"En el toro de edad reglamentaria y casta poderosa, la arrancada era larga
y la sensación de riesgo tan impresionante, que producía no sólo en el
torero, sino en el propio espectador ese temblor de nervios que era
conciencia de la Fiesta."
Valentía.- Pese al respeto que los toros imponían, salía el torero bravo, valiente, arriesgado. Marcial Lalanda embarcaba de esa forma al enemigo cuando toreaba de rodillas. Una estampa digna de elogio.
JUAN NECESITÓ DE JOSÉ Y JOSÉ DE JUAN
¡AQUELLOS TOROS!
Aquellos toros (bravos o mansos), ciertamente menos bravos que los
actuales, pero todos toros, hacían imposible el toreo monótono, repetido,
editado muchas veces en la rotativa del tedio. Este manido modo del
toreó actual carecía de posibilidades porque el toro (nuestro toro) se
negaba a ello. Sus distintas condiciones de bravura requerían toda la
técnica conocida y por conocer; no ya para, hacer el toreo, sino para
dominar al toro, que estaba en situación muy superior al torero, porque el
toro no tiene el complejo del miedo, que es lo que mengua las facultades
del torero. Con aquel toro (diriamos irreconciliable con el torero) se hizo
presente JOSÉ, el de la sapiencia tranquila; pero como JOSÉ no tuvo
maestro en el ruedo, tuvo que dilucidarlo todo él por iniciativa y
resolución propias. De ahí que, para mi entender, JOSÉ FUESE ESE GRAN
IDOLO que en cualquier disciplina del saber aparece en el justo momento
que se precisa.
BOMBITA se fue con sus lances largos y compostura descuidada; con sus
pases de sujeción escasa; de poco temple y distancia más que prudente,
aun estando, según decían, más cerca de los toros que sus compañeros
de tiempo y tarde. El toreo de BOMBITA fue un toreo determinado en
conseguir el dominio más que la docilidad del toro ó el avenimiento a la
voluntad del torero.
No sé si por mi poca edad no supe ver otra cosa o que realmente no había
otra cosa que aquella manera de torear; pero aun no habiéndolo, hubo,
sin embargo, lo que yo llamo preliminar lección para quienes detrás
venían. Con el BOMBA también se fue MACHACO, el de la espada segura,
tan segura que en ella comenzaba y terminaba todo cuanto de bueno tuvo
en su proyección taurina.
JOSÉ Y JUAN
SEGUNDA EPOCA DE MIS CINCUENTA ANOS DE VER TOROS
Podríamos seguir relatando sucesos de esta naturaleza, pero no terminaríamos hoy y tengo que hablar, decir algo, aunque sea muy poco, de algunos toreros de entonces.
JOSÉ llega cuando feneció el período propio que toda continuación
impone. JOSÉ, en sus comienzos realiza, superándolo, todo lo que vio
hacer a los que se iban: todo lo supera y lo modifica.
Como sabio que era, introduce en su manera de torear cuanto en
BELMONTE ve de extraordinario (de fenomenal), y lo introduce más por lo
que tenia de fundamental, que por lo que de espectacular tuviese, aunque
al público sólo lo último le entusiasmaba. De ahí mi tesis en el acierto de
la denominación de LOS DE JOSÉ Y JUAN, porque sin JUAN, JOSÉ no
hubiera podido ser otra cosa que lo que los demás habían sido; como JUAN, sin la presencia de JOSÉ, no hubiera logrado, como otros antes que JUAN, sacar adelante igual o parecido toreo. Fue, por tanto, providencial que un torero de la categoría de JOSELITO se encontrara con el torero que en JUAN había, ya que entrambos señalaron él camino hacia la cumbre de la tauromaquia. Creo, sencillamente, sin la coincidencia de estos dos fenómenos el toreo hubiera sido prácticamente como hasta entonces. Se hubiera mantenido en la antigua técnica y en los mismos terreros. Pero José, posiblemente el primer admirador de BELMONTE, en aquel difícil momento para él y para la Fiesta, interpreta concienzudamente el difícil y novísimo juego de BELMONTE, adaptando el toreo técnico, de dominio absoluto, a los terrenos se marcan el sitio de torear de BELMONTE. Es entonces cuando el
toreo entra en una evolución ascendente.
Más que su estilo, lo que BELMONTE hizo cambiar al toreo fue su forma de torear. El estilo, su estilo, lo impuso la forma, no al contrario. Fueron
normas que con anterioridad a él rara vez, y en suertes sueltas y difusas,
se había ejecutado. De ahí que al fundirlas en faena continuada, en
ligazón concienzuda, se denominase «estilo belmontista». Para mí, lo más impresionante de este torero es que en su forma de hacerlo sobre los
brazos y frente a la parte de la cara del toro, donde el toro tiene todas las
posibilidades de obligar al torero a una rectificación (que BELMONTE no
rectificó nunca), resolvió la dificilísima situación tan sólo con no moverse
mientras adelantaba el engaño, «cargando» la pierna en el momento que
el toro se «embarca» en el viaje. La esencia de JUAN estaba en que
templaba hasta el embroque, el momento más arriesgado de la suerte, ya
que hasta aquí todo es realizado por delante, siguiendo en el mando
trazado con los brazos y las muñecas en armonía con la cintura, hasta la
conclusión; logrando de aquella manera lances y muletazos de grandes
dimensiones longitudinales, y por el terreno en donde estaba, le era fácil
la ligazón de toda una serie de pases con sólo cargar de nuevo la pierna
contraria en aquellos inverosímiles terrenos en los que JUAN se ponía,
dando gracias a la ciencia de hacer realidad lo imposible.
He aquí la perfección de las suertes del toreo a que llegó JUAN.
Advierto que, técnicamente, esta forma de torear sólo puede hacerse con reducido número de toros; pero hubiera bastado con que JUAN se lo
hubiera hecho a uno sólo, para que el arte del toreo hubiese llegado,
como llegó, a la perfección. Y no se lo hizo a uno, sino a muchos. Alguien
le criticó que esto lo hacia de tarde en tarde, no teniendo en cuenta las
dificultades de los toros: corpulentos, cornalones, con casta, fuerza y,
sobre todo, con el sentido de la mayoría de edad.
El toreo había dado el paso gigante que necesitaba. A JOSÉ y a JUAN les
restaba únicamente depurar todas y cada una de las ejecuciones de las
suertes. Cuando iban camino de ver cumplidos sus deseos sucede lo
imprevisto: a JOSELITO lo mata un toro. ¡Jamás lo hubiese creído!
Ver a JOSELITO mirar al toro era para mí, una lección de principal
importancia. JOSÉ nunca perdía la cara al toro, incluso cuando otros
estaban toreando. Era una tensión la suya en la vigilancia del toro, propia
de un ser "superior. Y, sin embargo, sucedió lo imposible, lo que no podía
suceder: que le matara un toro.
Sucedió porque tenía que suceder; quién sabe sí para bien de la Fiesta o
porque la Fiesta necesitó ese bien. Esto sonará a blasfemia. Sin embargo,
nadie negará que desde su muerte y por su muerte, la Fiesta se ha
conocido mejor se ha hecho un público mejor y, en fin, hasta los toreros
aprendimos a entender razones que comenzaban en la tesis de la
invencibilidad del toro y terminaban en la invulnerabilidad de la técnica.
JOSELITO, desde que dio su primer capotazo hasta el no poderse ir del
toro y morir en él, fue un milagro que no se ha sabido desentrañar y que
si yo fuese escritor quizá osase desentrañarlo o acercarme a ello.
He explicado mi opinión sobre la honda transformación de la forma de
torear de aquellos dos colosos y a donde llevaron el toreo sin disminución del toro, sin quitarle riesgo. Uno y otro, y el uno por lo del otro, hicieron
posible que el arte de torear sobre los brazos, a base de valor. se
conjugara con la técnica, refundiendo los terrenos de toro y torero.
Muerto JOSE la Fiesta quedó incorporada a lo que JOSÉ y JUAN había
aportado. Los toreros (y yo entré entonces en la liza y sentí más que
nadie la falta del maestro, mi único maestro) que habíamos aprendido de
los dos genios cuanto sobre el ruedo uno y otro habían puesto, primero lo
sostuvimos, y, más más adelante alguien hubo que lo elevó a la armonía.
Unos seguimos a JOSÉ; otros, como sucedió con el toreo de Antonio
Márquez, aunque si la arrogancia torera y la vistosidad temeraria,
siguieron a JUAN.
Pero los errores, como Benavente dijo por entonces, son los imitadores,
aunque en los toreros del año 20 hubo continuación y no imitación; una
continuación amarga, más que difícil. Faltaba el guía, que no se había ido,
sino que había muerto cuando su vida la necesitábamos más, cuando
todos creíamos en él. JOSE el invencible era el único seguro ante los
toros, que conocía y amaba.
Desde la trágica tarde de Talavera hasta el año 36 (sin anular la lidia,
porque el toro no lo permitía), yo entiendo que fue la época en la que el
estilismo prevalece sobre el aparato de tragedia que hasta entonces había
sido tónica espectacular del toreo. El mismo BELMONTE lo entiende así y
su toreo es otro. Los toreros de aquellos quince años dimos a cada suerte
lo máximo en arte que toleraba el toro, y como las suertes eran más
largas, comenzaban desde muy lejos y terminaban un cuerpo más allá del
toro, y según la casta, se templaba la embestida; cada lance, cada
muletazo eran una parte triple de lo que terminaron por ser en la época
siguiente. Ante un toro de cuatro o cinco años, con la casta, el poder, la
edad y el peligro del sentido que desarrolla, suponía unas ascensión
considerable sobre lo que hasta entonces había sido el toreo. La exquisitez
del nuevo estilo justifica la digna continuación del tiempo de JOSE y JUAN;
pero como es propio en toda estilización, ésta produjo una tendencia a lo
decadente, imperceptible para el público, pero real. A más arte, más
distracción del público en la profundidad de la técnica. Sin sacrificar la
verdad a la apariencia, ya que aunque lo quisiera no podría hacerlo,
puesto que aquel toro no hacía concesión alguna, los toreros fuimos
evolucionando la lidia a cambio de la fioritura, la estética en el lucimiento,
superándolo como nunca, porque si es verdad que hoy se compone la
figura más bonitamente, verdad es también que se hace por
mejoramiento evolutivo de lo que en herencia les dejamos. La línea es la
misma; el ritmo, no.
En la actuación de estos quince años tuvimos que resolver el difícil
problema que JUAN y JOSÉ habían dejado con la innovación del estilismo, sin que el toro perdiese un ápice de su presencia, poder y trapío. Y como
aquel toro no estaba hecho a la medida del torero, cada vez que la puerta
del toril se abría teníamos que dar la medida que el toro exigía, por lo que
se impuso la ciencia de reducir a la bestia hasta que ésta terminaba por
ser como el torero quería que fuese. Y esto de la reducción hábil fue lo
que originó, con grandes triunfos, grandes fracasos, como sucedió con el
toro «Tapabocas», de Urquijo, que de no haberle tocado en suerte (o en
mala suerte) al maestro de Borox, posiblemente figuraría como fatídico en
la historia de la tauromaquia; porque para no ser víctima de la bravura
encastada, avalada por el excepcional y arrollador poder de aquel toro fue
preciso un torero de las dimensiones de Domingo Ortega. El público le
chilló mucho, tanto como yo le aplaudí y le sigo aplaudiendo, porque creo
que sé lo que el toro fue en voluntad de ataque y en sentido. Y no
digamos de aquel toro llamado «Amargoso», de Albayda, que yo maté
unos años antes... De los ocho o diez toros excepcionales que he visto en
mi vida, el «Amargoso» aquel fue uno de los que con su excepcionalidad
en todo ofreció dificultades insuperables. Embestía desde muy largo como
un bólido, frenaba tan cuanto llegaba a mí y corneaba mis movimientos
con tanta fiereza que redujo, primero, mi coraje; después, me venció el
ánimo, y cuando ni una cosa ni otra me quedó, opté por meterle la
espada. Murió sin que nadie supiera lo que el toro podía haber sido, y se
escribió que era un marrajo, que si estaba o no toreado; pero yo sé lo que
el toro fue: un toro bravísimo, con bravura de la mala, de la que va por el
torero que le falta eso que no se compra en las ferreterías: él valor. Para
reducirlo yo sabia lo que debía hacer, y no me atreví a hacerlo. Bastaba
con que le hubiera adelantado la pierna al mismo ritmo de la muleta,
haciendo un cruce espeluznante para que el toro, embalado en su
velocidad, hubiera seguido el engaño de pierna y trapo hasta el último
alcance de sus pliegues; y repitiendo la suerte cuantas veces hubieran
sido precisas, y a la velocidad que imponía el toro, se me hubiese
entregado. No lo hice, y el toro cargó con el mochuelo, que en lo íntimo
de mi conciencia llevo encima.
Y, como «Tapabocas» y «Amargoso», fueron «Bravio», de Santa Coloma,
que dio la impresión de ser intoreable porque Saleri II no supo verle hasta
cuando ya no tuvo remedio. Y no digamos aquel otro, de la misma
vacada, que a JOSELITO, en 1917, le puso en el trance de que se lo
jugase todo o lo matase, y su sapiencia le aconsejó lo último, matándolo
de un bajonazo. Yo lo vi, y fue aquel día cuando salí de la plaza
convencido de la grandiosidad del de Gelves.
¿Cuántos toros como éstos daban la impresión de intoreables y no lo
eran? Muchos. Y diréis: ¿es que quieres que vuelvan a los ruedos aquellos
toros? ¡PUES, SI! Porque aquellos toros daban la tónica de lo que la Fiesta
debe ser; descubren lo que el torero es, y el público vive en toda su
intensidad la grandeza de lo que él hombre debe ser, por mucho que la
fiera sea. Los aficionados que no se reconfortan con estas emociones son
culpables de las decadencias actuales de la Fiesta.
Podríamos seguir relatando sucesos de esta naturaleza, pero no terminaríamos hoy y tengo que hablar, decir algo, aunque sea muy poco, de algunos toreros de entonces.
Años HA.- La antigua plaza madrileña, ya desaparecida, fue escenario de muchos de los éxitos de Marcial, que aparece ahí en el preciso momento en que comenzaba la demolición del coso. Acudió a decirle adiós.
Fuente: Semanario grafico de los toros El Ruedo. Nº1,188. Madrid, 28 de marzo de 1967.
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