¿Y qué mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones?».
Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacó don Quijote, diciéndole:
—¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero armado de resplandecientes armas pasar la tela en alegres justas delante de las damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios militares o que lo parezcan entretienen y alegran y, si se puede decir, honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos estos parece mejor un caballero andante que por los desiertos, por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, solo por alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, un caballero andante socorriendo a una viuda en algún despoblado que un cortesano caballero requebrando a una doncella en las ciudades. Todos los caballeros tienen sus particulares ejercicios: sirva a las damas el cortesano; autorice la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con el espléndido plato de su mesa; concierte justas, mantenga torneos y muéstrese grande, liberal y magnífico, y buen cristiano sobre todo, y desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones. Pero el andante caballero busque los rincones del mundo, éntrese en los más intricados laberintos, acometa a cada paso lo imposible, resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos; no le asombren leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos, que buscar estos, acometer aquellos y vencerlos a todos son sus principales y verdaderos ejercicios. Yo, pues, como me cupo en suerte ser uno del número de la andante caballería, no puedo dejar de acometer todo aquello que a mí me pareciere que cae debajo de la juridición de mis ejercicios; y, así, el acometer los leones que ahora acometí derechamente me tocaba, puesto que conocí ser temeridad esorbitante, porque bien sé lo que es valentía, que es una virtud que está puesta entre dos estremos viciosos, como son la cobardía y la temeridad: pero menos mal será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario que no que baje y toque en el punto de cobarde, que así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal que el avaro, así es más fácil dar el temerario en verdadero valiente que no el cobarde subir a la verdadera valentía; y en esto de acometer aventuras, créame vuesa merced, señor don Diego, que antes se ha de perder por carta de más que de menos, porque mejor suena en las orejas de los que lo oyen «el tal caballero es temerario y atrevido» que no «el tal caballero es tímido y cobarde»
—Digo, señor don Quijote —respondió don Diego—, que todo lo que vuesa merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma razón, y que entiendo que si las ordenanzas y leyes de la caballería andante se perdiesen, se hallarían en el pecho de vuesa merced como en su mismo depósito y archivo. Y démonos priesa, que se hace tarde, y lleguemos a mi aldea y casa, donde descansará vuestra merced del pasado trabajo, que si no ha sido del cuerpo, ha sido del espíritu, que suele tal vez redundar en cansancio del cuerpo.
—Tengo el ofrecimiento a gran favor y merced, señor don Diego —respondió don Quijote.
Y picando más de lo que hasta entonces, serían como las dos de la tarde cuando llegaron a la aldea y a la casa de don Diego, a quien don Quijote llamaba «el Caballero del Verde Gabán».
Lanzada a pie. Antonio Carnicero, "Principales suertes de una corrida", 1790 |
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Intérpretes esotéricos han querido sacar partido, ya en sentido alegórico, ya en alusiones claras a la fiesta. No merece la pena detenerse a reparar en tales juicios. El que formara el gran hidalgo de la fiesta taurina lo sabemos autorizadamente de sus propios labios. Dialogando con el discreto Caballero del Verde Gabán, lo dice. Y aunque esta concesión la hace para parangonar las fiestas cortesanas con los trabajos oscuros y heroicos de los caballeros andantes, el elogio, al menos en la parte de valor y gallardía de la fiesta, está patente.
[José María de Cossío; Los Toros, literatura y periodismo; tomo VIII; edición Espasa Calpe, página 202 - 203].
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