CAPÍTULO II
En las mesas de «El Tronío se hablaba apasionadamente del encuentro
sensacional de dos matadores rivales, los más célebres de la época; de
la alternativa de Paco Quiñones y de la revolución que estaba armando
en el baile la «Trianera». Los que eran presa de la magia del ruedo, sólo
por excepción escapaban a la magia del tablao. Los dos embrujos
crecían a compás de las exigencias emotivas del pueblo y se
estimulaban mutuamente. Aquel público que conocía al dedillo las
variadísimas suertes del toreo, las divisas, los hierros, la historia de
todas las ganaderías y el arte de cada uno de los diestros en particular,
distinguía también los géneros y estilos del arte flamenco; penetraba
sus arcanos, aquilataba sus matices, sus primores, y buscaba acaso en
el tablao, aparte de la lírica peniya, el trasunto de las valentías de la
plaza, y en la plaza la encarnación real de los desplantes soberbiosos y
la majeza del tablao. La correlación de las dos aficiones y las íntimas
correspondencias de éstas con la juerga y el amor hacíanse más
visibles en los profesionales del toreo. «Los toros traen el vino, el vino
el cante y el cante las fatigas del querer», decía el pintor Cuenca. Y, en
efecto, la necesidad de adormecer las ansias del miedo y del amor
entraba por mucho en el gusto de las gentes de coleta por el jolgorio y
el arte de los Canarios, los Brevas y los Chacones, que a su vez
acendraba el culto de la valentía y la blandura sentimental, no ya de los
placeadores, sino de todo el pueblo andaluz.
‐¿Y a ti, Paco, qué te echan? ‐preguntó don Gaspar.
‐Un orozco y un míguez.
‐Y a propósito del míguez, ¿es cierto que dijiste a don Antonio que sólo criaba bueyes de mala intención? ‐preguntó don Gaspar, aprovechando la oportunidad de haberse levantado Pepe, el hijo de aquel ganadero, para saludar a un amigo‐. ¡Mira que tachar de bueyes a los toros de más cuidado que en España se crían! Y decírselo al mismo don Antonio, que tiene más orgullo que Don Rodrigo en la horca. Menudo enemigo te echaste encima. Don Antonio es el amo de las plazas de Andalucía y puede hacerte mucho daño. No anduviste listo en eso, Paco.
‐Lo sé, don Gaspar ‐respondió Paco cruzando la pierna y sobándose el botín al modo de los vaqueros‐; pero qué quiere usted, el hombre estuvo muy descomedido. Hablábamos aquí mismo del conflicto entre los picadores y los ganaderos, sobre si las puyas debían tener dos líneas más o dos líneas menos, y él, olvidando la amistad que le unía a mi tío y que yo gasto ahora coleta, se desbocó y dijo que ya no había quien tuviera vergüenza torera, que los matadores sólo querían torear babosas, y los trató de jindamas y ladrones. Ya sabe usted cómo las gasta don Antonio. Yo, al principio, con muy buenas palabras, le hice las observaciones del caso; pero como siguiera tirándome chinitas y propasándose, me cargué y le dije lo que usted ha oído y algunas cosas más, entre otras que mis picadores picarían a sus toros con el regatón para que llegasen enteros al último tercio, y que yo después les daría de patadas en los hocicos. Ahora siento haber hablado así; pero lo dicho está dicho.
‐Hiciste bien, Paco ‐afirmó el pollo Salcedo‐. Semos o no semos. Recuerda aquello de:
«Procure siempre acertarla el honrado y principal; pero si le acierta mal,
defenderla, y no enmendarla.»
‐Eso...
En aquel instante los artistas subían al tablao y ocupaban los clásicos banquillos, disponiéndose en círculo y en el orden acostumbrado: los tocadores en el centro, los del cante a derecha de ellos y los del baile en
Página 20
los extremos. Interrumpiéronse las conversaciones. Reinó el silencio. Los ojos se clavaron en el circulo mágico donde el corazón del pueblo andaluz sufría el embrujo de las malagueñas y los tangos, las soleares y las seguiriyas. Los artistas, más circunspectos y emperejilados que de costumbre, cambiaron algunos saludos con los amigos de la sala; las guitarras, después de un florido preludio, entraron en materia, y empezaron los rasgueos como redobles, las palmas y los acompasados taconeos.
‐¡Venga de ahí, venga, venga!... ‐gritó un bailador.
Y dando un salto, cayó en el medio del tablao, pegó media docena de vigorosas y rítmicas patadas, que parecían decir «aquí estoy yo», y se quedó como electrizado en una postura graciosa y petulante.
En seguida, moviendo los brazos a compás de las piernas y castañeteando los dedos, ejecutó unos pasos de baile muy pulcros, casi académicos, llenos de presuntuosa finura, que fueron complicándose cada vez más y haciéndose cada vez más movidos e intencionados, hasta entrar en el disloque del tango, cuando uno de los niños del cante entonó la primera copla de la Billetera y redoblaron las palmas y los jaleos.
‐¡Ay, qué bien, ay, qué bien!... ‐le gritó una bailadora, dislocada ya con lo que se traía el gitano.
Pero el Ñañe no oía. Poseído por el demonio del amor propio bailaba con piernas, brazos, vientre, ojos y boca, con todo el cuerpo. Se retorcía de los pies a la cabeza, ondulando siempre las caderas; se estiraba, se encogía, caía al suelo y tornaba a levantarse sin que sus pies dejasen de herir el sonoro tablado con matemática precisión, siguiendo punto por punto las notas de la guitarra y la voz del cantador. La chaquetilla corta y el pantalón entallado le modelaban el cuerpo magro, flexible y derecho como un estoque. La Trianera le había dicho:
‐Te llevo a Sevilla para que les quites los monos a todos los bailaores. Conque... muchas patas y poco aguardiente.
Y el hombre se aplicaba. Su rostro, de color aceituna, hablase vuelto carmesí; el renegrido jopo le caía en mechas sobre la angosta y nudosa frente; los enjabonados tufos se le habían desprendido de las sienes y le tapaban las orejas, largas y amojamadas. Realmente, poseído por
Página 21
una especie de furia dionisíaca, hubiera muerto de un sofocón allí, si uno de los tocadores no le dijera:
‐Vámonos ya... ‐para que terminase la danza con el efecto final, un endiablado repique de pies, en el que el Ñañe ponía todo su orgullo de bailador, con doble vuelta sobre si y una parada en seco.
Lo aplaudieron. Un parroquiano le tiró la gorra; otro, una breva; un tercero se subió al tablao y quiso besarlo.
‐Se apetece, se apetece ‐repetía el Ñañe levantando los brazos y dejándolos luego caer a la manera de los matadores después de una estocada piramidal.
El amo del café, a quien llamaron en sus buenos tiempos de cantador el rey de las seguiriyas, atravesaba radiante de gozo la sala, palmeando a los buenos clientes y afanándose en responder a las preguntas que de todos los lados le llovían sobre el bailador. Sin perder ripio iba acercándose a la mesa del novillero a quien tenía que darle un recado.
‐Siéntese usted, Silverio ‐le dijo don Gaspar dándole la mano y ofreciéndole una silla con la afectuosidad y llaneza típicas del señor madrileño‐. Sabe usted que ese niño se las trae bailando.
‐¡Vaya que si se las trae! ¿Han visto ustedes, señores, qué modo de meterse en harina? Cuando contraté a la Trianera, me dijo: «Mi bailaor tiene veinte años en todo el cuerpo y un siglo de baile en cada pata, y se llama diez duros por noche, ni una peseta menos».
‐¡Qué Puriya, siempre tan graciosa y contundente!
‐Sí que es graciosa, y como tundente, también.
Rieron; el viejo cantador, sin sospechar la causa, les hizo coro. Después de algunos instantes, Tabardillo, que tenía cierta semejanza con un gallo de riña, a causa del rostro afilado, la nariz picuda y el cuello rojo, rugoso y largo, lo estiró cuanto pudo, a fin de acercarse a sus oyentes, y dijo, como quien hace una revelación de suma importancia:
‐Esa niña va a revolucionar el baile. La vi en Córdoba, ¡un escándalo! Lo que hacen la Mejorana, la Macarrona y tantas otras son juegos de niños junto a lo suyo. Ahonda, agitana el baile, como el Pitoche el cante.
Página 22
‐Es muy verdad eso que dices, Tabarda ‐asintió el pintor‐. ¿No lo han observado ustedes? La malagueña en boca del Pitoche adquiere la profundidad, las tonalidades opacas de las soleares y las seguiriyas. No es ya dulce queja, sino gemido, amargura, entrañas rotas...
‐Claro ‐exclamó Silverio con la autoridad que le daba su viejo titulo de rey del cante gitano por excelencia‐, se puede decir del Pitoche lo que no sé quién ha dicho del Chacón: «Cae de la altura de la seguiriya sobre la malagueña como el águila sobre su presa».
‐A mi se me figura más bien que lo hondo, lo gitano, viene de adentro, de abajo ‐replicó Cuenca‐. La seguiriya es como el tiburón, que sube a pique del fondo del mar a la superficie, coge su presa, y se vuelve a las profundidades.
‐Bien dicho.
‐Y todavía hay quienes niegan al cante todo, hasta que sea música, porque no está sujeto a ciertos cánones, porque es pura libertad y expresión directa. Que Dios me perdone si digo una herejía, pero a mí, ninguna música, fuera de la música de Beethoven, me remueve las entrañas como ese lloro de gitanos, porque ninguna es tan pueblo, tan miserable, tan humana...
‐Pues de adentro, de abajo, del fondo del mar viene el baile de la Pura ‐interrumpió Tabardillo‐. A los tangos y las alegrías, a lo que se llaman juguetes, les pone ella una salsa de pasión, una furia gitana que los trueca, como si dijéramos, en baile hondo.
Aprovechando la atención que le prestaban sus amigos a los eruditos discursos de Cuenca y Tabardillo, interrogó Paco bajando de voz:
‐¿Le preguntó a usted por mí?
‐En cuanto me vio. Me dijo que sabía la ruina de su casa y que se había usted dejado crecer el pelo, pero que ignoraba si Rosarito estaba contenta; si seguía usted hablándole a la Pastora y otras cosas así.
‐Fuimos muy buenos amigos, ¿usted recordará? Después de los cuadros se venía siempre a mi vera y me contaba las desazones que le
Página 23
daba ese arrastrao del Pitoche. ¡Pobre chiquiya, cuántas fatigas le cuesta el querer! ¿Y está bonita?
‐Ahí anda con la Virgen del Valle. Ya la verá, dentro de un rato; pero antes es preciso que lo presente a usted al Califa. Traigo un recado de él. «Dile a Quiñones, me dijo, que tendría mucho gusto en conocerlo, y que lo invito a tomar café en mi compañía». Conque, ¿si a usted le parece?...
‐¡No me ha de parecer!, vamos andando ‐respondió Paco.
Y junto con Silverio, repartiendo saludos a diestra y siniestra, se dirigieron a la mesa del Califa, el cual, al verlos venir, se levantó y les salió al encuentro con el calañés en la mano. Eso causó asombro general, porque tenía fama de tosco y engreído. Vestía de moños: chaquetilla y chaleco de terciopelo verde, faja de seda roja, pantalón lila; en el dedo meñique lucía un solitario, en la historiada pechera, dos; en el chaleco, colgando sobre la faja, una gruesa cadena de oro mate con dos sellos antiguos. Esta presuntuosa vestimenta, que jamás ostentaban los toreros la víspera de torear, y menos en Sevilla que en ninguna otra parte, sino después de la corrida y sólo en el caso de quedar muy bien, se les antojaba a todos algo así como un orgulloso cartel de desafío lanzado a los toreros sevillanos y al público. Y se proponían hacerle pagar caro tan inaudita arrogancia.
‐Aquí tiene usted al señorito que mete el pie ‐exclamó Silverio a modo de presentación.
El amo del toreo le tendió la mano a Quiñones y le dijo, metiéndole los ojos en los ojos:
‐Lo he oído a usted sonar mucho.
Miradas brillantes de admiración y codicia se fijaron en ambos diestros. Eran finos, esbeltos, bien plantados y vestían con igual presunción, aunque menos lujosamente el novillero que el matador. Por encima de la sevillana del uno y la chaquetilla del otro, irreprochablemente cortadas, las pecheras primorosas y los pantalones altos, adivinábanse los recios músculos, los tórax anchos, las cinturas flexibles de los apuestos mozos. El público se los comía con los ojos, admirando a regañadientes en el heredero del gran Rafael al famoso matador que le daba a Córdoba, donde había nacido, la
Página 24
supremacía del toreo sobre Sevilla, y en Quiñones el novillero de agallas, que podría arrancarle el cetro del arte a la ciudad de los Califas para entregárselo a la ciudad de los Reyes. La vieja y enconada rivalidad entre Sevilla la sapiente, y Córdoba la noble, florecía en el redondel y apasionaba, no sólo a los dos pueblos, sino a toda Andalucía.
‐¡Qué templao es este chico! ‐consideró don Gaspar‐. Observen ustedes cómo se deja admirar por el público, sin la menor sombra de encogimiento. ¡Y cuántas cosas en las miradas de esos novicios y maletillas, que lo examinan embebecidos! ¡Qué ejemplo para ellos el de ese mozo, ayer desconocido y pobre, hoy célebre y rico! ¡Cuánta tristeza en los ojos de los que no han podido llegar y saben que no llegarán! ¡Cuántas ansias en los ojos de los que, aun llenos de dudas y terrores, no se declaran vencidos! ¡Qué poema en el pecho de unos y otros! Sin duda, el torero célebre es, aunque parezca paradoja o enorme dislate, el profesor de energía e idealismo de nuestras multitudes. Él les habla el lenguaje que ellas entienden y les llena el alma de apetencias de oro y ambición de gloria. Es un estimulante, el único que poseen. Existen, a no dudarlo, otras influencias más nobles, pero ninguna llega al pueblo, y éste, sin el lidiador, que condenan a ciegas los moralistas, se quedaría ayuno de todo alimento espiritual.
Uno de los pollos de Madrid, que era abogado, arguyó:
‐Lástima que ese estimulante engendre también el flamenquismo, el matonismo y otros ismos detestables. Sin eso su influjo sería indiscutiblemente sano y provechoso. Yo soy muy amante de los toros, pero...
‐Es el reverso de la medalla, pero ¿qué cosa no lo tiene? Además, el cargo me parece gratuito. En España siempre hubo valientes, y flamencos, con otro nombre, también. Nuestro teatro clásico y nuestra novela picaresca rebosan de unos y de otros. ¡Cuántos sambenitos se le cuelgan al arte del valor y de la gracia!, porque el toreo no es sino eso. Muchos sociólogos de chicha y nabo le inculpan el atraso de España, sin echar de ver que hay regiones atrasadísimas de ésta donde la afición no tiene influencia alguna. Si la tuviera serían allí las gentes menos inertes y brutas. La emulación del lidiador es desperezo y limpieza. Cuando supe que Paco se había hecho torero, lo sentí; pero luego, pensando en que podía enaltecer el arte y ser para el pueblo un ídolo más noble que sus colegas, me alegré. No está demás que un
Página 25
señorito muestre que la sangre brava corre aún por las venas de la nobleza. Pero ¿es cierto, Tabardillo, que Paco mata tanto como dicen?
‐¡Una barbaridá!...
‐¿Y toreando?
‐Mete miedo, don Gaspar. Parece que los toros lo van a coger a cada paso, y na. Es un toreo muy seco, sin adornos, todo verdad. En una palabra: jamón colgao. Con la muleta aguanta lo que nadie, y cuando se abre de brazos con el capote, no lo mueve ni un ciclón. Luego se echa la escopeta a la cara, y por las agujas, hasta los dedos.
‐¿Y usted qué dice, Cuenca?
‐Lo mismo que Tabarda. Paco pisa siempre el terreno de los toros y se apodera de ellos como no lo ha hecho nadie. Torea entre los cuernos, y los derrotes no llegan nunca. Y con eso las reses sufren tal destronque, que a los dos o tres muletazos no parece sino que se entregan y le piden gracia.
‐Me asombra lo que ustedes me aseguran; pero ¿de dónde sacó ese chico tales cosas?
‐Del pecho de la madre, don Gaspar ‐repuso Cuenca, sonriendo‐. Lo que él hace no se aprende de nadie ni está escrito.
‐Con eso y con todo, mucho me temo que pasado mañana, entre los dos fenómenos actuales del toreo, no pueda quedar tan bien como yo quisiera.
Tabardillo replicó:
‐Quedará como la propias rosas. Prepárese usted para recibir emociones fuertes. Los otros harán más monedas, pero el hipo lo quitará él.
El cordobés salió del café en compañía de dos amigos, que lo seguían adondequiera que torease y no lo dejaban ni a sol ni a sombra. Cinco minutos después hacían lo propio los banderilleros y los picadores de su cuadrilla.
Página 26
‐Vamos a ver cómo quedamos mañana ‐les dijo alguien, al pasar.
‐Será lo que Dios quiera ‐respondió uno de ellos.
Paco volvió a su mesa. El temple de un cantador hizo que los ojos se volvieran al tablao. Como por ensalmo cesó el ruido. Los rostros se ensombrecieron, la emoción del cante hondo dilató los pechos. El novillero apoyó los codos sobre la mesa, cogióse la cara entre ambas manos y escuchó. Como la generalidad de los andaluces sentía el cante y discernía, por el temple, el estilo, el cuño, la fisonomía propia que los grandes cantadores le habían impreso a la quejumbrosa malagueña, a la altanera soleá, a la terrible seguiriya. El cantador que se templaba en aquel instante, el Pitoche, reunía en su estilo muy personal, sin embargo, el brillo triunfante del Canario, el lirismo del Breva y la hondura y potencia del Chacón. Paco no podía oírlo, y lo oía a menudo, sin sentir una especie de desgarramiento interior, una cosilla que subía y que bajaba dentro del pecho, un sonoroso turbión que removía en los hondones de su alma las tristezas de la alegría andaluza. En la reunión de Paco se hablaba por extenso y analizaban prolijamente las extrañas emociones del cante hondo. El amo del café, cuando no había mucha gente en la sala, venía a hacerles compañía y darles palique, instalándose en la mesa como entre iguales y tomando lo suyo como cualquier quisque. Paco le tiraba de la lengua, y entonces el viejo cantador les hablaba del estilo de otras épocas, de los tablaos y los cantadores de antaño, refiriéndoles la vida y milagros de todos los artistas que había tratado en su larga carrera. Así conocieron el estilo, los líos, las pasiones volcánicas, los dramas terribles y las miserias de aquellos que se habían pasado la existencia lanzando coplas y alegrando las juergas, y a quienes la influencia morbosa del cante, afinándoles el sentimiento y quebrándoles la voluntad, hacía víctimas de la pasión amorosa. Muchos habían muerto a manos de airados rivales u ofendidos esposos; otros, consumidos por los celos y el aguardiente; las coplas de todos, antiguos o modernos, traslucían los dolores acerbos del amor. El profundo conocimiento que Silverio tenía de su arte y la emoción con que hablaba de él le comunicaban a su lenguaje, muy figurado y sabroso, aunque rudo, un encanto particular que por veces frisaba en la elocuencia, sobre todo cuando quería hacerles comprender a sus oyentes lo que él sentía cantando.
‐Templarme y ponerme a sufrir era todo uno ‐decía‐, y eso les pasa a todos los güenos cantaores. El cantaor sin sufrimiento es una guitarra sin cordaje: hace ruido, pero no suena. Las gentes creen, por lo regular,
Página 27
que los ayes y garganteos son presumidos adornos, agilidades, floreos; mentira, son gemidos, y por eso, según lo que sufre cada cantaor, estruja y moldea las coplas para darle la forma de su queja y el sabor de sus lágrimas. El Chato de jerez, cuando cantaba solo, lloraba; Conchiya la Peñaranda, muchas veces, al descender del tablao, sufría unas arrancás de llanto que partían el alma. Los cantaores de seguiriyas, particularmente, por las dificultades bucales que ese cante ofrece y el desborde de dolor que en él se hace, concluyen con la laringe destrozá o los tímpanos rotos o el corasón o los pulmones deshechos. Yo mismo llevo acá ‐aseguraba, poniéndose el índice sobre el corazón‐ una estocaiya honda y atravesá, de esas que no perdonan. Y es que nosotros no somos máquinas de emitir sonidos, como los tenores, sino criaturas que sufrimos y que, por no llorar, cantamos; cantamos nuestra pena. Cuando Anilla la e Ronda pasaba fatigas por el hombre que la había abandonao y cantaba aquello de:
«Yo no siento que te vayas, lo que siento es que te lleves la sangre de mis entrañas»,
el público que estaba en antecedentes, venía al café, no a oírla cantar, sino a oírla sufrir.
Y desfilaban los dramas y las tragedias, cuyo desenlace era, por lo común, la puñalada trapera o el hospital. Paco y sus amigos se pasaban las horas oyendo salir de la negra boca del cantaor, como de un antro misterioso, las historias y las copias que hablaban siempre de amor, tortura, sangre y muerte.
«¡Ay!, no me habías de conocer»,
rompió a cantar el Pitoche, y soltó una copla nueva, inspirada, sin duda, por la presencia de su antigua querida. La voz pastosa, que tenía por veces tonalidades oscuras, se abría en la mitad de cada verso como si la dilatase la onda de la pasión; se desgarraba al final de ellos en prolongados sollozos y suspiros y convertía en llanto lo que en la antigua malagueña eran sólo pasos de garganta. Y mientras Paco escuchaba, experimentando sensaciones que le hacían mucho bien y mucho mal, allá, debajo del tablao, la bailadora, que iba a hacer su salida y ensayaba sus desplantes frente al espejo, se detuvo como sobrecogida, y escuchó también... Aquella voz le recordaba la hiel y la miel de sus primeros amores: las juergas en Eritaña, el Pasaje de la
Página 28
Magdalena y los gabinetes de Juanito Castañedo; las meriendas a orillas del Guadalquivir; el pescado frito por las noches, a la salida del café; las horas de frenesí erótico en la alcoba pequeñita y blanca, y luego las riñas, los celos, los insultos, el engaño, la soledad, la miseria...
Después del Pitoche cantaron y bailaron otros artistas, sin que el público, ansioso por ver a la Trianera, les prestara mayor atención. Una cantadora color tabaco, con los ojos cerrados e inmóvil, lo cual le daba cierta semejanza con un dormido lechuzón, dejó oír su voz ronca y áspera en las sombrías carceleras; otra, que no era gitana, pero que quería parecerlo a fuerza de peinecillos, aros y pulseras de coral, se arrancó por soleares; un bailador se dio dos pataítas con bastante gracia, imitando en el torito las atribulaciones y espantás del torero medroso. Hubo una pausa. Los tocadores verificaron el temple, las guitarras sonaron con más brío, y por el fondo del tablao apareció la Trianera, envuelta, como en un capote de paseo, en su pañolón de Manila, el ancho sobre la oreja, el pitillo humeante en la boca. Olés, vivas y aplausos atronadores la saludaron. Por su provocativa belleza, picante gracia, ojos gachones y presumidos andares, a los parroquianos se les antojaba aquella primorosa muñeca la encarnación viviente, no ya de la maja graciosa y brava, sino de la mismísima Andalucía. Taconeando levemente y mirando de soslayo, como si mimase el cadencioso paso de la andaluza, dio dos vueltas al tablao, ejecutando así su especial salida por alegrías, que las gentes habían dado en llamar el paseo de la Pura. Luego, desde el fondo, se vino sobre el público, acentuando el taconeo, hiriendo las tablas cada vez con más precisión y nervio, y cuando llegó al borde del tablao dio una rapidísima vuelta sobre sí, despojándose al propio tiempo del pañolón, el cordobés y el pitillo, y quedó clavada frente al público, en jarras, la cabeza echada soberbiamente hacia atrás, los ojos entornados, provocantes los firmes y menudos pechos, la boca sonriente, húmeda, roja, brindando amores y pecados, como una granada abierta su pulpa sanguínea. Estallaron los olés; algunos sombreros rodaron a los pies de la bailadora. Esta cambió bruscamente de expresión y de postura, púsose grave, echó las manos a lo alto en vivo revoloteo y empezó a ondular las caderas de un modo apenas perceptible, mientras los brazos, serpientes tentadoras, dibujaban en el aire graciosos arabescos, perezosas caricias, espasmos eróticos. Parecía ritmar los ruegos y las ansias del amor naciente, sentido por una hembra de Triana. Poco a poco la maja de Goya se desvanecía y surgía la gitana de arrullos de paloma y prontos de fiera. En el blanco crudo de la pared, sobre el que agrandada, se diseñaba vigorosamente la retorcida silueta
Página 29
de la Pura, las curvas de su cuerpo se hacían más voluptuosas, las ondulaciones más lúbricas.
Un cantador, con mucho aparato de gestos y sacudimientos de hombros, cantó:
«Es mi niña
la flor y canela de Andalucía»,
y principiaron los olés, los jaleos y las palmas encontrás. La Trianera, sintiendo ya arder su sangre de bailadora con las ansias violentas que leía en los rostros congestionados de los hombres, acentuaba los arrestos y los desplantes, e imprimiéndole con las piernas y las caderas sacudidas y estremecimientos realmente carnales a las faldas de faralaes gitanos y amplia cola, encogía y estiraba el cuerpo elástico; echaba adelante el empeine con impúdico brío al avanzar taconeando; retrepaba el opulento busto, parábase en firme y volvía a comenzar el pa ta pan, pa ta pan, obsesante, ora lánguidamente, era aprisa, en tanto que mimaba con pasmosa virtuosidad, no ya las ansias y los ruegos del divino deseo, sino los ímpetus y los desmayos de la batalla amorosa, subrayando con guiños, sonrisas y gestos la intención de las paradas y los contrastes.
Fuera de sí la gente de bronce, prorrumpía en gritos de un entusiasmo mitad libidinoso, mitad matón. Aquel baile, trasunto fiel de la voluptuosidad mora y del orgullo español, les revolvía en los antros más recónditos del alma los instintos oscuros, las levaduras extrañas de abandono e imperio, de dolor y placer, de vida y muerte que fermentan en el fondo de todo erotismo.
Entretanto, el cantador, con voz cada vez más cálida y pujante, seguía desgranando su copla:
«Mi compañera, cuando va andando, rosas y lirios,
rosas y lirios,
rosas y lirios,
rosas y lirios va derramando.»
Al concluirla terminaron también los rasgueaos y dieron principio las falsetas y los fililíes de las guitarras, que la bailadora seguía con su pie pulido. El mantón entallado, rojo como el clavel que se mecía en el
Página 30
moño de la Pura, y la boca de nieve y sangre, fascinaban tanto como los primores del pie o el fuego de los ojos de aquella flor de Triana.
«Ahora mismo la Pura está diciendo con esas primorosas escobillas lo que no han sabido decir de España ni los historiadores ni los psicólogos», pensó Cuenca, que la miraba con los ojos entornados, como hacia delante de los lienzos para tamizar la luz y apreciar mejor los colores y las líneas. Esos vuelos del pie expresan la presunción y la gracia de la sevillana, su casuística amorosa, su feminismo, su perversidad, su arte de atormentar a los hombres y burlarse de los males, y siguió mirando extasiado, mientras imaginaba un fondo para el baile de la Pura, caótico, patético, espeluznante, como los cielos del Greco, sobre el cual desfilarían, encarnados en figuras ya tétricas, ya rientes, ora límpidas, ora borrosas, los Santiago matamoros, los Quijotes, los Torquemadas, los Don Juanes, los Fígaros y los Sanchos de la quimera española.
Y sonó otra vez, más violento, el toque rasgueao; las palmas hiciéronse más aturdidoras, el taconeo más vivo y más estridente el cante. El baile llegaba al paroxismo de la locura. Era una agonía rabiosa, un frenesí dionisíaco que se comunicaba a todos los asistentes. Los quiebros de cintura, los golpes de cadera, los desplantes provocadores, los trenzados arabescos de los pies, el aleteo de las manos, arrancaban gritos delirantes en la sala y en el tablao. Los acompasados golpes de bastón hacían oscilar las copas; las luces parecían borrachas. Los tocadores golpeaban las cuerdas con las guitarras puestas de punta sobre las rodillas y el cuerpo hecho un epiléptico garabato. Y la Pura seguía el ritmo de la frenética música, pálida, desencajado el rostro, crispados los labios, revueltos los ojos. De repente, adelantándose hacia el público y levantándose las faldas hasta más arriba de las rodillas con un brusco manoteo, se puso en jarras, la cabeza caída hacia atrás como en un desmayo, el cuello estirado, arqueado el pecho, y así permaneció algunos instantes, casi inmóvil de medio cuerpo arriba, mientras los pies ejecutaban un rítmico repique que sólo dejaba descender la blanca pollera poco a poco, como un telón...
El tablao quedó literalmente cubierto de sombreros; muchos parroquianos se habían subido sobre las sillas y hasta sobre las mesas, y aplaudían rabiosamente. Uno de ellos gritaba, golpeándose el pecho con los puños cerrados:
‐¡Esto es el acabóse, el disloque, el mediterráneo!...
Página 31
Paco Quiñones, muy pálido, pero sonriendo, se adelantó hacia la bailadora con una caña de manzanilla, la refrescó, arrojando el líquido al aire y recogiéndolo sin verter una gota, y ofreciósela entre los olés de la concurrencia. La Trianera tornó a refrescarla con igual limpieza y más garbo aún, apuró el contenido de un golpe, y al devolverle el vaso, le dijo:
‐Gracias, Paco; me daba el corazón que estabas en la sala. ‐Vine sólo para verte... y hablar contigo, Puriya.
‐¿Cuándo podrá ser?
‐Esta misma noche. En la puerta chica te espero, ¿quieres? ‐Choca ‐contestó ella, tendiéndole la mano.
El último cuadro había concluido. Los artistas descendieron del tablao y se diseminaron por las mesas de los amigos, ansiando refrescar el seco gaznate. Estaban extenuados. Hasta las bailadoras participaban del entusiasmo general y alababan sin reservas a la Pura.
La superioridad de ésta como artista era tan grande y estaba, como mujer, tan por encima de ellas, que no sentían los escozores de la envidia.
‐No cabe más ‐aseguraban‐; es una bailadora de una vez, la sal en rama del baile.
La Pura había desaparecido. No tenía obligación de alternar en la sala. Los ojos extraviados del Pitoche en vano la buscaron. Silverio sonreía con toda la cara detrás del mostrador.
En la mesa de Paco el asombro había paralizado las lenguas; nadie acertaba a expresar lo que sentía de otra manera que por medio de breves y cortadas exclamaciones. Pero los rostros resplandecían. Por fin, Cuenca, como resumiendo lo que venía pensando desde media horas atrás, sentenció solemnemente:
‐La Pura será la Doctora de Ávila del tablao.
Página 32
El novillero apuró una caña y se ensimismó en extrañas imaginaciones. Le parecía que había visto, no a una soberbia bailadora, sino a la mismísima alma de Sevilla con toda su gracia y toda su pasión. Y por las mientes de sus amigos pasaban, confusas y en tropel, ideas semejantes. De pronto, pretextando que iba a meterse entre mantas, despidióse y salió.
El Pitoche vagaba por entre las mesas como un sonámbulo.
Una novela que despierta emociones de un pasado que perdura de Sevilla,la Fiesta y su entorno.
ResponderEliminarE.M.S.