Joselito el Gallo en Acho
Antonio Bienvenida
Escribo estas líneas bajo la inspiración e influencia, de alguna forma,
de Joaquín Vidal cuando en su crónica de la corrida del día 8 de
febrero de 1999 de la feria de Valdemorillo decía: “Aquello de que a
los toros hay que ir a divertirse es una falsedad. A los toros hay que ir dispuesto a sufrir; provisto de lupa para comprobar la casta y la fortaleza de las reses, la integridad de sus astas, el discurrir de la lidia, el
mérito de los lidiadores, la calidad de los lances, el correcto estado de
la cuestión”.
Yo aún con el respeto que me merece el maestro, en lo de ir a sufrir... pues no quiero llegar a tanto, aunque eso sí y como he dicho más arriba una corrida de toros no es una diversión. Pero, paradójicamente, hoy hay muchas corridas divertidas, apoteósicas algunas, diría yo. Y esto no ocurría ni se prodigaba tanto antes cuando las corridas de toros fueron algo grande, serio, tremendo, cuando el arte provocaba una experiencia estética traducida en goce y disfrute sensitivo. Hoy el que se divierte es el público mientras que el aficionado se aburre. El aficionado jamás se ha aburrido en los toros como hasta ahora cuando el tinglado en que se ha convertido la fiesta está dispuesto para que se divierta todo el mundo; el primero el torero. Se le nota cuando después de una tanda de muletazos, en su mayoría vulgares, se aleja de la cara del toro con “sonrisa profidén”, contoneo sensual de caderas, ostentación impúdica de genitales, y andares jacarandosos y sandungueros diciendo: ¡ahí queda eso! Y el público se divierte satisfecho y admirado cuando lo único que ha hecho ha sido alejarse veinte metros del animal, no sé por qué, para tener luego que volver mientras que agazapado en la tronera del burladero el peón de turno le grita: “¡amos a guhtarnos!” .Toreo de ida y vuelta.
Yo aún con el respeto que me merece el maestro, en lo de ir a sufrir... pues no quiero llegar a tanto, aunque eso sí y como he dicho más arriba una corrida de toros no es una diversión. Pero, paradójicamente, hoy hay muchas corridas divertidas, apoteósicas algunas, diría yo. Y esto no ocurría ni se prodigaba tanto antes cuando las corridas de toros fueron algo grande, serio, tremendo, cuando el arte provocaba una experiencia estética traducida en goce y disfrute sensitivo. Hoy el que se divierte es el público mientras que el aficionado se aburre. El aficionado jamás se ha aburrido en los toros como hasta ahora cuando el tinglado en que se ha convertido la fiesta está dispuesto para que se divierta todo el mundo; el primero el torero. Se le nota cuando después de una tanda de muletazos, en su mayoría vulgares, se aleja de la cara del toro con “sonrisa profidén”, contoneo sensual de caderas, ostentación impúdica de genitales, y andares jacarandosos y sandungueros diciendo: ¡ahí queda eso! Y el público se divierte satisfecho y admirado cuando lo único que ha hecho ha sido alejarse veinte metros del animal, no sé por qué, para tener luego que volver mientras que agazapado en la tronera del burladero el peón de turno le grita: “¡amos a guhtarnos!” .Toreo de ida y vuelta.
Y de paso el público se divierte. Y se divierte el torero cuando como uno que yo me sé (diría D. Joaquín) entre muletazo y mule-
tazo se pone a cantar por no sé qué palo de flamenco. El toreo y el
toro hechos diversión y mentira, no emoción ni miedo. Cuando estás
delante de un toro bravo, encastado, que te quiere comer no un
remedo de toro, te engorda la lengua, no te cabe en la boca, se te
reseca la garganta y no la tienes precisamente para hacer gorgoritos
ni quebrarse en un “quejío”.
Hoy el toro no presenta ningún problema a resolver y el torero se lleva
a las plazas la faena hecha , comentada con apoderado y amigos de confianza y pensada en la siesta previa a la corrida. Algo tan importante
como la imprevisión ha desaparecido y así también la gente lleva a las
plazas la faena pensada, derechazos y más derechazos, algún que otro
natural pocos, desde luego, el consabido de pecho de pitón a pitón,
y por supuesto las manoletinas, ¡que no falten! Y con esto este público
de aluvión y festivales sale de la plaza con la sensación de haberse
divertido una barbaridad aunque de diez festejos, nueve los haya presidido la vulgaridad más absoluta, incluido el gesto del torero de poner la montera boca abajo si en el brindis al respetable ha caído hacia arriba, con el consiguiente ¡oohhh! de frustración y el posterior ¡bieennn!
de felicitación.
Y al divertido espectáculo no puede faltar el ganadero. Cuando fabrica el toro, que no es lo mismo que criar, lo hace con la libreta en mano
donde aparece la guía de todos los tópicos relativos al comportamiento de la res, tales como “romper hacia adelante en las telas”, “toro
enclasado”, “que vuelque la cara en la muleta”, “debe dejarse”, “atemperada embestida”, “colaboración” con el diestro y todo un sinfín de
etcéteras que garanticen las diversión. El ganadero debe también, por
supuesto, estar para evitar la catástrofe; que al torero se le posibilite llevar a cabo la faena que trae hecha a la plaza; impidiendo que el
más mínimo cabeceo del animal le obligue a improvisar porque no
sabe y porque al final si no se concitan las circunstancias y elementos anteriores estamos perdidos, público y toreros. Toda la cuestión se
ha reducido a una sola: que el toro no frustre la escasa y repetida
gama de pases que supone el toreo de nuestros días.
Pero subyace un problema: a pesar de todo, los toros no salen de chiqueros enseñados a la perfección, pero los toreros sí. Cuando el toreo
consistía en resolver artísticamente y con maestría y oficio una serie
de problemas, el toreo era muy difícil. Requería un aprendizaje, desde
hacer tapias a duras capeas, siempre muy sacrificado. Hoy cualquier
chico de escuela taurina se sabe el papel al dedillo, todos torean igual,
son todos clones unos de otros y el misterio de la personalidad de cada
cual brilla por su ausencia. Y por esto se aburre el aficionado, porque
antes hubo un tiempo en que nunca un torero era igual a otro, porque tampoco los toros eran iguales, y cada uno tenía su lidia que unos
se la sabían dar y otros no. Y surgía lo imprevisto, saltaba la emoción,
las corridas resultaban de un interés apasionante y aún la más tediosa, para el aficionado no lo era porque el buen aficionado no iba ni
va a los toros a divertirse, sino a llenarse de emoción, admiración y
en ocasiones de angustia.
Se me ocurre: si el público quiere diversión con toros de por medio
ahí tiene, y siempre con el mayor de mis respetos, los espectáculos
cómico-taurinos-musicales de los enanitos del Bombero Torero.
Reitero mi consideración para con estos profesionales recordando que
Manolete se inició en la parte seria del espectáculo cómico-taurino
de “Los Califas”.
El aficionado va a los toros a buscar algo distinto a la diversión. Busca
algo más serio y noble. Va a emocionarse en una lucha leal y artística donde torero y toro presentan sus armas en un encuentro dramático donde cabe darse la apoteosis del arte, la exaltación de la estética y la naturalidad como esencia. No; a la corrida de toros cuando
se desarrolla con su tremenda magnificencia, cuando hay un momento de verdad en que se arrostra la posibilidad de la muerte la más
esencial de las posibilidades del hombre y cuando todas esas conjunciones hay ocasión en que no caben en los estrechos límites de una plaza de toros y hay un triunfador, el torero, que sale por la puerta a
hombros ovacionado por las masas, no, a los toros no se puede ir en
busca de diversión.
Recogía Federico García Lorca en su conferencia sobre el duende:
“Ni en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de hacer sufrir por medio del drama, sobre formas
vivas, y prepara las escaleras por una evasión de la realidad que
circunda”.
El toreo, en tanto que metáfora de la vida, en palabras de Bergamín, "es seriedad y solo seriedad. "
Paco Ruiz
Miembro de la Asociación El Toro de Madrid
Miembro de la Asociación El Toro de Madrid
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