"El famosísimo ganadero me enseñó además sus ovejas y caballos...... me chocó ver que no llevaban la A con Asas, sino una de cruz de balanza. Le pregunté qué significaba este hierro y me dijo solamente se lo ponemos a....."
Conocí a Miura con ocasión de mi viaje a Sevilla hace años, cuando fui a llevar una corrida para la feria de San Miguel, que lidiaron José, “Varelito” y “Fortuna”. Más nos hubiera valido no acudir, pues por aquello de “la mancha en el mejor paño”, creo que no he sufrido yo nunca tanto como en aquel 29 de septiembre. Por mi gran amistad con el mayoral de la casa de Miura, con quien venía juntándome en muchísimas ferias, era obligada una visita al “Cortijo de Cuarto”, en donde coincidí con don Eduardo, lo cual pienso que no tuvo nada de particular, pues me calculo que se pasaba allí la vida. Era tal y como yo me lo había imaginado: de regular estatura, más bien delgado moreno, con la cara y las manos curtidas del sol y del levante, con un mirar expresivo que parecía querer arrancar los secretos a las cosas, y una chispita de burla bailándole en los ojos.
Don Eduardo me consoló con gracejo del mal resultado de la corrida y, aún reconociendo lo bien que había ligado el cruzamiento nuestras vacas antiguas con los toros de Ibarra, me dijo que él no era partidario de cruces, porque lo estimaba peligroso. Decía:
- Todo el que cruza no piensa más en que va a lograr una gran cosa uniendo buenas condiciones que están separadas. Por ejemplo, se lanza a obtener un perro que tenga la velocidad del galgo y el olfato del podenco: pero no se le ocurre que muy bien pude suceder que produzca ejemplares con olfato del galgo y la velocidad del podenco, en cuyo caso... ha hecho las diez de últimas ¡¡¡
Me sorprendió que no llevase garrocha para andar entre los toros, sino un quitasol, pero me dijo su mayoral que era porque se lo había mandado así el médico. Por cierto que, según me refirieron, era costumbre de la casa que las corridas se apartaran, en el momento de echar andar con ellas, por el amo en persona, a cuyo fin concentraban la piara en un rincón, y en cinco minutos don Eduardo, sin ayuda de nadie, con una maña especial, iba sacando los seis animalitos por él escogidos, valiéndose de la garrocha. Cuando dejó de usar ésta, no perdió la costumbre y hacía despuntar a los toros dándoles con el quitasol en la cabeza, como si tal cosa.
El famosísimo ganadero me enseñó además de sus toros, las ovejas y los caballos. Por cierto que enseguida me chocó ver que muchos de ellos no llevaban la A con asas, sino una especie de cruz de balanza. Le pregunté qué significaba este hierro y me dijo solamente se lo ponemos a los caballos cruzados.
Y al insistir yo en averiguar de dónde venía, noté claramente cómo desviaba la conversación. Cuando, al cabo de un cierto tiempo, me junté con el mayoral en una feria provinciana, le rogué que me explicase lo que él supiese de aquel hierro. Y su historia, poco más o menos, es como sigue:
Tenía don Eduardo un íntimo amigo que se llamaba don José Calcaño. Juntos habían jugado de pequeños; juntos se habían divertido de jóvenes; juntos habían acosado mil veces en las fiestas camperas. Calcaño tenía aún más afición a los caballos que a los toros y, al afecto, a costa de algunos sacrificios, logró reunir una pequeña ganadería caballar, de la que estaba ciertamente orgulloso. Mas como este pícaro mundo no cesa de dar vueltas, sopló para el buen hombre el viento contrario y, esfumándose su regular posición, vino a menos, a pesar de que, tragándose las lágrimas, como suele decirse, no se le oyó nunca la menor queja ni daba a entender su ruina por señales exteriores. Sus amigos no se atrevían a preguntarle nada y aceptaban aquel disimulo, como si no lo fuese. Don Eduardo, con gran delicadeza, le ofreció dinero en más de una ocasión; Calcaño rechazaba siempre la proposición, incluso asombrado que se la hicieran. Ni que decir tiene que la ganadería llevaba buen paso y, una a una, se iban yendo de sus manos las cabezas, con rumbo diverso.
- Tengo demasiadas bocas, Eduardo...Me voy a concretar a conservar lo mejor...Yo busco con esto un entretenimiento...No trato de hacer negocio. Cuando le quedaban solamente dos yeguas, Miura le propuso, “para ahorrarle quebraderos de cabeza”, echarlas al campo con las suyas, que eran muy numerosas. No fue fácil convencerle, pero al fin cedió y el famoso ganadero de reses bravas, que tenía su plan, vio el cielo abierto.
- Tú no te preocupes de nada...yo venderé las crías, defendiendo tu dinero lo mejor que pueda.
- Pero deducirás un tanto por los pastos consumidos...
- Naturalmente ¡¡¡ No están los tiempos para desperdiciar el dinero.
Y todos los años en época oportuna...
- Toma: tantas pesetas que han valido los dos potros, para la Remonta, después de deducir gastos.
La cifra iba subiendo de una vez para otra exageradamente, pero Calcaño no parecía darse cuenta... Que necesitado debía de estar el pobre¡¡¡¡...Un día, al cabo de un largo silencio, le dijo a su amigo del alma:
- Sabes lo que estoy pensando? Que mis yeguas son las mejores del mundo: yo calculo que deben ya de tener treinta años y siguen pariendo todas las primaveras unas crías magníficas, a juzgar por lo que me pagan por ellas.
- Por algo no quisiste vendérmelas cuando las traté de comprar, enviándote a un corredor, para que resolvieras libremente.
Y un día que Calcaño tenía en el rostro una tristeza imposible de encubrir...
- Eduardo, presiento que mi vida se acabará pronto, y voy a hacer testamento.
Quiero dejarte como recuerdo una cosa que para mí vale muchísimo y para cualquier otra persona absolutamente nada...A que no lo adivinas?
- Quién habla de morirse, hombre? Y si el caso llegase, yo no necesito de ningún regalo para conservar de ti un excelente recuerdo.
- Ya lo sé, pero quiero darte una gran prueba de amistad cediéndote el derecho a usar para tus jacas...el hierro de mi ganadería!
Otra persona que no fuese don Eduardo quizá lo hubiese tomado poco menos que a broma. Miura, que se daba cuenta de lo que representaba para Calcaño aquel hierro, lleno de telarañas por falta de uso, se emocionó profundamente y le contestó:
- No puedes figurarte lo que te lo agradezco. Y cuando tú faltes (y ojalá no ocurra esto en mucho tiempo) mis caballos estarán orgullosos de llevar en su anca esa especie de balanza de la justicia con que marcabas a los tuyos.
Solamente los aficionados que estén un poco al tanto de lo que es una ganadería podrán dar el verdadero valor a este noble gesto de don Eduardo. De todos modos, cuantas personas no hayan tenido la dicha de conocerle, verán admirablemente retratado en este lance al ilustre ganadero, a quién el gobierno concedió el título de “Excelentísimo señor”... Y se quedó muy corto!
Lo que no sabía el viejo mayoral es que Alfonso XIII, para premiar los grandes méritos de este agricultor y ganadero, que llegó a regentar 14,000 fanegas, le dijo un día:
- Te voy a hacer marqués de los Castellares.
- Muchas gracias, señor, pero le ruego desista de esa idea...yo estoy muy conforme con llamarme Eduardo Miura...
Luis Fernández Salcedo
Fuente: Semanario gráfico de los toros El Ruedo.
Colaboración: Germán Urrutia Campos.
Fuente: Semanario gráfico de los toros El Ruedo.
Colaboración: Germán Urrutia Campos.
Un acierto el publicar tanta nostalgia de lo que fue el toro,ganadero y sus historias.
ResponderEliminarD.JX.
Una historia de un amigo integerrimo y ganadero de leyenda.Bieen.
ResponderEliminarM.D.S.
Cuando el buen amigo hace que las angustias no sean tristeza.A la espera de los siguientes cuentos que hacen un bien al aficionado.
ResponderEliminarD.C.