EL EJE DE LA LIDIA

EL EJE DE LA LIDIA
"Normalmente, el primer puyazo lo toman bien los toros, y si ése fuera el único del tercio, todos parecerían bravos. En el segundo ya empiezan a dar síntomas de su categoría de bravura. Y es en el tercero donde se define de verdad si el toro es bravo o no. En el tercer puyazo casi todos los toros cantan la gallina, se suele decir". JOAQUÍN VIDAL : "El Toreo es Grandeza". Foto: "Jardinero" de la Ganadería los Maños, primera de cuatro entradas al caballo. Corrida Concurso VIC FEZENSAC 2017. Foto : Pocho Paccini Bustos.

jueves, abril 04, 2013

EL EMBRUJO DE SEVILLA: CAPÍTULO VII


VII.
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Al encontrar a Paco en la caseta del «Circulo de Labradores», le dijo Pastora apresurada y nerviosa:
‐Hace media hora que te busco. Hablemos; no tenemos tiempo que perder. ¡Ay, Paco!, si me quieres un poquitín, tienes que cortar por lo sano. Yo no puedo más. Desde hace tres años a esta parte mi vida no es vida. Por causa tuya reñimos con papá a menudo. A toda costa quiere casarme, y como yo le echo los pretendientes al corral, estallan las broncas. Y cada vez peor, y yo me pregunto qué va a suceder en lo futuro, ahora que está contigo que arde.
Paco sonrió.
‐¿Porque le pateé el toro e hice que los picadores le volvieran el palo?... Pues dile de mi parte que con todos los bueyes que me eche haré igual.
‐¡Paco, Paco!, antepones tu orgullo a nuestro cariño. No debías enconar los resentimientos que desgraciadamente existen y que se agravan cada día más entre tú y él. Piensa que, al fin y al cabo, es mi padre y el padrino de tu hermana; que Rosarito y Pepe se quieren, y que también a ellos puedes hacerles mucho mal.
Después que dejaron a Rosarito en su casa, el ganadero, muy quemado, le había dicho a Pastora:
‐No quiero que tengas relaciones de ningún género ni con Paco ni con su hermana. ¡Ea, se acabó! El niño ese se complace en faltarme a la consideración que me debe y herirme donde sabe que me duele más. ¡Cuidado que volverle el palo a mis toros!, es mucho cuento, ¡y encima patearlos, para darme en la cara! ¡Me las pagará! Y hasta Rosarito empieza a sacar las uñas. ¿Viste la pullita que me soltó en la plaza? Quieren guerra, guerra tendrán. Por otra parte, ya sabes que el conde de Peñablanca me ha pedido tu mano y que no ignora el antiguo noviazgo tuyo con Paco. Nada de ambigüedades. Es necesario que definas la situación una vez por todas. Estás perdiendo el tiempo lastimosamente y me tienes muy contrariado. Yo no quiero casarte a la fuerza, mas sabe que si, como espero, aceptas el ofrecimiento del conde, colmarás mis ambiciones y me harás muy dichoso; si por capricho o porque el otro te tira rehusas, yo, con mucha pena, si, con mucha pena, respetaré tu voluntad en eso; pero mientras viva me opondré a que te cases o tengas amores con un torerillo. Con éste no quiero partir peras. Mañana sin falta debes darme la contestación.
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 ‐¿Y tú qué piensas responder? ‐preguntó Paco, así que Pastora lo puso en conocimiento de lo que ocurría.
‐Que te he querido, que te quiero y que siempre te querré...
‐¡Pastora...!
‐Pero con eso no hacemos nada, Paco. Es preciso que tú pongas algo de tu parte para sacarme del infierno en que vivo. Si tú quisieras, todo se arreglaría. En el fondo, mi padre, aunque echa humo contra ti, porque has herido su amor propio, te quiere y te admira. Hoy, después que mataste el primer toro, le oí murmurar: «la valentía de ese chico asombra; no es la valentía de los toreros, es la valentía de los Grandes de España». Escucha, ofrécele las paces; pídele mi mano, diciéndole que, por complacerlo, si él lo exige, te cortarás ese adminículo que llevas en la nuca.
Paco hizo un gesto de asombro.
‐Es un sacrificio, ya lo sé; pero ¿no merezco yo que sacrifiques algo por mi? ‐concluyó ella, aproximándose y envolviéndole en el doble encanto de la mirada cariciosa y la sonrisa provocadora.
Él le cogió la mano y le dijo:
‐Es precisamente por ti, que no puedo hacerlo. ¿Cómo quieres, Pastora, que me presente a solicitar tu mano, después de haberlo hecho el conde de Peñablanca, sin poder darte nada de lo que él te ofrece y ni siquiera asegurarte el bienestar a que tú estás acostumbrada? ¿Cómo retirarme de los toros sin poseer la gloria y la fortuna que sólo me harán digno de ti?
‐Ya eres célebre, Paco; además, sé que volviste a adquirir «La Barrancosa» con su dehesa y todo. Eso representa más de lo necesario para poder vivir decentemente.
‐Es verdad; pero quedo muy empeñado. Me hace falta mucho dinero para salir a flote. Sólo los toros pueden procurármelo.
‐Entonces...
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Paco reflexionó algunos instantes y luego dijo:
‐El amor todo lo puede, Pastora. Cuando es verdadero no necesita la absolución de nadie para existir. Someterlo a esta condición o a la otra es empequeñecerlo. ¿Quieres que sea enteramente sincero contigo, que te hable a cartas vistas? Pues bien; yo desearía que me quisieras por encima de todo, con el beneplácito o sin el beneplácito de tu padre, torero o no torero. Pedir permiso para quererse paréceme herejía; Imponerle condiciones al amor, un sacrilegio. Yo sabría conquistar tu cariño en cualquier torneo, pero no mendigarlo a la puerta de la iglesia. Te quiero y basta; ¿qué me importa lo que piensen y quieran los demás a ese respecto? Tú, no; tú no obras con igual entereza, y eso me apena, me irrita y me llena de resentimiento contra ti. ¡Pastora, Pastora! ‐aquí su voz se hizo suplicante‐, quiéreme como soy; yo siento que he venido al mundo para darle a los españoles un gran espectáculo. Déjame con mi c h a l a u r a ; no trates de arrancármela; me darías una puñalada en mitad del corazón. Si te opones a ella harás que te considere como enemiga acérrima de lo mío, de lo más Paco Quiñones que hay en tu Paco. Sin la embriaguez del peligro, sin la locura de jugar con la muerte, sin la admiración del pueblo, sin los aplausos, sin los triunfos la vida no tiene para mí ni pimienta ni sal. Antes de torear, no lo sabía, pero ahora lo sé. Quiéreme como soy, Pastora. Piensa que no soy un torero como los demás: piensa que no busco sólo el p a r n é y las palmas, como yo mismo me lo figuraba hasta hace muy poco. Arriesgo el pellejo por razones más íntimas y poderosas, porque el toreo es la expresión exacta de mi manera de sentir y de pensar. Sólo toreando soy por entero Paco Quiñones. Pastora, te lo pido con el alma, si realmente deseas ser mi mujer, mi compañera, quiéreme como soy.
Ella bajó la mirada y permaneció silenciosa. Luego suspiró y dijo:
‐¡Ay, Paco!, siento que en ese entierro no me das ninguna vela. Tú te quieres a ti y me quieres para ti, pero no me quieres para mí, como yo deseo y debía ser. Y, francamente, te diré que tu egoísmo me subleva un poco. También yo tengo mis resentimientos contra ti. Si tú tienes tu orgullo, yo tengo el mío. Y tu orgullo y el mío son dos cosas que no casan bien. Yo no sabría hacer dichoso a quien sólo me quisiese a medias. Hice todo lo que humanamente podía hacer. Por ti renuncié y seguiré renunciando a los títulos, las riquezas y las vanaglorias que me ofrezcan todos los condes y los marqueses del
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mundo. Por mí, ¿renunciarás tú, sabrás renunciar al provecho y a la gloria de tu carrera? Te ruego que sinceramente me lo digas. No temas hacerme sufrir. Ha llegado el momento de hablar claro.
El tono imperioso de la moza lo irritó.
‐Pastora, tú no me quieres; no me quieres como yo soy, que es lo mismo que no quererme... ‐dijo. ‐No eludas mi pregunta, Paco...
‐Renunciaré a eso que tú llamas desdeñosamente el provecho y la gloria de mi carrera cuando tenga un nombre ilustre y una fortuna que poner a tus pies.
‐Yo no necesito eso; contigo, pan y cebolla.
‐Yo sí; considera que de otro modo la diferencia entre los dos seria demasiado grande y me sentiría humillado. Prefiero la muerte a eso.

‐¿Es tu última palabra?
Sus miradas se cruzaron como dos estoques.
‐Si, Pastora...
‐Adiós, Paco... ‐concluyó ella, y girando sobre los talones, se alejó.

A poco la vio en un apartado rincón hablando con el conde de Peñablanca. Entonces Paco se acercó a una marquesita de Madrid, muy alegre y pizpireta, y empezó a cortejarla sin sombra de disimulo. Hacia largo rato que en eso estaba, cuando un grupo de amigos, entre los que venía don Gaspar, se acercó a ellos.
‐Queremos ver bailar sevillanas a Pastora. Sólo tú puedes acompañarla. Ya sabes que es una danzarina extra ‐le dijo don Gaspar después de haberle besado la mano a la marquesa.
‐¡Yo...! ‐exclamó Paco.
‐Sí, tú. Pastora nos dijo que contigo las bailaría porque os entendéis muy bien. Además, la gente desea verte tanto a ti como a ella. Rosarito y Míguez formarán la otra pareja. Ya están ahí los guitarreros.
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‐¡Ande usted, ande usted! ‐insistió la marquesita.
Paco vaciló todavía algunos instantes, pero observando que Pastora lo

miraba como desafiándolo, se levantó diciendo:
‐Lo que ustedes quieran.
Y de nuevo Pastora y Paco se encontraron frente a frente. Sonaron las guitarras y las castañuelas; una onda de lirismo y emoción popular barrió la tiestura de la sala. La gente se agrupó en torno a las dos parejas. Los cuatro bailarines, sobre todo Pastora, tenían bien acrisolada su reputación de tales, aun entre el pueblo, que los había visto bailar muchas veces en las casetas de la feria. Con las ventanillas de la nariz crispadas, los labios trémulos y los ojos húmedos y fosforescentes, Pastora miraba a Paco de un modo singular, como si examinase al enemigo con el cual va uno a medirse. Paco sonreía con el ceño fruncido.
«Me quisistes, me olvidastes, me Volvistes a querer.»
rompió a cantar una señorita, y entonces él la vio entornar los ojos, sonreír, echar los brazos a lo alto, como en un voluptuoso desperezo, y ejecutar garbosamente la salida de las sevillanas. Bailaba, no como la niña cándida y graciosa, sino como la hembra que sabe, y, llena de intención, despliega sus seducciones. A cada vuelta, a cada giro, a cada vuelo del pie, quiebro de cintura, revoloteo de los ojos o sonrisa dislocadora, parecía mostrarle a Paco todos los hechizos del cuerpo y del rostro y decirle: «Mira lo que te pierdes». Él jamás la había visto bailar con tanta pasión, ni hacer tal alarde de sus encantos. Desconcertado, al principio bailó mesuradamente, sin meterse en harina; pero luego, enardecido por las provocaciones de ella, lo hizo con calor y gallardía.
‐Vaya con las cosas que se trae esa niña bailando! ‐murmuraban los hombres.
Las damas mostrábanse más parsimoniosas. Algunas encontraban el baile de Pastora demasiado movido y descocado; otras decían que bailaba, no como una señorita, sino como una bailadora de «El Tronío». En el fondo, todas envidiaban el que los caballeros, y en particular los
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entrados en años, se la comieran con los ojos. Al hacer la figura final, le dijo ella muy bajito:
‐Adiós, Paco...!
‐¡Adiós, Pastora...! ‐respondió él en el mismo tono.
Y esquivando las efusiones de los amigos y la curiosidad de las mujeres, que deseaban conocer al héroe del día, y le eran presentadas por grupos, se escurrió por entre el gentío y salió del baile.
«Esto se acabó y requeteacabó», decíase, sin oír e jaleo de las casetas, ni las músicas de los teatrillos diseminados por la feria, ni ver otra cosa que la imagen de Pastora en el momento que le decía «¡Adiós, Paco!» La llevaba como remachada en la retina. Una racha de celos y sensualidad enardecía y enfervorizaba el manso cariño que hasta allí le había inspirado la moza. Y sentía sed de vino y sed de efusión. Los amigos de Sevilla y de Madrid le habían dicho que a la salida del baile lo esperaban en Eritaña para celebrar su triunfo con una juerga mayúscula, pero cuando subió a la manola no se hizo conducir a la famosa venta, sino a «El Tronío».
El último cuadro había terminado. Paco tomó posesión de uno de los gabinetes, pidió Jerez N. P. U. y le envió un recado escrito a la Trianera, que decía así:

«Puriya:
¿Quieres que cenemos solitos los dos? He venido a buscarte porque

sólo a tu lado estaré hoy a gusto. Te espero. ‐Paco».
Apuró una tras otra dos cañas y luego, encendiendo un pitillo, se puso a pasear por la pieza, las manos en los bolsillos del pantalón, los ojos en el suelo. Vestía de frac, y lo llevaba con tanta soltura como el traje corto. No poseía la elegancia correcta y seca del inglés; pero si, en alto grado, la varonil y desenfadada del noble español. Por lo demás, la prenda venía de Londres; se la había hecho Paco allí cinco años atrás y era la primera vez que se la ponía después de haberse hecho torero, porque era también la primera vez, después de adoptar su profesión, que concurría a un baile de sociedad. En los teatros y demás espectáculos públicos se había presentado siempre hasta entonces de corto, y de corto, luego que se hizo célebre, y en palmitas, lo recibían
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en los clubs que de nuevo empezó a frecuentar. A los ojos de todos Paco dejó de ser el señorito de rumbo, que se había hecho torero, para convertirse en el niño mimado de la fortuna y en el prototipo de lo más andaluz de Andalucía.
‐¡Olé los milores con salero! ‐le dijo la Pura al entrar, y luego, poniéndole las manos en los hombros y mirándolo con ternura y admiración a la vez, exclamó: ‐¡Paco, Paco, casi me has hecho morir de miedo y de gozo! Salí enferma de la corrida. ¡Chiquiyo, vas a volver loca a España!
‐¿De veras te gusté tanto?
‐¡La mar!... Nunca sentí en la plaza lo que hoy; ganas de reír, ganas de llorar; a veces me parecía que me hundía en un pozo muy negro y muy hondo; otras, que me subían al cielo en brazos los serafines. No te puedes imaginar... ¡Y como yo todo el mundo: los hombres despampanaos, las mujeres chalaítas!
‐¿Tú también?...
¡Yo la primera; y que no lo sabes tú, granuja!...
‐Sí, lo sé, pero repítemelo muchas veces. Nunca me cansaré de oírlo.
‐Si, Paco; desde que hablamos en la freiduría estoy chalaíta por ti. ¿Qué tienes tú para guillarnos a todos así?
‐El demonio andaluz en el cuerpo ‐respondió él con su risa blanca‐, que es el ansia loca de espantar a los hombres y de que me quieran todas las mujeres.
‐¡Charrán...!
‐... Y en particular tú. Pero el que enloquece no soy yo ‐añadió, cesando de reír‐, sino el redondel. Si, Puriya; el redondel nos electriza, nos transfigura, nos convierte en héroes legendarios. Yo estoy seguro que el público se imagina, en su entusiasmo, que el torero es España y el toro el Destino, y delira viéndolo desafiar arrogante y luego burlar la ira de la fiera, y vencerla y dominarla, y, finalmente, tenderla muerta a sus pies. Lo que nos recuerda tan a lo vivo nuestra valentía de otras épocas, nos transporta y embriaga. El que las evoca cumple acaso un
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alto fin. Yo lo presentía, pero no lo sentí hasta que te oí discurrir sobre tu baile. Pensando, pensando en lo que hablamos aquella noche, ¿recuerdas?, y luego de mañanita, en la Giralda, de golpe me conocí más, vi más claro en mí, y adiviné lo que el pueblo de mi esperaba. En gran parte te debo el triunfo de hoy, Puriya. Y por eso, en lugar de irme de juerga con mis amigos, el cariño y la gratitud me han traído aquí para correrla sólo contigo, porque se me antoja que tú sola me comprendes y quieres como hace falta quererme y comprenderme.
‐¡Paco, Paco...! ‐exclamó ella cogiéndole la cara entre las manos y bebiéndole el alma por los ojos‐. Yo no sé cómo te quieren los otros, pero siento aquí algo que me dice que te quiero más y mejor que nadie.
‐Tú me quieres torero ¿verdad?
‐¡Te quiero por todo lo que tú eres; por todo lo que tú llevas en ti; porque me gustas de corto y de largo, y porque se me ocurre que, a la vera tuya, soy otra mujer, una mujer capaz de un amor muy grande, pero muy grande...!
‐¡Puriya...!
‐¡Paco...!
Y sus bocas ávidas se fundieron en un beso. Paco la sintió desfallecer en sus brazos, mientras experimentaba él mismo una embriaguez dulcísima, un deleite inefable, que le dilataba el pecho y ahondaba la respiración.
‐Pura, Puriya, te quiero; te quiero con los reaños del alma. Nunca te he querido así ‐le murmuraba él al oído‐. Te tengo en los brazos, siento tu corazón palpitar contra mi corazón; siento el contacto de tu cuerpo divino y la voluptuosidad inmensa no ahoga la ternura infinita.
‐Así, así deseo que me quieras; así te quiero yo a ti. ¡Ah, qué felicidad, Paco! ‐musitaba ella, apretándose dulcemente contra él‐. Sentirse, no deseada brutalmente, sino querida. Yo siempre, desde que te conocí, deseé y esperé que me quisieras así. ¡Paco, Paco mío; Paco de mis entrañas! ¡Quisiera tener diez y seis años y ser mocita para entregarme a ti en cuerpo y alma! ¡Ay, no puede ser, y eso me hace sufrir. me atormenta día y noche! Temo no ser bastante digna
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de ti... Y, sin embargo, puedes creerlo, a pesar de todo, a pesar de mi vida arrastrá esta Pura, que te quiere, no ha sido de nadie, sino tuya, sólo tuya.
‐Lo sabía, y por eso te quise y te quiero. Yo sé que lo que eres ahora para mi no lo fuiste ni lo serás nunca para nadie. A mi me pasa algo semejante, Puriya: sólo contigo, entiéndelo bien, sólo contigo, he sido y puedo ser lo que realmente soy: Paco puro, Paco total. Y yo quiero serlo. Desde hoy en adelante tú y los toros. Esa será mi vida.
Ella, levantando la cabeza y mirándolo con los ojos muy abiertos, le dijo:
‐Paco, tú has reñido con Pastora ¿verdad?
‐Si, y esta vez definitivamente ‐luego, brindándole una caña y cogiendo él otra, agregó:
‐Choca, Puriya; brindemos por nuestro amor, que será la cosa más bonita y salada del mundo, porque olerá a Jerez amontillado, a claveles reventones y a sangre de toros.
Y con los labios trémulos de pasión y húmedos de vino, tornaron a unir sus bocas en un beso ancho y hondo.
En los gabinetes vecinos oíanse floreos de vigüelas, acompasados taconeos, olés y palmas. De pronto al temple cálido y angustioso del Pitoche llegó como una queja hasta Paco y la Pura. Se separaron y sentaron frente a frente, y mirándose, Paco vio a Pastora y la Pura al Pitoche.
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2 comentarios:

  1. Un magnifico relato,apasionante, de la fiesta y de Sevilla.
    S.D.S.

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  2. El romanticismo de la fiesta que ya no existe,pero que fue su grandeza.
    La próxima entrega de fijo a seguir con El Embrujo de Sevilla.Muchas gracias.
    C.P.T.

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