El Desjarrete de Acho compartirá con sus lectores a lo largo del nuevo año, la novela que en su concepto, es la que mejor relató el mundo que circundó el TORO de siempre.
Que lo disfruten¡¡¡¡¡¡¡¡¡
ciantes, labradores y tratantes de bestias,
circunspectos, bien trajeados, pulcros, aficionados al buen café y al
buen cante, y que apuran lo uno y oyen lo otro con unción cuasi
religiosa. Estas dignísimas personas no prorrumpen en alegres olés
cuando se arrancan los del cante, ni jalean a las bailadoras, ni se corren
a convidar a las artistas con unas cañas al descender del tablao y
desperdigarse por las mesas de los amigos para apurar el gasto, entre
cuadro y cuadro. Les sonríen al pasar, y a punto seguido, cambiando
repentinamente de fisonomía, como quien se quita una careta y se
pone otra, hablan, plegadas las cejas de astracán sobre los ojos
inquisidores, de la alza o la baja del aceite, de las perspectivas
halagadoras o malejas de las cosechas, de la peste de los manidos
cochinos, de las próximas ferias de Mairena, de Carmona, de Utrera...
Son gentes graves, de peso; dan la impresión de las cosas bien
acomodadas a su fin, y de arraigar en lo útil y necesario como las peñas
en la playa. Junto a ellos, los otros semejan los granos de arena que
arrastre el viento.
«El Tronío» es, no sólo la Meca del cante, toque y baile flamencos,
donde se conservan las viejas tradiciones de ese extraño arte o
acrisolan sus nuevas modalidades, sino también una especie de lonja
en la que se cotizan los méritos de la gente de coleta y los artistas del
tablao, y negocian, al mismo tiempo, entre trago y trago y copla y copla,
mostos, aceitunas, jumentos y bestias. Los empresarios firman allí
muchas contratas; chalanes, corredores de granos, vinos y aceites, y
hasta agentes de banca y usureros, tienen abiertas, cada cual en su
respectiva mesa, las oficinas de sus negocios, la cual da pie, durante el
día, a un bullicioso salir y entrar de gentes de todas clases y cataduras,
que dilatan luego por toda Sevilla, y aun por buena parte de España, la
influencia económico‐artística del café. Éste ocupa un vetusto edificio
de techo de teja, cubierto de jaramagos y verdín, balconada de hierro y
ancho patio de mármol blanco, con alicatado de desvanecidos azulejos
y columnas de capitel mudéjar. En el centro del patio ríe una fuente
diminuta, de mármol también, rodeada de tiestos de flores. Un chorrito
de agua retozón surge de la fuente, se abre a un metro de altura y cae
como una lluvia de diamantes en el tazón sonoro. La luz entra por una
claraboya de cristales coloreados, cerrada en invierno, abierta e
interceptada con un toldo, que imita una manta jerezana, en los rigores
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de la canícula; por este arte, el patio se conservaba luminoso y tibio en
la estación fría, velado y fresco en el verano. Y en el ancho patio de
paredes enjalbegadas de cal, bajo los corredores que forman abajo las
galerías altas, y frente a frente, se hacen guiños y prestan mutua y
eficaz ayuda el tablao y el mostrador, la gracia y el negocio. El resto del
espacioso recinto lo ocupan las mesas. Los gabinetes reservados están
instalados en el piso alto y disponen de una porción de la galería,
apañada a manera de palco.
Desde allí se puede presenciar recatadamente el espectáculo del tablao
y la concurrencia de la sala. A esos gabinetes misteriosos, para los
boqueras y granujillas cielos del profeta, se asciende por la escalera
principal, ubicada en un ángulo del patio, y también por otra secreta,
con entrada propia por el fondo del edificio, que da a una callejuela
estrechísima y sombría. Cuando concluyen los cuadros en el café
principian las juergas a puerta cerrada en los gabinetes. Las hembras
de la casa suben a ellos por la escalera principal; otras de fuera, solas o
acompañadas hacen lo propio; algunas gachís de trapío y tal cual
tapada, recogida la pollera, el rostro oculto en el embozo del mantón o
los pliegues de la mantilla, ascienden furtivamente por la angosta
escalera del fondo, mostrando unos ojos de huríes, unos dedos
cuajados de sortijas, unos pies arqueados y corno tendidos siempre
para disparar la amorosa flecha.
El mozo de guardia, muy solícito, las hace entrar a uno de los
gabinetes; ellas toman posesión de él, y, suspirando, preguntan, poco
más o menos, lo mismo:
‐¿No ha venido ese charrán?
‐Entoavía, no; pero no se azare usted, que ya está al caer.
‐¿Cómo lo sabes? ¿Te ha dicho algo?
‐Me lo da el corasón ‐responde el granuja, sonriendo con los ojos, y se
va, y vuelve luego con una batea de cañas y algunas cosillas para hacer
boca: aceitunas, anchoitas, camarones...
La sala está de bote en bote. No hay ni una sola mesa desocupada. Los
palquillos también rebosan de gente. Las mujeres lucen más flores en
la cabeza, y los hombres sus anchos y sus ternos de las grandes
solemnidades. Mantones de Manila y rebocillos de colores fuertes
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ponen aquí y allí unas pinceladas vivas y gozosas. Oros afiligranados,
diamantes, sellos antiguos y morrudos dijes brillan en las pecheras y
los chalecos. Es Sábado de Gloria: el Señor ha resucitado, y los
sevillanos se disponen a ahogar en vino y jolgorio las supuestas
abstinencias y peniyas de la Semana Santa. Después de las impresiones
dolorosas de la Pasión, la alegría de vivir recobra sus fueros. A las
misas solemnes, los Pasos y las saetas, siguen las ferias, las corridas y
los tangos. Termina la ostentación de las lágrimas y empieza el
derroche de risa y la furia de gozar, ya con el vino, ya con la sangre, ya
con la vida, ya con la muerte. Doble número de sedientos acude a los
cafés, las ventas y los colmaos, algunos buscando el olvido de la
embriaguez, otros la embriaguez del olvido. Sevilla, como su poeta,
tiene «alegre la tristeza y triste el vino». La pena está en el fondo de la
copa, y la copa en el fondo de la pena. ¡Beber, beber! En esos días el sol
reverbera en las paredes blancas y arde en los tejados; la manzanilla
corre a ríos, las ventanas florecen, las casas cantan, las hembras dejan
al pasar un rastro perfumado. La ciudad entera huele a vino, a claveles
y a ropa blanca de mujer. Suenan per todas partes guitarras,
castañuelas y organillos. Los botones, las yemas, los capullos, las
coplas, revientan en los patios, y en las bocas de las mocitas estallan los
besos. Por las noches las rejas hablan. La primavera, cargada de
aromas y cantares, viene de los jardines, las huertas y los campos;
alegra los tugurios sombríos, las sórdidas callejuelas y transforma, con
sus artes mágicas, la fealdad y la miseria en donosura y esplendor. El
añil del cielo tórnase azul rabioso. Los azulejos fulguran. La luz viste la
Giralda de sangre y fuego, reanima los revoques muertos de la Torre
del Oro y del Alcázar y hace del Guadalquivir moreno un río de plata
viva. Las gentes, ebrias de sol, circulan sin reposo por las calles
sonoras; ríen, bromean, requiebran a las gachís de sayas almidonadas,
que pasan derramando sal, y entran en las tabernas.
***
Como todos los años por Feria, «El Tronío» ha doblado el número de
mesillas y reforzado el cuadro con algunos artistas de fuste, entre ellos,
esta vez, la famosa «Trianera». Tornaba al café después de tres años de
ausencia. Salió de Sevilla pobre, desconocida y en harapos, y volvía
célebre y cubierta de joyas. Mil hablillas y especies corrían sobre su
rara fortuna, fantástica historia en la que intervenían, como en la de
Lola Montes, la Bella Otero, Anita Delgado y tantas otras, reyes,
príncipes indios, duques rusos, lores, banqueros y potentados de
diversa calaña. Pero de cierto nada se sabia, sino que era una real
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mujer y la mejor bailadora de España. «Cuando la Trianera echa los
brazos al cielo, se vienen abajo del cielo los serafines», decían los
hiperbólicos cronistas de Cádiz, Jerez, Málaga y la misma villa del Oso y
del Madroño. Los parroquianos de «El Tronío» recordaban, sí, a la
chavaliya sin formas de mujer aún, que, al pisar el tablao, ya se traía
muchas cosas bailando; cosas propias, cosas que le salían de adentro y
le imprimían a su baile, extremadamente apasionado, más gracia y más
intención a la vez. Había mucho interés por verla. La aparición de una
bailaora o un cantaor con puntas y ribetes de original sólo tenía
parangón con el surgimiento de algún fenómeno del arte taurino, y ese
año, las novedades del tablao no le iban en zaga a las novedades del
ruedo, donde iban a torear en competencia el ídolo cordobés y el ídolo
sevillano, y a tomar la alternativa y alternar con matadores de cartel
Paco Quiñones, el famoso novillero. Éste era un señorito de la
aristocracia que, al verse arruinado a la muerte de su tío y tutor, se
había echado a la plaza, como con un trabuco pudiera haberse echado a
los caminos, contestándoles a los parientes y amigos que intentaron
disuadirlo de su descabellado propósito, haciéndole observar el
desdoro y riesgo de aquella profesión, que «la miseria daba más
cornadas que los toros», y que «la mayor de todas las vergüenzas era
no tener una peseta». El señorito traía revolucionada a media España,
porque metía el pie, y sin escupirse, sin echarse fuera, dejaba unas
estocadas hasta las péndolas, consumando la arriesgadísima y difícil
suerte de matar recibiendo, olvidada después del gran Domínguez.
Paco se había criado alrededor de los toros. Su tío poseía una dehesa
de reses bravas a orillas del Guadalquivir. De chiquillo toreaba y
acosaba en las tientas de la casa, y de mozo iba con sus amigos de «La
Garrocha» a derribar reses o capotearlas a los cortijos de Miura,
Murube, Orozco, marqués del Saltillo y otros ganaderos con los cuales
tenía muy buenas relaciones o estaba emparentado. En todas partes lo
querían bien porque era campechano, alegre, decidor, rumboso y
extremadamente sociable: un verdadero andaluz, sin los
flamenquismos ni las gitanearais que adulteran la gracia primigenia de
la especie. Un singularísimo don de gentes, que le venía, sin duda, de
haber frecuentado las bajas y las altas esferas sociales, hacía que se
encontrase a sus anchas lo mismo entre labriegos que entre señoritos,
sin que entre éstos o aquéllos dejase de ser lo que era siempre: un
mozo crudo y un cumplido caballero, sin más defectillos que el
acendrado amor a las cosas de la tierra, buenas o malas: el vino, el
juego, las mujeres, los caballos y los toros. Chapurreaba el inglés y el
francés; había leído un poco y viajado algo por el extranjero; pero ni
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material ni intelectualmente le gustaba salir del ambiente sevillano. Le
parecía que el hombre sólo estaba bien montado en una jaca andaluza,
o parado, con estoque y muleta, frente a un toro. Sus caballos de campo
o de paseo tenían fama por lo hermosos y bien adiestrados; su silla
vaquera, su manta jerezana, sus zahones eran de lo más primoroso y
gitano que se conocía. Y cuando en las dehesas derribaba un becerro y
echaba pie a tierra para darle unos mantazos o toreaba de capa y de
muleta a las vaquillas en los muchos tentaderos a que concurría, nadie,
ni aun los toreros de profesión, los hacían más frescos y ceñidos que él.
Sin embargo, no había toreado nunca en las becerradas que, con
presidentas de mantilla y falda corta, celebraban periódicamente los
señoritos de Sevilla. No le gustaban las mojigangas. Pero por
calaverada y con nombre supuesto, lo hizo, ya a pie, ya a caballo, en
muchas plazas de los pueblos, donde los empresarios de malas
entrañas solían echarles a los pobres maletas, que exponían el pellejo
por cuatro duros, unos toros como catedrales y que, al decir de las
gentes, sabían griego y latín. Allí el peligro era real, y a Paco le gustaba
afrontarlo. Bromeando y desternillándose de risa hacía cosas que les
ponía a sus camaradas los pelos de punta. Una vez dio un quiebro con
un prójimo a babuchas; otra, en que los matadores se negaron de irse
al bicho por ser muy grande y asesino, Paco se tiró del caballo en que
hacía de picador, cogió los trastos y con monas y todo lo muleteó hasta
dejarlo con la lengua colgando, echándolo luego al otro mundo de una
estocada mayúscula. Volvió a la fonda entre una pareja de la Guardia
civil y la escolta del pueblo que lo aclamaba. El caso se supo en Sevilla y
aumentó los prestigios del mozo, ya muy popular por otras hombradas
semejantes, líos amorosos y reputación de excelente caballista. Sus
amigos de «La Garrocha» y del Circulo de Labradores, al conocer la
aventura, le dijeron, palmeándolo cariñosamente:
‐¡Eres mucho Paco!
Y los granujillas al verlo pasar en su jaca torda, haciendo piernas y
desempedrando las calles, le gritaban:
‐¡Olé, los señoritos!...
Él los saludaba a cada uno por su nombre, les tiraba un puro y seguía
su camino sin sonrojarse ni envanecerse, recibiendo aquellos
homenajes como la cosa más natural del mundo. Aunque arrebatado
por temperamento, poseía ese ostentoso dominio de sí o burlona
entereza que admiran tanto los andaluces, sin que la suya degenerase
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en desahogo o arrestos de matón, como suele acontecer generalmente.
Tomaba las cosas como venían, con musulmana aceptación del Destino,
sin inquietarse, sin preocuparse, dejándose correr; pero si hacía falta
resolverse lo hacia metiendo el pecho y cortando por lo sano. Los
derrotes de la fortuna y los derrotes de los toros no se esquivan
luyendo, sino parando, decía. Por eso cuando los ejecutores
testamentarios de su tío le dijeron y demostraron con documentos a la
vista que aquél había disipado sus bienes propios y también los que su
hermana, la madre de Paco, le confiara, añadiendo que era necesario
vender las propiedades para pagar a los acreedores y sanear un
pequeño capitalito, él se quedó tan fresco, y por toda respuesta los
invitó a tomar una copa da vino. Después da apurar la suya encendió
un pitillo, echó una gran bocanada de azulado humo y dijo
reposadamente:
‐Sabía que estábamos muy entrampados, pero no creí que llegase a
tanto. Bueno está. No tengo nada que objetar a lo que ustedes dicen.
Vendan los cortijos, los ganados y todo lo que haya que vender, salvo
esta casa. Ésta me la quedo. Aquí nacimos Rosarito y yo, y de aquí sólo
saldremos con los pies por delante.
‐Pero hijo ‐observó uno de aquellos graves señores‐, ¿cómo vas a
componértelas para sostenerla, si apenas te alcanzará lo que queda
para cubrir su importe?
‐Eso es cuenta mía ‐respondió sonriendo‐. Aseguraba el gran Cúchares
que los toros tienen un criadero de duros en los morrillos. Allí iré a
buscarlos yo.
‐¡Torero, tú...!
‐Torero... Apretado por la necesidad como yo, ¿no se ha hecho cómico
un grande de España? ¿No alancearon toros el Cid Campeador, Carlos V
y don Juan de Austria? ¿No rejonearon Pizarro el Conquistador, el
duque de Medina Sidonia y el conde de Puñoenrostro? ¿No fue torero
de profesión un noble descendiente de Guzmán el Bueno? ¿Yo mismo,
no cuento entre mis antepasados a aquel famoso vizconde de Miranda,
marqués de Torre Cuéllar, que mataba toros compitiendo con los
estoqueadores de profesión? El que un español de buena casta sea
bandido, conquistador o torero, está en el orden. Además, aquí, para no
morirse de hambre, hay dos caminos que seguir: o político o torero. Lo
segundo es más decente y también para lo único que sirvo yo. El
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trabajo oscuro, el ahorro paciente, los renunciamientos de la miseria
no se han hecho para este fraile; el peligro y el rumbo, sí. Qué quieren
ustedes, así me parió mi madre. Tengo veintiún años. Soy fuerte y ágil.
No me falta corazón. Sé andar alrededor de los toros, porque entre
ellos me crié, y sé también a ciencia cierta que, con el estoque en la
mano, las mulas arrastrarán lo que me echen por la puerta del
chiquero, y eso, créanme ustedes, es lo bastante para ganarse miles de
duros y vivir como yo lo entiendo. Por otra parte ‐agregó dejando
traslucir cierta emoción‐ no quiero que Rosarito, mi pobre hermanilla,
descienda ni en un ápice de lo que fue.
Y no hubo más. Se dejó crecer el pelo, vistió de corto y desapareció de
los centros sociales, que antes frecuentaba asiduamente. Sólo se le veía
de tarde en tarde a caballo, de vuelta de algún cortijo, el ancho sobre
los ojos negros, el barboquejo sobre los labios rojos. Su rostro, de
facciones regulares, aunque un tanto duras, se hizo más huesoso y
afilado; su mirada, más firme, y casi provocadores el gesto y la actitud.
Tenía el arrogante continente del mozo andaluz, mucho de señoril y no
poco de bandolero, sobre todo cuando iba en su jaca luciendo la
indumentaria campera: los zahones, las polainas serranas y el
marsellés. Un pliegue profundo le rugaba el ceño y partía la frente,
antes tersa y pequeñita como la de una mujer; otro desdeñoso le
bajaba los ángulos de la boca, grande y sensual. Apenas transcurridos
tres meses de haber tomado la extrema resolución de echarse al
redondel, rompía su compromiso de matrimonio, vestía el traje de
luces y toreaba, con grande escándalo de la sociedad sevillana, en
Huelva, luego en Alcalá, después en Murcia. Y empezaron a lloverle
contratas. Las Empresas se lo disputaban. Entusiasmaba a los públicos
ver a un señorito de la nobleza matando toros. Los periódicos venían
llenos de su nombre. El culto del pueblo por el valor y la bizarría tuvo
un ídolo más a quien levantarle altares; el amor de lo pintoresco y lo
romántico sedujo a la aristocracia y la burguesía. Se supo que había
amores contrariados y una niña muy bella que suspiraba... Sevilla no
necesitó más. Paco se hizo célebre. Los cantadores le compusieron
coplas y tangos, los ciegos letrillas, las cigarreras canciones. Aunque
novillero, llegó a ganar tanto casi como los matadores de más cartel. Y
cuando toreó por primera vez en Madrid, sus amigos de «La Peña»,
sintiendo que obraban castizamente y que hacían lo que España pedía,
se mostraron con él por todas partes, en los teatros, en los paseos, en la
calle. Y Paco se dejaba querer. Lejos de ocultar su nueva condición,
hacía alarde de ella; vestía de corto siempre, aunque la moda iba
cayendo en desuso; exageraba la nota pintoresca de su indumentaria
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como una reacción contra el señoritismo grotesco de la torería, y
llevaba la coleta baja para que todo el mundo se enterase... Por lo
demás, seguía siendo el simpático Paquiribilis de siempre, aunque algo
menos manirroto, pero siempre dispuesto a correrla en toda ocasión y
a jugársela también. Nunca estaba solo, y dondequiera que estaba, las
miradas se dirigían a él. Esa misma noche, a pesar de encontrarse en la
sala algunas celebridades del toreo, la mesa de Paco era la más
concurrida. Además de sus acólitos de Sevilla, el pintor Cuenca, Pepe
Mínguez y el picador Tabardillo, lo acompañaban varios señores y
pollos de Madrid, que habían venido expresamente para verle tomar la
alternativa. En aquella mesa se solía hablar tanto del problema
español, que andaba de boca en boca perpetuamente, sin que se
resolviera nunca, como de pintura, mujeres, toros, caballos y cante
hondo. Cuenca elevaba el tono de la conversación a lo general y
trascendente. Su imaginación de artista y espíritu razonador lo
llevaban a establecer fantásticas relaciones entre realidades sin
afinidad alguna en apariencia, sin parentesco, a veces antagónicas, y a
verlo todo bajo el aspecto metafísico. Kant, Hegel y sus discípulos lo
mantenían en perpetua ebullición cerebral. Además había leído
muchos librotes viejos y raros; muchas crónicas peregrinas; muchos
volúmenes de miniadas mayúsculas, y tenía sobre la pintura, el arte
popular y las tradiciones españolas de toda laya una especie de
erudición preciosa, que condimentaba, para mayor incentivo de sus
disertaciones, con las sales de los filósofos. Así, en aquel ambiente
refractario a las cosas espirituales y sutiles, sonaban los nombres de
Platón, Séneca, Santa Teresa y otros más insólitos aún, barajados con
los de artistas flamencos y lidiadores. El andalucismo de Paco, las
tendencias conservadoras de Míguez y el amor a las antigüedades de
Tabardillo, que por detrás de la iglesia lo casaban con la historia y la
tradición, hacían que los tres oyesen a Cuenca con embeleso, festejaran
sus fantasías y adoptasen en las charlas cafeteras el espíritu
crítico‐filosófico del pintor. Éste no parecía sevillano. Tenla las barbas
y el cabello casi rojos, por lo cual algunos le llamaban el Jaro; los ojos
azules, la mandíbula inferior saliente, como los príncipes de la casa de
Austria, y el cuerpo cenceño, anguloso y desgarbado; pero en su alma
florecían todas las gracias de la tierra andaluza.
‐Peto vaya un capricho el tuyo, no haber querido torear aquí, donde
naciste y tanto te quieren, y ¿por qué? ‐le preguntó a Paco don Gaspar
del Busto, personaje muy conocido por ser el abogado de la Empresa
de Madrid‐.
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‐Yo mismo no lo sé, don Gaspar; acaso por soberbia, acaso por
humildad. El hecho es que desde un principio me dije: «No torearás en
Sevilla hasta que estés cuajado y puedas quedar como Dios manda.»
‐Vamos, que querías estrenarte con un escándalo.
‐Yo creo que sí ‐respondió el torero riendo.
‐¿Y...?
‐Y en eso estamos.
‐Te saldrás con la tuya, Paco. Yo lo deseo con toda el alma.
‐Vaya, que si saldrá. Yo soy un mal picador, un mal ceramista y un mal
anticuario ‐aseveró Tabardillo, que, en efecto, era las tres cosas a la
vez‐; pero en el tendido chanelo, veo lo que pocos ven. Y yo le digo a
usted, don Gaspar, que en España ninguno de los que gastan coleta
echa más carne abajo que éste.
‐Pero ¿es cierto que recibes, Paco? ‐interrogó don Gaspar, entre
asombrado e incrédulo‐. Ya sabes que cuando toreaste en Madrid
estaba malo y no pude verte.
‐Eso dicen las malas lenguas, don Gaspar.
‐Tendría que ver, un señorito de familia noble haciendo lo que la gente
de pelo en pecho no ha podido hacer nunca; porque eso que aseguran
los libros de Romero, Curro Guillén, Montes, el Chiclanero y el tuerto
Domínguez deben de ser cuentos, como las invenciones de José
Cándido y Martincho vaciando los toros con la mano o el castoreño.
Pamplinas; yo he visto intentar la suerte muchas veces a Frascuelo, a
Cara‐Ancha; pero ejecutarla sin echarse fuera, nunca.
‐Ahora lo verá usted ‐afirmó, con absoluta convicción, Tabardillo‐.
Luego hablaron de los toros que iban a correrse al otro día y que esa
tarde habían examinado en Tablada, después de haber asistido muy de
mañanita a la prueba de caballos. Éstas atraían bastante gente, no tanto
por el espectáculo en si, sino por las animadas reuniones que se
formaban y las cosas que se oían mientras los picadores, con gravedad
suma y haciendo alarde de maneras y pujanza, ensayaban los pencos,
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asestando formidables puyazos con el regatón de la garrocha en cierto
muro de la plaza, a fin de hacerles la boca, enseñados a revolverse
sobre las patas y salir de la suerte. Después de algunos tanteos, metían
el palo en la pared, haciendo sentar de garrones a los jacos del
encontronazo; gritaban, recalcando furiosamente la última sílaba:
¡torooo!, cual si, en efecto, estuvieran conteniendo un berrendo de
grande poder, y salían volviendo el palo y corriendo las espuelas, como
después de una vara en las medios del ruedo. Y, entre las pruebas de
caballos, el examen de los toros en Tablada, el encierro el día de la
corrida y los comentarios en el café, se les iban a los aficionados los
días y las noches de la temporada sevillana, sin ocuparse en otra cosa
ni hablar de otra cosa que de toros, lo cual los preparaba y ponía en
punto de caramelo para experimentar intensamente las emociones y
los escalofríos del espectáculo, cuando sonaba el clarín, se efectuaba el
paseo de la cuadrilla entre olés y palmas y saltaba a la arena el primer
toro con la muerte en los cuernos y la fortuna y la gloria en los
morrillos.
Fuente: El embrujo de Sevilla, Carlos Reyles. Biblioteca Mundial Sopena Argentina S.R.L. Tercera Edición, JUNIO DE 1954.pp 5-13.
Cortesía de Germán Urrutia Campos.
La mejor novela taurina,una narración genial.
ResponderEliminarDon Miguel de Unamuno y Jugo dijo: Nadie ha escrito jamás sobre el alma española con tanta novedad y profundidad.
E.A.V.