CINCUENTA AÑOS VIENDO TOROS
"Marcial Lalanda pronunció su primer discurso público en marzo de 1967 en la Peña de "Los de José y Juan" con éxito lisonjero. El RUEDO solicitó sus cuartillas, y él, amablemente, los ha complacido. Tienen el interés de lo auténtico, de lo vivido, de lo sufrido en el ruedo a lo largo de muchos años de vida torera y haber dado muerte a muchos toros dignos de ese nombre.
Por eso, lo juzgamos el documento digno de atención y estudio y lo publicamos; al hacerlo, podemos adelantar a nuestros lectores una buena noticia: a Marcial se le han despertado los recuerdos y los deseos de sincerarse y opinar del toreo, volcándose sobre las cuartillas. Marcial está decidido a escribir de toros, y EL RUEDO, que le anima, pone sus páginas a disposición del maestro —siempre joven maestro-— y lo presenta como un valioso fichaje. Y cedemos ya la palabra a Marcial en su conferencia":
"SEÑORAS Y SEÑORES, MUY BUENAS TARDES:
Yo recuerdo un día en la Maestranza de
Sevilla, allá por 1921, en que iba a tomar
la alternativa, Al mirar a derecha e izquierda para ir a hacer el paseo me encontré entre Chicuelo y Juan Bélmonte.
Miré a Juan y sentí miedo. Si hubiera
podido irme de allí lo hubiese hecho. Aunque yo sabía que estaba preparado para
dar aquel paso, no pude evitar esa sensación de insuficiencia que produce el presentarse ante personas de valía superior.
Este momento me recuerda a aquél. No
siento miedo, pero me parece que he estado un poco atrevido al presentarse aquí,
donde sin saber leer ni escribir (como
suele decirse) voy a hacerlo después que
Jaime de Foxá acaba de decir unas cosas
como él sólo sabe decirlas.
Su cordial afecto hacia mí, sus palabras
cariñosas, que no merezco y que no sé cómo agradecer, me hacen sentirme un tanto empequeñecido como conferenciante,
aunque sepa algo del tema a decir.
Gracias Jaime, como montero mayor
que eres entre los monteros; te prometo
no cortarte ningún venado si por coincidencia de puestos en una montería tuviera oportunidad de hacerlo".
1. "LOS DE JOSE Y
JUAN"
Permitidme dar gracias
por tener la oportunidad de estar aquí, en la
cátedra de los decires,
loando las actividades
taurinas de la Entidad.
Yo soy un hombre hecho en la dureza de cuanto supone sobrevivir a las circunstancias de la lidia, siempre difíciles, aunque fáciles parezcan a quienes la ven desde el
tendido y se solazan o aburren con la suerte o desgracia de quienes en el
ruedo están.
No esperéis, pues, de mi charla eufemismos melindrosos, que no le van a
un montero castellano, que es lo que yo soy ahora. En el monte y en
Castilla todo es como es. No obstante y renunciar a todo panegírico sobre cuanto Los de José y
Juan vienen haciendo en bien de la Fiesta nacional, tengo que proclamar
mi admiración por el hallazgo del título de la Entidad.
Los de José y Juan (y entro con ello en el tema que va a ser objeto de mi
breve comentario) es el título o razón social que me ha llevado a veces a la meditación. A veces me he preguntado: ¿Fue simplemente un acierto el
de los fundadores al denominar a la Peña de José y Juan, o fue la
conclusión de un discutido estudio entre todos los componentes? Fuera
como fuere repito que muchas veces he cavilado sobre ello, José y Juan
no sólo presentaron una época singular (única), sino que fueron una sola
entidad de dimensiones increíbles en cuanto a la Fiesta atañe en cualquier
momento de su gloriosa existencia.
José y Juan, a mi modesto ver, sin que ninguno de los dos haya sido todo
en el todo de lo que el toreo debe ser, (cosa por otra parte imposible, so
pena de que el torero fuera un ser divino, en vez de una criatura humana)
todo lo reunieron entrambos y entre dos lo resumieron. Todo hasta el
punto que en lo poco o mucho que de toros sé y en toros he visto, la obra
de uno y de otro, estudiada conjuntamente, si os parece, amalgamada, es
la única obra de la Fiesta nacional que más se ajusta a nuestro espíritu:
lo español, José y Juan fueron, precisamente, la imagen de la perfección
de complementarse. Lo español, entre españoles, ha sido siempre, y será,
obra de genialidades que se complementan. Más que rivalidad,
rivalización, para terminar en la fusión y ser ramas, aunque distintas, de
un solo tronco.
Bueno; ya llegaremos en su momento a apreciaciones más concretas
sobre estos dos colosos que, sin parecerse nada uno al otro en la forma
de torear, realizaron y sumaron el único "total" del toreo que como total
ha tenido vigencia y la seguirá teniendo siempre, aunque, a veces, surja
el fantasma de la parodia y se aplauda. Pero esto no pasa de ser un brote
de un malestar originado en la difícil situación del mundo, que se presenta
espontáneamente de vez en cuando sin que mengüe en nada la
particularísima personalidad se cada uno. Sustancia y esencia son valores
distintos a lo largo y ancho de la historia taurina; pero lo uno no afecta a
lo otro. Hecha esta salvedad, voy a comenzar de una vez con mis “Cincuenta años
de ver toros”.
En realidad no son cincuenta años los que llevo viendo toros; son más,
porque mucho antes de que yo viese una corrida en la plaza, en el hogar
de mi casa campesina, escuchaba a mi padre (que a la vez, heredó la
sapiencia del suyo, mi abuelo, conocedor de toros bravos con treinta años
de experiencia) objeciones sobre lo que el toro bravo es en el campo y lo
que en la plaza es. Explicaba por qué siendo el mismo se diferencia tanto
en un lugar y en otro. Se lo decía a los vaqueros, y yo escuchaba con toda
atención, porque era lo que más me gustaba, seguramente por ser lo
único que conocía. De ahí, que aquellas charlas constituyeran, en la
inconcreta imaginación de mi infancia, una especie de corrida fantástica;
corrida en la que todo lo que en la plaza sucedía estaba supeditado al
comportamiento o psicología de los toros.
La escasa razón de mis poquísimos años me permitió, gracias a las
charlas de mi padre con los mayorales, llegar a la conclusión de que mi
padre "sabía" o adivinaba lo que los toros pensaban, y que yo llegaría a
saberlo si (como él) me daba a la observación y al estudio de las
reacciones del toro. Comprobé que un mismo toro reacciona ante el
mismo hecho de distinta manera, no sólo por el cambio de lugar, sino en
el mismo sitio y debido al estado anímico en que se halle; digamos,
enfermizo o de plena salud.
A tanto llegaron mis observaciones que di con ellas en la creencia de que
no existe el toro manso, sino menos bravo. Pensé entonces que si un día
era torero (cosa que no dudé nunca) debería lidiar al toro según su
estado, fácil de interpretar por las muestras que el toro da desde el
momento que se le desambienta, incluso sin sacarle de su ambiente; esto
es, en cuanto se altera su apacibilidad, esté donde esté.
Recuerdo que mi padre cuando me atreví a decirle que quería ser torero,
me dijo: "Nunca sabrás lo que son sin que lo torees más de una vez,
dándole sus naturales ventajas. Nunca sabrás cómo el toro es sin haber
entendido el comportamiento del toro en todos los terrenos y en todos los
estados. Sólo toreando más de una vez el mismo toro donde nadie te vea
serás un buen torero ante el público, que no perdona la ignorancia”.
—¿Te atreves a torear una misma becerra dos días seguidos?
—¡Sí! , le contesté sin titubeos. Cuando me consideré suficientemente experimentado me puse ante la
primera vaquilla, y tras torearla dos o tres días, aprendí lo que el toro era
y, por ende, cuanto el torero debía saber para que el toreo resultase la
conclusión de un encuentro racional entre el toro y el hombre.
Por primera vez fui a una corrida de toros, en el año 1913, precisamente
cuando concluía una época del toreo, no por incompleta menos gloriosa;
porque lo acontecido en esa época supuso un peldaño en la escalera de la
ascensión, para la trayectoria profesional.
En aquel año de mi estreno como espectador se fueron Bombita y
Machaco. Parece como si al sentarme por primera vez en una grada fuera
para testificar cómo se iba lo bueno, que, hasta entonces, había sido lo
mejor, y presenciar la entrada en el ruedo de lo que iba a culminar en
conciencia precisa del toreo. Porque lo que a continuación vino fue la
técnica de torear de Joselito y la antitécnica con que Juan comenzó, que al
encontrarse y refundirse se convirtió en consagración de una tesis o
norma científica por la gracia de las dos partes: la de José y la de Juan.
Antes de que Juan amaneciese con el barrunto de la promesa, Jose se
había hecho el amo y señor de la Fiesta; pero como todos los mandones
que no tienen contrincante, fue un amo relativo, porque le faltaba el
antagonista que le obligara a la necesaria rectificación que le llevaría a la perfección. Por esto es por lo que he dividido mi medio siglo de ver toros
en cuatro épocas (aunque mejor dicho estaría) en cuatro tiempos.
Las cuatro épocas de esta charla son: De la despedida de Bombita a la
muerte de José. De ésta a 1936; del 1936 al 1947 y del 1947 hasta
nuestros días. Cuatro épocas, una gloriosa; otra, en transición a la decadencia; la
tercera, decadente, y la última (la presente), indeterminada, porque
sobrepasa lo que entendemos por decadencia, al concurrir en ella la
parodia con el mismo indumento que el toreo de verdad. Parodia que
irrumpe como una erupción causada por varias circunstancias ajenas a la
tauromaquia. No digo con esto que no haya hoy día buenos toreros, pues
los hay como en cualquier tiempo. Lo de la parodia se les puede achacar a
muy pocos toreros y sí a otros elementos de la Fiesta. Del toreo de hoy
hablaré con desenfado cuando a él lleguemos.
Por si alguien me preguntara por qué arranco de 1913 y no desde los días
en qué comienza el toreo a pie, me apresuraré a explicar que no es (Dios
me libre) por menosprecio a cuanto entonces ha existido en el toreo, ni
por ignorancia de cómo se produjo. Se muy bien que la matriz o el
«ombligo» de cuanto conocemos por técnica está en Paquiro. A partir de
él, el toreo dejó de ser un albur. Desde entonces fue preciso atenerse a
sus normas, a sus concretas teorías. Las excepcionales técnicas de
Cúchares, Lagartijo y Guerrita no son más que la superación, por lógica
del tiempo, de la técnica de Paquiro, que debió ser un extraordinario
observador de la psicología del toro; quizá el primer científico que el toro
tuvo, y hasta puede que el mejor, por haberlo sido en los tiempos en los
que el público bárbaro, por cualquier suposición adversa, tiraba al ruedo y
contra el torero todo elemento arrojadizo, y cuando acababa con lo que
había llevado para tirar a la plaza se tiraba a sí mismo, saltando al ruedo
y haciendo imposible cualquier ejecución maestra. Debió resultar muy
difícil ser técnico del arte de torear en años en los que al torero todo se le
fiaba a la suerte, menospreciando la técnica, o lo que es peor,
considerándola como recurso de cobardía.
Los tiempos de las demás figuras mencionadas, aunque menos lejanos, no
fueron mucho mejores; de ahí que el torero tuviera que ser más que
valiente, bravucón ante el toro y en la calle, y la bravuconería es la
antítesis de la técnica. Ser técnico de lo que sea es ser superior a quien
ejercita la rutina.
Insisto en que mi partida desde 1913 obedece a querer concretarme a lo
que he visto y estoy viendo. Hay en estas cuatro épocas o tiempos dos cambios trascendentales en la
forma de torear, originarios por muy distintos motivos:
Uno, la produce la llegada de Belmonte, que abrió el camino hacia la
cumbre del toreo. Las maneras de José y Juan, la ciencia del primero y la
revolucionaria forma de torear del segundo; en la refundición de una y
otra, prevalece el dominio de los terrenos de toro y torero que consigue e
impone Belmonte.
Pero, como es lógico, antes de referirme a los toreros que en aquellos
tiempos actuaron, tengo que hablar del toro.
El toro a que me refiero, y que todos habéis contemplado en la plaza, era
la base fundamental de la corrida. La palabra toro en cualquier aficionado
significa un toro adulto en su natural desarrollo. Un toro hecho, porque el toro no es toro
hasta no cumplir
los cuatro para
cinco años. Entre
cuatro y cinco
años es cuando el
toro adquiere y
mantiene su
natural trapío;
cuando la casta y
fuerza alcanzan
todo lo que el toro
da, para que el
torero lidie y toree
como era y como
será siempre el
toreo cuando las
cosas vuelvan a
su rango original.
En la época de José y Juan, la
técnica y el valor en superlativo eran imprescindibles para torear aquellos
toros, en el mayor de los casos, poco castigados en el primer tercio, por lo
que el torero debía suplir aquella falta con el conocimiento técnico, con el
dominio racional y con la destreza de ideas superiores. Por el escaso
castigo, los toros llegaban al último tercio con poder, casta y bravura
codiciosa, de la buena y de la mala hasta en los mansos, que no por ello
dejaban de ser prontos y broncos en la embestida. Cosa, por otra parte,
indispensable para hacer el toreo completo en dimensiones y terrenos,
que representan lo cabal para la comprobación de la bravura y la calidad
del torero. Todo esto se escapa casi siempre al entendimiento del público.
En aquel tiempo, el juego consistía en superar al toro y poder más que él;
en la imposición de la inteligencia sobre el instinto, que en el toro aumentaba, en ocurrencia, debido a su gran poderío.
He aquí él porqué de la necesidad de torear con sujeción a las reglas y
terrenos que desde Paquiro en adelante, eran precisos si se quería ser
figura del toreo, aun cuando la ejecución perfecta de estas normas sólo
pudieran practicarlas los técnicos, que no siempre fueron máximas
figuras..... (continuará).
Marcial Lalanda.
Fuente: Semanario grafico de los toros El Ruedo. Nº1,187. Madrid, 21 de marzo de 1967
Fue un torero con una trayectoria respetable.
ResponderEliminarLa cumbre en el toreo es si se pudiera ver lidia,arte,hondura,naturalidad en la ejecución de las diversas suertes de la tauromaquia.
Con el toro comercial lo que abunda es la monotonía,la vulgaridad en faenas ayunas de emoción.
P.D.S.