"Por el temple hacia el mando, y por el mando hacia la quietud"
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Frente al tancredismo y pegapasismo, que en el San Isidro actual venimos padeciendo, resultan necesario difundir este excelente artículo de Luis Bollaín escribiera allá por el año 1967, y que resulta necesario difundirlo, para que se reafirme que "celeste imperio" o el "toreo al revés" ya sea con capote o con muleta, son solo "cuentos chinos".
En EL RUEDO escribía Juan León un Pregón de Toros sobre el "tópico" --así́ lo calificó él-- "parar, templar y mandar”, con promesa de seguir ocupándose del tema en otros números.
Y yo, que llevo mucho tiempo sin pisar las arenas de este RUEDO, y he permanecido callado ante otros muchos sugestivos temas de toros que me han pasado por la cabeza y casi por las cuartillas, salgo ahora de mi rincón silencioso. Mas no por encender polémica. No --menos aún-- para soltar eI rollo de mi "sapientísima lección". Vengo, sencillamente, a decir cómo veo esa cosa tan fundamental en Tauromaquia --y tan lejana del tópico, si se encauza bien-- que es el macizo e imperecedero soporte del arte de torear
Son pocos los que ignoran que "parar", "templar" y "mandar" forman la trilogía del buen hacer torero. Pero son menos aún los que saben que la tal trilogía, así presentada, puede inducir al error de creer que torear es "parar", más "templar", más "mandar"; como si esos tres infinitivos fueran, a modo de sumandos independientes, de idéntico rango. Y no es así.
Cuando al artífice de la quietud torera le recomendaron --allá en sus tiempos novilleriles-- que fortaleciese sus piernas para poder correr, resumió en una apreciación tímida toda la honda significación del arte del toreo:
--¡Pero si yo creí que el único que tenía que correr en la plaza era el toro!
Exacto. El toro tiene que "correr"; el torero tiene que "parar". Porque "parar" es, en esencia --como antes dije--, torear. "Parar" es, "quitar" al toro sin "quitarse" el torero. Es... el toreo
Puntualización importante. Pudiera parecer lógico que, arrancando de esta verdad --irrebatible, a mi modo de ver--, razonásemos de esta manera: si torear es "parar", el que aspire a ser torero --o el que se precie de serlo-- ha de vivir bajo la idea obsesiva de la quietud. Y, sin embargo --justamente porque "parar" nada tiene que ver con "tancredear"—, ¡pobre del que, deslumhrado por el estatismo, se obstina en permanecer sin moverse ante el toro! Más aún: sólo puede haber quietud torera si el artista se despreocupa de la idea de estarse quieto.
Y esto es así, sencillamente, porque el "parar" no puede "atraparse" por captación directa, por acción inmediata sobre unas piernas... que no han de moverse. La quietud, para el torero --como la gloria para el cristiano--, no se coge; se gana. No viene a la mano en rectitud, sino que llega por la curva de la consecuencia. Se "para", no porque el torero deje "quietos los pies", sino porque "mueve los brazos"; porque, "moviendo los brazos", se ha ganado la "quietud".
Luego "parar" --infinitivo primero-- no es "estarse quieto", sino "poder estar quieto".
Lo dije antes:
—Por el "temple", hacia el "mando", y por el "mando", hacia la "quietud".
De modo que la "quietud" arranca del "temple".
Entiendo que "templar" es armonizar, hacer concorde, poner al mismo ritmo el movimiento del engaño y la embestida del toro. Mas para que la definición de temple --concordancia de movimientos-- sea completa, es preciso añadir a ella estos dos ingredientes fundamentales: los movimientos concordados de engaño y toro han de ser "lentos"; esa lentitud ha de venir "impuesta" por el torero, el cual, en acto de soberanía artística --y cuando de toro pronto se trate--, "rompe" la marcha de su enemigo. En pocas palabras: pienso que hay, en el torero que templa, algo de poder mágico del hombre sobre la fiera, en el sentido de hacer qué ésta "frene" su embestir, ponga su acometida a un ritmo más lento. El diestro que torea con temple mueve sus brazos --y con ello, el engaño-- a velocidad inicialmente menor que la desarrollada por el toro. Este, por una especie de fascinación, "se pone al compás" del capote o de la muleta. Una vez lograda esta sincronización de movimientos del engaño y del toro --impuesta por aquél a éste--. viene la necesidad de mantener el ritmo, el compás, hasta el final de la suerte. Que es el temple en su sentido más tangible.
Claro que el temple así entendido no es explicable "científicamente"..., ¡gracias a Dios! Eso de "tirar de un toro que no quiere ir”, o de --"más difícil todavía"-- rematar con limpieza un lance que se inició a menor velocidad que la desarrollada por el toro al arrancarse, es algo inaprehensibíe que sólo puede salir --pero que sale no pocas veces --del rincón misterioso de los embrujos. Por eso pudo decir confidencialmente Juan Belmonte:
—Yo toreé lentamente --con "temple belmontiano"--, empujado a ello por mi modo de sentir el arte de torear. Moví el engaño a la velocidad que me dictaba mi sentido del toreo, y luego..., ya veía usted: unas veces el toro pasaba despacio y limpiamente, embebido en mi capote o en mi muleta, y otras, "no me hacía caso", derrotaba en la tela o me cogía, y el temple no asomaba por parte alguna. Pero no puedo explicar ni el por qué del éxito, ni el por qué del fracaso. No sé decir qué hacía yo para que aquello saliera bien..., cuando salía bien; o para que no saliera bien… cuando salía mal.
Si existe en el mundo algo que merezca ser repetido machaconamente y hasta voceado a grandes gritos por la calle, ese algo es la verdad irrebatible de que no hay más que un toreo, diversificado después --variedad en la unidad-- por el distinto acento que en él pone cada artista. Pero sólo un toreo: el toreo; el de "parar" a base de "temple" y "mando"
Un hombre que ordena...; un toro que obedece... ¡Yaestá! Ante nosotros, el "mandar" torero: aquel verbo que nos faltaba para dejar completa la trilogía indeclinable.
Lo digo una vez más: Por el "temple", hacia el "mando´*..,
¡Naturalmente! Como que es el movimiento "templado" de la tela lo que permite "mandar", lo que marca el camino que el toro ha de seguir.
¿Ustedes no han "toreado" nunca a un perro con un pañuelo? La "técnica" está en mover el pañuelo a una velocidad tan perfectamente sincronizada con la "embestida" del chucho en ansias de morder, que pañuelo y perro estén separados en todo instante por los mismos escasos centímetros. Si el pañuelo se mueve rápido, la golosina se aleja y el perro, al perderla, se para. Si se mueve lento, el perro alcanza el "bombón" y lo muerde. Todo está, pues, en dar con el ritmo justo, con la pulsación precisa, con la sincronización exacta. Si se consigue, el perro irá... por donde el pañuelo lo lleve.
En pocas palabras: el "torero" del pañuelo hace lo que quiere con el perro; lleva por donde quiere al perro; "manda" en él. Pero manda gracias al ritmo del "temple". Porque cuando el pañuelo no "templa" hay parón... o mordedura. No hay "mando". No hay "toreo".
Y si del pañuelo blanco pasamos a la muleta roja o al capote bicolor y del perro al toro, nos hallaremos ante un fenómeno de idéntico trazo. El ansia de morder, en el perro, y de comear, en el toro, lanza a estos dos animales en persecución, con celosa ceguera, de una presa codiciada, que siempre llevan al alcance de su boca o de sus cuernos, pero que nunca logran alcanzar. Y es justamente ese instinto de cornear o de morder, hábilmente explotado por la técnica del "temple", lo que hace que germine el "mando", y, con el "mando", el "toreo".
Vemos, pues, que el "mando", servido por el "temple", hace posible la "quietud".
Quiero decir que, para hacer una conjugación perfecta del verbo "parar", no basta con estar quieto --con poder estar quieto, gracias al "mando"-- mientras el toro "pasa": es preciso poder mantener esa quietud... entre pase y pase. Y esto sólo se consigue rematando, a la perfección las suertes; dejando al toro, en cada remate, a la distancia justa para que, sin enmienda del torero, sea posible provocar la nueva embestida del toro.
Y ahora es cuando ya podemos decir que la trilogía torera ha completado su rotación.
El toreo, técnicamente, es quietud.
Quietud, mientras el toro pasa.
Quietud, entre pase y pase.
"Quietud", que sirven los brazos, conjugando, con "temple", el verbo "mandar".
¡Y si todo esto lo aderezamos con el "duende" del "arte", con la sal y la pimienta del "sentimiento" y de la "pasión"...!
© Luis Bollaín/1967. Publicado en El Ruedo, 28 de marzo de 1967.
El autor
Luis BOLLAÍN ROZALEM (1908-1989) notario de profesión, está reconocido como uno de los grandes aficionados y escritores del siglo XX. Emparentado directamente con el mundo ganadero de Colmenar Viejo, según confesó años mas tarde uno de sus hijos se trasladó a Sevilla "por Belmonte, porque por encima de todo mi padre era amigo de Belmonte”. Residenciado en la capital andaluza, su amistad con el Pasmo de Triana le permitió conocer de cerca de uno de los más grandes de todas las épocas; fruto de esta amistad fueron algunos de sus libros como “Los dos solos”, “La tauromaquia de Juan Belmonte” o “Los genios, de cerca. Belmonte, visto por un belmontista”. Conferenciante por toda la geografía taurina y colaborador en distintos medios informativos, donde llegó a ejercer como cronista taurino, escribió, entre otras obras, “El decálogo de la buena fiesta” y “El toreo”.
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