III.
Paco dio la vuelta a la manzana; en la puertecilla trasera de ‘El Tronío’
se detuvo y esperó. Por la angosta callejuela, tan angosta que abriendo
los brazos podían tocarse los muros fronteros, no transitaba ni un
alma. Pero entre las flores de algunas rejas brillaban los ojos de las
mocitas que, a hurto de los padres, pelaban la pava con los galanes de
gorra y blusilla, recostados a los barrotes en presumidas posturas. De
algunas ventanas altas salían tenues claridades que alumbraban, de
trecho en trecho, los maceteros de las ventanas opuestas; ventanas
pequeñas, ventanucos angostos, cuya exigüidad y sordidez disfrazaban
los claveles, los geranios, las rosas. Los avances de los balcones, aleros
y tejadillos, y los ángulos y traveses de los techados ponían aquí y allá
unas pinceladas rembranescas en las piedras redondas de la calle,
cortada por el viejo edificio de la taberna que hacía esquina, donde la
macilenta luz de un farolillo alumbraba el siguiente anuncio: «Aquí
gustan de lo güeno, como güenos, los güenos». Aquel rincón, con sus
barridas albas sobre las negras tintas de los muros, parecía una
aguafuerte de Goya. Mirando hacia lo alto percibíase un retazo
estrecho de cielo como una bambalina iluminada por detrás. De pronto
un hombre salió de la taberna dando traspiés; se apoyó en el muro,
quitóse el sombrero, y exclamando «¡Josú, la gran borrachera!», echó a
andar haciendo eses.
A poco llegó la Pura. Paco le tendió las manos.
‐¡Puriya...!
‐¡Paco...!
En el angosto portal se contemplaron algunos instantes sin proferir
palabra.
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‐¡Pero, chiquiya, qué fina y qué guapas estás!
‐¿Te parece...?
‐¡Vaya...!
‐Pues, mira, todo es mío ‐contestó ella abriendo el mantón y dando una
vuelta sobre sí‐. ¡Y tú, qué mocetón te has hecho y qué cañí! Te estoy
viendo y no lo creo. Pero ¿eres tú mi Paco, el Paco que, de tiempo en
tiempo, me prestaba cinco pesetas, sin pedirme na? ¡Ay, qué ganitas
tenía de verte!
‐Lo mismo yo; continuamente pensaba en ti, Puriya.
‐Corriendo por esas tierras de Dios, la única persona que recordaba
con gusto eras tú. Fuiste muy bueno para mí cuando pasaba las morás,
y yo soy muy agradecida, ¿sabes?, pero mucho. En todas partes procuré
saber de tu vida. En París me enteré que te habías hecho torero.
¡Torero tú, Paco, y célebre, porque dicen que matas una barbaridad! ¡El
sobrino del marqués! ¡Quién lo había de decir!
‐Así es el mundo: yo torero y tú la mejor bailaora de España y la gachí
más allá va eso que han visto estos ojos.
‐¡Embustero!...
‐Por estas, que son cruces.
‐¿De veras te gusto tanto? La verdad es que he mejorado bastante.
Antes no sabía de moños y de perendengues; ahora sí.
‐Déjame que te admire, Puriya ‐agregó el novillero echándose hacia
atrás para examinarla mejor‐. Nada, Silverio dijo verdad; ahí andas con
la Virgen del Valle.
‐No seas guasón, y cuéntame cómo fue eso de dejarte crecer el pelo.
‐Primero hablemos d., ti, ¿quieres que subamos? Arriba podremos
estar tranquilos ‐propuso él ofreciéndole el brazo‐.
‐No puede ser; me esperan.
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‐¡Ah!... ‐exclamó Paco con visible contrariedad‐.
‐¿A que no sabes dónde? Pues en la freiduría de la tía Curra. Tengo
unas ganas locas de comer churros, buñuelos y chorizos envueltos en
papel; chorizos de esos que ladran, ¿sabes?
‐En ese caso, te dejo.
‐¿Cómo que me dejas?
‐¿No dices que te esperan?...
‐Sí..., los churros, los buñuelos, los chorizos y el gachó del arpa.
‐¿Quién es ese feliz mortal?
‐¡Pues tú, mala sombra! ¿No recuerdas lo que te dije en la misma
freiduría la noche antes de irme? «Cuando vuelva, dentro de dos o tres
años, a la salida del café donde baile la primera noche, nos vendremos
aquí y la correremos solitos los dos, y tú me contarás tus penas y yo las
mías».
‐Puriya, eres la más salada de las morenas.
‐Conque... andando. Esta noche convido yo; prométeme que has de
darme gusto en todo.
‐Prometido.
Cogidos del brazo, hablando y riendo, abandonaron la oscura
callejuela. A la vuelta de la esquina esperaba la manuela o manola de
Paco, como se dice en Sevilla. El cochero, de ancho y sevillana, dormía
en el fondo del coche.
‐¿Es Covacha? ‐preguntó la bailadora‐. ¡Verás qué sorpresa le voy a
dar!
Y poniéndose junto al farol, de modo que la luz le diera en la cara, gritó:
‐¡Arza, Covacha!
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‐¡Josú, la Virgen del Carmen! ‐exclamó el chulo, asombrado,
mirándola‐.
Y saltó del coche.
‐¡Anda, tumbón, baja la capota, y llévanos a la casa de la tía Curra!
‐ordenó, riendo, Paco‐.
Subieron, y el coche arrancó al trote pinturero de las dos jacas
jerezanas.
‐Paco...
‐Qué.
‐¡Qué bien, pero qué bien estoy ahora mismo...!
Él le cogió la mano y se la oprimió dulcemente.
Covacha, sin que hubiera necesidad para ello, y sólo para que las jacas
hicieran piernas y lucir él su maestría de automedonte, hacía restallar
el látigo a un lado y a otro, arriba y abajo, como si tuviera en las manos
los rayos de Júpiter.
‐¡Ay, qué bien huele la Seviya de mi alma! ‐exclamó la bailadora,
respirando con fuerza el aire embalsamado por los penetrantes aromas
de azahar y los efluvios olorosos de los patios, las rejas y los balcones‐.
Este olor trastorna, emborracha ‐agregó, experimentando un mareo
delicioso‐.
Hacía calor. Los transeúntes llevaban los anchos en la nuca o en la
mano, y avanzaban hablando a gritos e interpelándose de acera a
acera. Algunos canturreaban las sevillanas del Reverte. Muchos iban
entre dos luces. Al pasar el coche frente a los grupos estacionados en
las esquinas, llovían los oles y las flores sobre la jacarandosa pareja.
Paco sonreía, y la Pura daba las gracias con los ojos. Recorrieron calles
amplias, oscuras callejuelas y hasta sombríos callejones. Desde algunas
partes alcanzaban a ver la torre mauritana, el alminar de Yakub ben
Yasuf, o sea la Giralda, graciosa y presumida como una maja.
‐¡Mírala qué salada, qué garbosa, qué flamenca es! ‐repetía la Pura‐.
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Iba contenta como colegiala que vuelve del convento a la ciudad natal.
Frente a las grandes moles de las iglesias y los edificios públicos hacía
detener el coche y miraba extasiada refiriéndole a Paco mil anécdotas
de cuando era una bala perdía, o de su niñez miserable, pero libre. «En
aquel pórtico dormí muchas veces. Allí una viejecita tenía un puesto de
castañas y me daba una por cada recado que la hacía. Por aquella calle
iba todas las mañanitas a la fábrica». Después callaba. De tiempo en
tiempo, Paco la ola murmurar en medio de un hondo suspiro:
‐¡Seviya de mi alma...!
***
En la trastienda de la freiduría la tía Curra había cubierto la mesa de
los clientes privilegiados con un mantel lleno de zurcidos, pero muy
limpio, y dispuesto sobre él la cañera, dos platillos de aceitunas aliñás,
dos botellas de N. P. U., el jerez preferido de Pura, cuchillos y
tenedores, amén de un búcaro de las ollerías de Triana, cargado de
claveles borrachos, rosas de pitiminí y azules campanillas. La pieza,
amueblada pobremente, era muy pequeñita. Tenía dos puertecillas
laterales que la ponían en comunicación con la cocina y los
dormitorios, y otra, grande, de acceso a la sala. Frente a esa puerta, en
la pared del fondo, velase un ventanillo que caía al patizuelo, cubierto
enteramente por la copa lustrosa de un naranjo. Las sillas eran de pino
pintado, con asiento de enea. Debajo del ventanillo había un sofá, cuyos
elásticos crujían dolorosamente a la menor presión. Adornaban las
paredes algunos cartelones de las corridas de Pascua y próxima Feria,
dos jaulas de canarios, que en las horas de sol colgaban de las ramas
del naranjo, y el retrato de la tía Curra y su consorte, entre dos palmas
de Ramos, recién bendecidas. Parada sobre una silla, en un ángulo de la
pieza, veíase la guitarra.
Cuando la bailadora y el novillero entraron en la trastienda, la tía Curra
abandonó la cocina, las hijas el mostrador y las tres vinieron a
saludarlos. Ambos eran antiguos parroquianos de la casa, muy
frecuentada por gente de coleta, artistas del tablao y señoritos
flamencos. La tía Curra estaba casada con el señó Brageli, antiguo
desbravador y chalán de caballos; tenía un hijo corredor de tabacos,
muy conocido entre los ganaderos y la torería, y una hija cantadora, lo
cual explicaba las vinculaciones de aquella clientela con los amos de la
tienda, aparte del gancho de Amparo y Loliya, dos sevillanas feuchas,
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pero con mucho ángel, que ejercían de peinadoras en las horas hábiles,
y ayudaban por las noches a la buñolera en las tareas de la freiduría.
‐Pero, Puriya, ¿qué es esto? ‐exclamaba, llena de alborozo, la zalamera
tía Curra‐. No parece sino que le has robao la cara a la mismísima
soleá... ¡Válgame Dios, y qué parmito y qué trapío! Don Paco, ¿recuerda
usted? Yo lo decía a too el que quería oírme: «En cuanto esa niña se
entere de lo que aviyela y lo sepa lucir, va a quitar el sentío». ¡Y acerté,
vaya...!
Como que tengo aquí dos ojos que son dos ojos, y no dos nueces.
Déjame que te vea, Puriya.
‐Pero oiga usted, doña Curra, ¿era yo tan fea? ‐exclamó la bailadora,
riendo a carcajadas‐.
‐No; fea nunca lo fuistes; sosilla, sí. Estabas sin cuajar: no sabías
componerte, eras poco presumía y las penas te tenían paliducha y seca.
Mientras que ahora eres pura canela fina. Déjame que te bese como
cuando eras chiquiya y te parabas en esa puerta, con una perra gorda
en el ojo, pa mostrarme que tenías con qué comprar guñuelos.
Las chicas la besaron también efusivamente, y Loliya, cogiéndole las
manos y examinándola de pies a cabeza, le dijo:
‐La verdad es que no tienes desperdicio, Pura. No puedes imaginarte
cuánto nos hemos alegrao de tu buena suerte. Aquí toos te queríamos...
‐Eso si que es chipén ‐afirmó Amparo, despojándola del pesado
mantón‐. Y siempre creímos que serías una bailaora de punta, la mejó
del mundo.
‐Y lo es; yo soy vieja, he visto mucho y pueo decirlo: bailando no tienes
comparación.
‐Pero ¿me habéis visto?
‐¡Digo... como que me iba a quedar yo sin ese gusto! A la hora precisa
cerramos la tienda y pusimos un letrero en la puerta que decía: «Nos
hemos ido a ver a la Trianera. Ya gorvemos». Y andandito. Cuando
llegamos empezabas tu baile. No había dónde meterse, y te vimos
desde la cancela. A mi se me caían las lágrimas, y a éstas, la baba.
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‐Tu madre sí que no tiene desperdicio, Amparo ‐exclamó la Pura,
dándole a la buena mujer unos cariñosos estrujones‐. ¡Ea, bebamos a la
salud de todos nosotros! ‐y ella misma vertió el vino en las cañas, y
cogiendo de la batea con una sola mano y mucho estilo cinco de ellas a
la vez, las repartió donosamente.
La tía Curra se fue a poco a darle una vuertecita al pescao; Amparo y
Loliya acudieron a la sala, donde nuevos parroquianos llamaban
impacientes. La Pura y Paco tomaron asiento frente a frente, y al
mirarse se echaron a reír sin saber por que. El torero picó una aceituna
con el tenedor y se la alcanzó a la bailadora, ésta la cogió con la boca,
rió y dijo:
‐Paco, ¿te has enterado que la estamos corriendo?
‐Lo veo y me parece sueño.
‐Escucha, Paco, nosotros tenemos que ser muy buenos amigos; pero no
así como así, sino amigos de veras. Tengo necesidad de que alguien me
quiera bien y a quien yo pueda querer del mismo modo, sin recámara
ni trastienda. De líos estoy hasta la coronilla. Ahora sólo quiero
trabajar, pensar mi baile, vivir tranquila. No; nada de líos. El que me
busque por ese lado no encontrará en mí sino colmillos y uñas.
‐¿Tan mala eres?
‐Soy como los hombres me han hecho, Paco. Tú sabes las que pasé por
ese tío mala sangre. Él me perdió, se lo di todo, le fui fiel, no le costé ni
una peseta, lo quise más que a las niñas de mis ojos, viví a su lado sin
quejarme de los malos tratos que me daba y las marranadas que me
hacía, y, a lo mejor, en pago de todo eso, la patá, y a otra cosa. ¡Cuántas
lágrimas de sangre, cuántas fatigas de muerte, cuántas noches sin
dormir, cuántos días sin comer! Para vivir tuve que hacer lo que hacen
las que no quieren morirse de hambre; y pasando ducas y tragando
saliva, comprendí que el cariño no lleva a ninguna parte, como no sea
al hospital; que necesitaba, no corazón, sino sentío; no verdad, sino
coba; no sencillez, sino rumbo y ruido, porque los hombres aprecian
sólo lo que relumbra, aunque sea oro falso, y entonces me propuse
cambiar de marcha y traérmelas. Y salí de Sevilla con cinco pesetas y
las intenciones de un miura. Baile en Cádiz, en jerez, en Málaga.
Aprendí algunas cosiyas. Tome de esta y de aquélla lo que se prestaba a
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fundirse con lo mío. Pensé mi baile, lo ahonde, como dicen por ahí.
Gaste lo que ganaba en postín y darme pisto, y un buen día me las guié
con un empresario de casinos madrileño que se chaló por mí y me
lanzó en París, Londres, Moscou, donde me encontré con la Macarrona,
¡habías de ver tú a la Macarrona en Moscou!, y, por último, en Nueva
York. Allí conocí al gachó que me regaló en una comida, escondidas en
dos conchas rellenas de un pescao muy fino, estas perlas que ves aquí.
¡Lo que pasó por mí cuando les metí el diente y diquelé lo que eran...!
Desde que lucí perlas, los hombres acudieron a mí como las moscas al
dulce. Y tuve coches, lacayos y joyas, y tendría ahora un dineral si no
me hubiera gustado tanto verlas venir, los naipes malditos. Pero ¿que
quieres?, eso me consolaba del cariñito perdío, porque, te diré, después
del Pitoche, no pude querer a nadie. Quizá están en lo cierto quienes
aseguran que las gitanas de los gitanos son ‐concluyó rugando el ceño‐.
Paco la oía observándola atentamente. Como muchas trianeras, tenía el
cabello de color caoba, los ojos verdes claros, y la tez ligeramente
cobriza. La nariz, los pómulos algo pronunciados, y la boca delataban la
sangre gitana; la frente un tanto bombada y el óvalo murillesco del
rostro eran típicamente sevillanos. Distaba mucho la Pura de ser una
belleza perfecta, pero el extraordinario fulgor de los ojos engarzados
en el sombrío cerco de las pestañas, como dos obsidianas en un aro de
negro esmalte; el juego gracioso de la boca, que parecía un pimentón
partido mostrando las pepitas blancas, y el no sé que de la expresión,
entre voluptuosa y retadora, atraían con fuerza irresistible,
prometiéndole a los sentidos, más que al alma, cosas muy dulces. Paco
observó que tenía los dientes muy cuidados y las uñas pulidas, y que
toda su gracia gitana había sido como pasada por un fino tamiz. Sus
ademanes y sus gestos eran más mesurados que antes, su lenguaje
menos ordinario, aunque lleno de los giros peculiares y las sabrosas
expresiones del pueblo andaluz, y la pronunciación casi perfecta.
‐¿Y esos chorizos, señá Curra? ‐gritó de pronto, interrumpiéndose‐.
‐Ya están sartando en el plato ‐respondió la buena mujer, asomando la
cabeza por la puerta de la cocina, de la que salió como un cálido aliento
de aceite frito, ajo y azafrán‐.
Cuando estuvieron los chorizos sobre la mesa, la bailadora hundió la
nariz en la fuente y aspiró con delicia el olorcillo de la vianda recién
salida del fuego.
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‐Se me hace agua la boca; tres años sin probarlos. ¡Han visto ustedes
una barbaridad semejante! ‐y luego, llena la boca, y masticando con
ella muy abierta para no quemarse, agregó, volviéndose hacia la tía
Curra, que esperaba el dictamen con las manos puestas en las caderas
y los ojillos picarescos saliéndosele de la cara: ‐Están de rechupete,
vaya una cañita.
‐Se me va a subir al moño... ¡Josú, qué vino! ‐exclamó la buñolera
paladeándolo‐. Parece que le entra a uno la mismísima gloria en el
cuerpo. Luego, secándose la boca con el revés de la mano, volvió a sus
anafres y a sus sartenes.
Paco abrió el ventanillo del patizuelo, y los aromas del naranjo en flor
inundaron la estancia. La Pura, sin cesar de comer, reanudó su charla:
‐Así pasé del tablao al teatro. Algunos pintores españoles, a quienes
serví de modelo en París, Barcelona y Madrid, me enseñaron a
vestirme y peinarme para la escena como las majas de rumbo de Goya
y Fortuny. ¡Lo que saben esos tíos! El figurín para el traje que vestí
anoche me lo dibujó un pintor vasco muy joven, que, a mi modo de ver,
les va a quitar los moños a todos. Yo no chanelaba mucho entonces de
pintura, pero, camará, los lienzos de aquel tío me tiraban de espaldas.
Es un chico muy salao y un artista de una vez. Siente y expresa lo
andaluz en su pintura como por Instinto, lo siento yo y quisiera
expresarlo bailando. Con él hablamos mucho de cante y baile, de toros
y procesiones. La Andalucía de pandereta lo apesta lo mismo que a mí.
Y tiene en muy poca estima a los artistas que la pintan con agua de
rosas y jarabe. Es una cosa muy rara, no te lo podría decir. Él ve
pintando los colores que yo bailando veo. Lo andaluz es para él rojo,
negro y amarillo; para mí, sangre, pasión y sol embotellado. Cuando
bailo pienso que soy no una mujer, sino la misma Seviya: un nazareno,
un torero, una maceta de flores, una caña de manzaniya y una gachí
con navaja. Y venga de ahí.
‐Tienes mucha gracia, Puriya ‐exclamó Paco, riendo‐. Nada más lejos de
lo andaluz que la Andalucía de cromo. Tu baile habla de la otra, de la
honda, de la Andalucía que lo es todo a la vez, triste y alegre, fanática y
descreída, orgullosa y humilde, mística y sensual, pobre y rica. Ayer,
justamente, Tabardillo, que tú conoces, y Cuenca, a quien le llaman el
pintor de la España negra, hablaban de eso en mi mesa del café.
Cuenca, después de verte, dijo que serías la Doctora de Ávila del tablao.
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‐¿Y quién es esa señora?
‐¡Santa Teresa, chiquiya...!
‐¡Vaya con Dios...!
‐Y burla burlando, dijo verdad. Tú quieres manifestar claramente lo
que los otros sólo murmuran; tú intentas darle al baile su significación.
total; expresar, por medio de él, la pasión y el sentimiento del pueblo
andaluz; mostrar su alma torturada y gozadora, ulcerada y florida...
‐Eso, eso...
‐Y sin quererlo vas a dictar en el arte Reglas y a fundar Órdenes como
la Santa en la religión...
‐Pero qué bien hablas, Paco..., ni Castelar.
‐Repito poco más o menos lo que decía el pintor.
‐Ya ardo en deseos de conocerlo. Me lo presentarás ¿verdad? Con los
pintores hago muy buenas migas. Me gusta verlos trabajar y discurrir
sobre su arte. La mayoría son chalaos. En el taller del vasco pasaba yo
muy buenos ratos. Le serví de modelo para una Carmen que vendió
muy bien. Y ¡que aprendí poco oyéndolo hablar! Yo no tenía idea
siquiera de las majas y las manolas de antes, ni de los bailes antiguos,
como el bolero de Antón Boliche, en el que tanto lucía la Caramba; el
zorongo, caballo de batalla de la Mariana Márquez; el ole, la zarabanda,
el vito, ni sospechaba lo que era arte. Escuchando y mirando sus
cuadernos de apuntes y colecciones de retratos, dibujos y estampas, se
me ocurrió la idea de trajear castizamente mis bailes y llevarlos a la
escena con el aparato que eso requiere. Así lo hice, y me salió al pelo.
Pero yo soy muy ambiciosilla, Paco, y quiero más ‐confesó mirando al
trasluz el sol jerezano‐. Quiero hacer de cada baile un cuadro, lo que
llaman por allá un balé, y de cada cante una interpretación coreográfica
con su decorado propio y música típica. ¿Chanelas?... Imagina lo que
sería interpretar bailando el alma de la saeta, mientras desfilan por las
calles oscuras de Sevilla los Pasos, los nazarenos, las muchedumbres;
mimar la malagueña en un patio andaluz; la soleá, en la cocina de un
cortijo; la seguiriya en una barraca de gitanos. Calcula lo que podrían
ser las decoraciones, los trajes, los bailes y la música. ¡Una cosa
tremenda, como dice mi pintor, tremenda! Yo lo veo, ¿sabes?, lo veo
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como ahora mismo te estoy viendo a ti. Un día de éstos te mostraré
algo de lo que he pensado para la malagueña. ¡Ay, Paco, si yo pudiera
bailar lo que tengo aquí! ‐concluyó, poniéndose el índice en la mitad de
la frente‐.
‐Estás hecha una artistaza, Puriya. ¡Qué fuego, qué pasión, qué fiebre!
‐Qué quieres, Paco. «La fuente vieja se ha alborotao». Algún día había
de ser; el que tiene un duro, lo cambia. No creas, los del tablao somos
grandes artistas, muy grandes, pero con muy poco pesqui. No sabemos
na de na. Así y todo, algo siempre se inventa. Mira el cariz que está
tomando el cante y el baile.
‐Lo que no comprendo es cómo acariciando tales propósitos, has vuelto
a España y al tablao.
‐Pues para refrescar mi baile, empaparme bien del asunto, y pasarlo
vivito y coleando del café al teatro. Ya he formado mi cuadrilla; tengo
tocaor, bailaor, cantaor. Ahora me falta un músico y un cagatintas que
sepa escribir lo que yo piense. En esta vida hay que hacer algo gordo,
Paco; tener, como quien dice, una ilusión, un deseo grande, una
chalaura cualquiera que te haga andar pa alante. ¡Si vieras cómo son
por allá! Todos tienen su chalaura; todos quieren ir lejos, cada cual en
lo suyo. Nosotros, no, y por eso nos vamos quedando atrás.
***
Trajeron los dorados buñuelos. Paco ordenó que le sirviesen a Covacha
lo que apeteciera. La Pura siguió hablando de sus fantásticos proyectos
y él escuchándola realmente asombrado de ver todas las cosas que, al
contacto de las gentes extranjeras, hablan nacido y bullían en la linda
cabecita de la bailadora. Paco, como la generalidad de los andaluces de
su condición, no tenía otros propósitos ni otras ambiciones que
satisfacer sus gustos y caprichos, y vivir lo más regaladamente posible.
Los cálculos prolijos, la actividad reflexiva, no estaban en sus libros. No
le faltaba voluntad firme ni los arrestos que piden ciertas empresas;
pero le faltaba la aspiración superior, el estímulo del ejemplo, el acicate
de la necesidad. Era capaz, en toda cosa, de la arrancó, del pronto
andaluz, pero no del esfuerzo inteligente y continuado. No se mofaba
de los propósitos levantados, pero tampoco los tenia en particular
estima. Los grandes afanes entraban para él en el dominio de las
guilladuras. Comprendía y admiraba la vida intensa de yanquis,
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ingleses y alemanes, pero prefería el dejarse correr sevillano. Había
visto las Exposiciones Agrícolas de Inglaterra y Francia, y conocía las
excelencias de los ganados y cultivos de los dos países, pero, por amor
a la tradición y natural desidia, jamás se le ocurrió, como no se le había
ocurrido nunca a su tío, que se podría cambiar el arado de madera por
el de hierro, ni las ovejas churras por las lincoln de gran desarrollo y
espléndido vellón. Más que el resultado económico, lo que le agradaba
en las faenas campesinas era el colorido, el detalle pintoresco, la
destreza, la arrogancia. En el fondo, el afán de perfección material y el
afiebrado ajetreo de las modernas civilizaciones, le parecían grandes
absurdos; las inquietudes de los buscadores de oro o de gloria,
también. Y, sin embargo, los ambiciosos planes de la bailadora lo
avergonzaban un poquitín, porque, indirectamente, le hacían sentir la
superficialidad egoísta y la chatura de sus querencias de andaluz.
Después de comer los buñuelos encendió un soberbio puro, se echó al
coleto una caña y, con ese desenfado peculiar de los señoritos de la
nobleza, dijo:
‐No sólo los del tablao, sino todos los andaluces somos así, Puriya; no
sabemos na de na, ni queremos saberlo. Y todo el que nazca en esta
tierra bendita, así será. Y ¿cómo había de ser de otra manera? ¿Qué
ejemplo seguir? ¿A quién imitar? ¿A los catalanes? ¿Qué sevillano se
cambiaría por un catalán? Por lo demás, nuestra, manera de entender
la vida es un perpetuo deleite, que en otras partes se busca
apasionadamente y cuesta muy caro producir. Luego ¿por qué
habíamos de cambiar? ¿Qué utilidad verdadera podría reportarnos?
Aquí, el que bebe una caña de jerez, bebe y come; el que trabaja, juega;
el que sufre, goza; el que llora, canta. Con unas rejas, unos azulejos y
unas macetas de flores, logramos obtener el hechizo que buscan, y no
siempre logran, las grandes capitales, con la aparatosa ostentación de
su trabajo, su ciencia y su riqueza. Nuestra despreocupación es nuestra
miseria y nuestro tesoro. No tenemos voluntad, pero la tiene por
nosotros Nuestro Padre Jesús del Gran Poder. Dios no nos da la ciencia,
pero nos da la gracia; no sabemos trabajar, pero sabemos divertirnos.
Otros fabrican locomotoras; nosotros, castañuelas, y como todos nos
encaminamos al sepulcro, sería cosa de averiguar si es mejor hacerlo
pasando las de Caín y aprisa, o lenta y alegremente. ¿Crees tú que es
más útil y noble crear riquezas que engendrar goces? ¿Que así no se
puede vivir? Infundios, así vamos viviendo muy guapamente. Cada uno
lo suyo. Somos diferentes, pero no inferiores a los demás hombres.
Cuando voy en mi jaca montao o le entro a un berrendo corto y con
fatigas, no me cambiarla por el rey de la tierra. ¿Que se perderán las
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colonias?, adelante con los faroles. ¿Que el mundo se hunde?, palmas y
luces. Y yo te digo, Puriya, que un pueblo que desprecia el pellejo, el
trabajo, la riqueza y el saber, y ama el tronío, la valentía, la gracia y el
goce, no está demás en este pícaro mundo. Venga vino y peliyos a la
mar.
‐¡Ay, Paco de mis entrañas, qué andaluz eres! ‐exclamó ella, admirando
a su vez‐.
‐Lo que tú intentas está muy bien pensado, es una obra magna que te
dará gloria y dinero. Si en algo puedo ayudarte, cuenta conmigo. En
cuanto a mí, te diré que si me arrimo y le doy a los toros de patás en los
hocicos, como dicen los revisteros, no es por la gloria, sino por el
parné. Me gusta, si, que me toquen las palmas; me embriaga el triunfo,
me atrae el peligro, pero sin las locuras de mi tío, que Dios tenga en su
santa gloria, y la ruina de mi casa, no se me habría ocurrido echarme al
redondel. La gloria ¡psch!, me tiene sin cuidado. La gloria es para mí los
buenos vinos, los buenos puros, mis caballos, el desahogo de mi casa y
mil pesetas siempre en el bolsillo para alternar con quienquiera que
sea dondequiera que esté.
‐¡Ole...! Pero dime, Paco, ¿no sientes allá, muy adentro de ti, haber
dejado de ser señorito?
‐No ‐contestó él, categóricamente‐, antes no era nadie y ahora soy algo.
El torero, aparte de ser un artista como cualquier otro y más noble que
los otros, si tú quieres, porque, arriesgando a cada instante la vida,
muestra lo que valen el coraje y la inteligencia, lo cual tiene sus
bemoles, es una cosa que el instinto de la raza produce, porque alguna
necesidad muy grande lo reclama. Somos un pueblo macho y
necesitamos emociones fuertes para no caer, para no bastardearnos. Si
las viejas virtudes españolas no han muerto ya por falta de empleo, es
quizá porque la magia del redondel las galvaniza y conserva. La
bizarría y la majeza, que no podemos poner en la industria y el
comercio, la ponemos en el arte taurino, el más viril y arrogante de
todos, arte exclusivamente español como no podía menos de ser,
siendo el más arrogante y viril, hecho con nuestros nervios y con
nuestras entrañas, y por eso el único que les habla al alma a todos los
españoles castizos. Lo que el pueblo adora en el ruedo no es lo que
dicen los periodistas, sino la gloria del pasado, la bravura, los
desplantes donjuanescos, el tronío, el cogote tieso, la sal y la pimienta
de la raza. Se ha dicho y repetido hasta el cansancio que, no pudiendo
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matar herejes, matamos toros; que la plaza es un trasunto de los
quemaderos; las procesiones, la encarnación religiosa de nuestros
instintos crueles; el cante hondo, un derivativo de nuestra ingénita
necesidad de sufrir y hacer sufrir. ¡Papas para canarios! Nosotros
hemos inventado las corridas de toros, las cofradías y el arte flamenco
porque no teníamos nuevos mundos que conquistar como en la época
de los Reyes Católicos. Ni más ni menos, ni menos ni más. Mientras los
otros países progresan y se roen el alma con el progreso, y se queman
la sangre para obtener una cantidad de bienes inútiles, nosotros
amasamos alegrías y fuerzas que, llegado el momento, nos permitirán
volver a ser lo que fuimos. Cuenca asegura que la solución del
problema español, el ser españoles o el ser europeos, no es asunto de
los políticos ni de los filósofos, sino del pueblo, y que éste va a
encontrarla, no en el Palacio Real, ni en los libros, sino en el redondel.
Si el poderío de Inglaterra ha salido de los campos de foot‐ball, ¿por
qué no había de salir el poderío español de las plazas de toros? ¿Crían
aquéllos acaso más enjundias y más agallas que éstas? Mira, Puriya, no
debemos renegar de lo nuestro; no debemos avergonzarnos de ser tú
bailadora, yo torero. Yo siento que los dos, siendo lo que somos y
haciendo lo que hacemos, estamos muy bien, pero muy que
requetebién.
‐Paco, tienes la gracia del mundo.
‐¿No te parece cierto lo que digo?
‐Vaya que si me parece. En el extranjero siento orgullo de ser seviyana
y bailaora. Y entre los hombres que traté, puedo decirte, Paco, que
nunca vi ninguno tan salao ni tan eche usté pa elante como tú.
Él le cogió las manos, púsose repentinamente serio, y, mirándola con
los ojos entornados y dilatadas las ventanillas de la nariz, dijo:
‐¿Sabes, Puriya, que te me vas metiendo en el alma?
Ella lo miró como si quisera leerle los pensamientos y hacerle, al
mismo tiempo, una dulce reconvención; luego, sus párpados se
cerraron lánguidamente, y al volver a abrirlos murmuró con voz
quebrada y cariciosa:
‐Paco, quiéreme bien, ¿sabes?, bien, Paco...
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Él la atrajo hacia sí, y avanzando el cuerpo por encima de la mesa,
recostó la cara contra la cara de ella. Así permanecieron algunos
instantes presa los dos de un mareo dulcísimo.
Bebieron; al dejar el vaso en la cañera preguntó la Pura:
‐¿Y cómo has podido cuajarte tan pronto, Paco? Tú fuiste siempre muy
templao; dos veces te vi en el cortijo capotear becerros y vacas; pero de
eso a ganarse la vida con los toros...
‐Pues arrimándome, Puriya. Siempre creí que metiéndose entre los
cuernos, el peligro era menor y el lucimiento más grande. Ensayé, y
salió lo que yo pensaba. Los toros, de cerca, pueden poco. El busilis está
en meterse en su terreno. Allí, donde parece que está la muerte, está la
seguridad. En cuanto a lo de matar, siempre lo traje hecho. Si entro al
volapié lo hago desde muy corto y sin ningún cuarteo, pero cuidando
de empapar bien al toro en la muleta y vaciar mejor; cuando tira el
derrote ya estoy yo fuera de cacho. Si recibo, cito indicándole al toro
con el cuerpo la salida, como quien va a dar un quiebro, lo traigo con la
cara tapada hasta el estoque y trato de herir cuanto antes. Hasta los
bichos más bravos, al sentirse heridos, se escupen un poco o derrotan
tarde. Yo he vaciao muchos toros con el estoque.
‐Y, la verdad, Paco, ¿nunca has tenido miedo?
‐Miedo de quedar mal, sí; miedo de resultar cogido, no. Si lo pensara,
no me arrimaría. Y yo sólo sé torear arrimándome mucho. Si me diera
por huir, me cogerían todos los toros ‐y mostrando la doble hilera de
sus dientes anchos, pero regulares y blanquísimos, añadió: ‐¿Qué
quieres, Puriya?; tengo confianza en mi estrella, además de saber que
en el toreo acontece lo que en el amor: el que no teme, domina
siempre.
‐Y ahora que hablas de amor, ¿qué hay de Pastora?
Una nube de tristeza ensombreció el rostro franco y radiante del
novillero.
‐Eso se acabó ‐dijo entre dientes, y quedóse contemplando el humo de
su veguero, graciosas espirales de las que, a cierta altura, se
desprendían ondulantes arabescos.
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‐¡Peliyos a la mar, Paco! ‐exclamó la Trianera, yendo a sentarse en el
sofá Ven aquí, a mi lado, y cántame dos coplas.
La tienda ya estaba cerrada. Las chicas se habían recogido. En la cocina,
la tía Curra barría, fregaba y lo ponía todo como los chorros del oro,
mientras el señó Bragali y su hijo, en pie, engullían los últimos
buñuelos. Paco cogió la guitarra, como quien toma en los brazos a una
mujer y la sienta sobre las rodillas. Después de un preludio muy
afiligranado entró en la selva negra del cante, en la seguiriya gitana.
Las manos pintureras parecían acariciar voluptuosamente el mágico
instrumento. Tocaba como con sordina, grave, el ceño ligeramente
rugado, la respiración contenida. El rictus doloroso que le crispaba los
labios y bajaba y subía los ángulos de la boca traducía honda y sincera
emoción. La Pura, acurrucada junto a él, escuchaba con los ojos
entornados. Tan pronto seguía las manos magas que le arrancaban a
las cuerdas ayes y sollozos como admiraba por entre los cedazos de las
pestañas el machismo y el garbo del tocador. Ambos sentían el gozo de
la tristeza, la voluptuosidad de sufrir. Experimentaban, sin pensar en
nada fijo y sí en muchas cosas fugaces a la vez, un dulce mareo
semejante al del vino, y la lírica pena que ensancha el pecho y aprieta la
garganta. Y cuando él en voz baja, redonda y melosa, entonó esta copla:
«Desde que te apartaron
de la vera mía,
me daban tacitas e caldo,
yo no las quería»,
metiendo en ella las ducas que le andaban por dentro, la Pura cerró del
todo los ojos y dulcemente recostó la cabeza en el hombro de Paco.
Después dejó oír su temple, ronco y acariciador como el arrullo de la
paloma, y mondando el pecho, cantó la famosa copla de la Sarneta:
«Recuerdo cuando puse
contra tu cara la mía
y suspirando te dije:
«Serrano, ya estoy perdía.»
Y continuaron lanzando coplas, alternando las seguiriyas con las
malagueñas, las soleares y los polos, según la emoción del momento.
De vez en cuando bebían una caña en silencio y luego ella tornaba a su
postura y él a su guitarra. Así los sorprendió la aurora.
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***
Cuando salieron de la freiduría, el sol radiaba en la ardiente turquesa
del cielo. Covacha se paseaba por la vereda, levantado el cuello de la
americana, las manos hundidas en los bolsillos del abotinado pantalón.
Las jacas, habituadas a hacer largas estaciones nocturnas a la puerta de
las tabernas, dormitaban con las riendas sueltas sobre los fornidos
cogotes, y los riñones cuidadosamente cubiertos por las mantas,
dobladas en cuatro.
‐Ahora, a San Jacinto ‐exclamó la Pura‐; quiero rezarle una avemaría a
la Virgen de la Esperanza. Es una promesa. Luego me llevarás a la
Giralda. Tengo unas ansias locas de ver a Seviya toda entera desde lo
alto; ansias de respirarla, de beberla, de metérmela en el alma.
‐¡Caprichitos del santo...!
‐Tú no sabes lo que es, para una seviyana como yo, estarse tres años
fuera de Seviya.
La manola avanzó hacia el barrio de Triana. Circulaba muy poca gente.
Las fregonas, recogidas las sayas, arremangados los brazos, barrían las
veredas; las comadres de patillas acaracoladas y moflete, chismeaban
en las esquinas; vendedores de muy diversos artículos, a pie o sentados
en las angulosas ancas de los borriquillos morunos, pasaban
haciéndoles guiños y diciéndoles tonterías a las domésticas que
trajinaban en los balcones. Cierto vendedor de alfajores los pregonaba
con un canto garganteao de lo más fino. Enseñándoselo, dijo Paco:
‐Ahí tienes a Merengue. ¿No lo conoces? Es un artista del pregón. No
grita, canta su mercadería. Pasa todos los días por mi casa, y aunque no
se le compran alfajores, los pregona cantando, y todo porque Covacha y
Gazpacho lo jalean. No busca los cuartos, sino las palmas. Es un
hombre.
Después de atravesar el famoso puente de Triana el espectáculo de las
calles se hizo más atractivo, más pintoresco. Como era Domingo de
Resurrección, los esparteros, los albardoneros, los remendones, no
trabajaban en los soportales de las casas o a la puerta de ellas, ni lucían
colgadas de clavos y cordones sus pintorescas mercaderías; pero las
calles, limpias y blancas, las casitas diminutas como juguetes, las rejas
floridas, las persianas verdes, las jaulas de pájaros, los rostros rientes
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de los chiquillos que, por docenas, jugaban en medio del arroyo,
encantaban los ojos y refrescaban el alma. El coche se detuvo en la
puerta lateral de San jacinto. La Pura se arrodilló frente a la Virgen de
la Esperanza, obra no de Ordoñes, como muchos aseguran, ni de
Montañés, como afirman otros, sino de algún escultor más moderno,
pues sólo así se concibe que tuviera por modelo para tallarla a la mujer
de un antiguo lidiador. En el tiempo de Ordoñes y de Montañés no
había toreros de profesión. Es la Imagen venerada de los trianeros,
menos torera, sin embargo, que la saladísima Virgen del Valle; menos
salerosa también que la Macarena, pero más mujer que aquellas dos.
Sus ojos lloran de verdad, sus labios tiemblan, su fisonomía se crispa
de dolor, no por el divino esposo, sino por el esposo de carne y hueso
que le han traído de la plaza con el corazón roto de una tremenda
cornada. La bailadora sabía mucha gramática parda, pero muy poco
catecismo; no creía en los curas; nunca había asistido, ni aun de niña, a
una misa completa; los Divinos Oficios y los Dogmas de la Iglesia le
parecían pamemas...; pero tenía por la Virgen de la Hermandad de los
Marineros una especie de supersticiosa adoración, en la que entraban
como componentes principales, si no únicos, su esperanza de mujer
ignorante y su amor propio de trianera. Con los ojos llenos de místicas
lumbres y el rostro como iluminado por dentro, contemplaba extática a
la Divina Señora. Oraba a su modo, sin plegarias hechas, sin oraciones
aprendidas, mostrándole a la Virgen el alma desnuda y pidiéndole sin
sutiles artificios, como a una madre bondadosa, perdón y amparo. Paco
la miraba con amorosa delectación, comparando, sin querer, los ojos
claros de la bailadora con los negros de la Virgen.
A la salida de la iglesia, ella, colgándose del brazo del torero, exclamó:
‐¡Ay, Paco, no puedes figurarte lo contenta que estoy! Es una cosa rara:
me parece que acabo de nacer.
Y luego, camino de la Giralda, muy arrimadita a él, agregó:
‐Le he pedido a la Virgen por ti y por mí, y la muy simpaticonaza me
sonreía.
‐¡Ay, Puriya, Puriya! ‐exclamó Paco‐, siento que te voy a querer una
barbaridad.
‐Y yo siento ‐repuso ella‐ que te voy a dar lo que a nadie di.
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‐¿Qué es ello, Puriya?
Mirándole con los ojos agrandados y como húmedos de rocío, contestó
ella gravemente:
‐El alma, Paco...
Frente a la gótica mole de la catedral, levantada con el soberbio ánimo
de que las edades futuras tuvieran por locos a los autores de tamaña
empresa, se imaginaron que estaban al pie de una montaña toda entera
tallada como una piedra preciosa; mas presto sus miradas se
prendieron a la torre galana y ascendieron por ella, deleitándose en la
contemplación de los balconcillos de mármol, graciosos ajimeces y
ajaracados atauriques que la adornan y le ponen como una salerosa
mantilla de maja. Luego, cogidos del brazo y de un tirón, subieron
hasta la plataforma del último cuerpo grecorromano, embebeciéndose
allí en la contemplación del apretado caserío de la capital andaluza con
sus callejuelas tortuosas, vetustos alminares, conventos sombríos,
jardines risueños y lejanías y horizontes que le cantan al espíritu una
evocadora canción. Llena de infantil alborozo indicaba la Pura, con el
brazo tendido, los edificios, los lugares y los panoramas que iba
reconociendo:
‐¡Mira, Paco, los Alcázares, tan pobres y ceñudos por fuera, tan ricos y
risueños por dentro! ¡La Lonja, reservada, adusta, sin adornos, como
una viudo vestida a la inglesa; la Fábrica de Tabacos, donde estuve dos
años tragando polvo, y allí, San Telmo, con su soberbia portada, que le
va al edificio como a la cabeza de las mozas la rumbosa peina! ¡Mira,
mira el puente de Triana! ¡Ay, qué bonito!..., y los borriquiyos que van
y vienen cargados de todo. ¡Ellos son los que hacen y deshacen a
Seviya! ¡Pobreciyos, tan duros, tan pacientes! Desde ese puente, más
de una vez, cuando anduve pasando hambre y fatigas, pensé tirarme al
río. Y ¿a que no sabes por qué no lo hice? Pues porque comprendía que
te tiraba y que algún día... Mira la torre de Santa Ana, el rojo frontis de
San jacinto, rojo de vergüenza de verse tan feo, y allá lejos los
pueblecitos de Coria, Gelves, San Juan de Aznalfarache, Castilleja de la
Cuesta, Camas, y, a la derecha, Santiponce...
‐Es verdad que me tirabas ‐interrumpió Paco, pasándole el brazo por la
cintura‐; pero no lo sabia. Cuando te fuiste de Seviya lo supe. Me faltaba
algo, andaba como sin sombra, y si cogía la guitarra y cantaba, era
pensando en ti.
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La bailadora respiró una gran bocanada de aire y, cerrando los ojos,
murmuró:
‐¡Ay, Paco, qué bien se viaja en primera...!
‐Te quiero, Puriya ‐exclamó él oprimiéndola dulcemente‐.
‐Yo también a ti, Paco ‐suspiró la moza‐.
Luego, abriendo los ojos, y como poseída por súbita inspiración no
ajena, quizá, al N. P. U. que habían bebido, agregó parpadeando mucho:
‐¡Tú torero célebre, yo bailadora de rumbo! Seviya es nuestra, Paquiyo.
Tendida ahí nos abre los brazos. Vamos a conquistarla, a hacerla vibrar
como una cuerda de violín, a quitarle las mordazas que no la dejan
decir lo que quiere, a embriagarla y a emborracharnos con los propios
zumos de ella. ¡Ay, Paco de mis entrañas, qué cosas te diría ahora
mismo si supiera hablar y supiera lo que sabes tú de los sucesos de
otras épocas! Lo que dice ese Alcázar, ese Archivo de Indias, esa Torre
del Oro, esos alminares de las antiguas mezquitas, esta catedral
famosa, que encierra tesoros, ese caserío de gente pobre y de pelo en
pecho, aquellas dehesas amariyas donde pasen los toros bravos y
aqueyas huertas siempre verdes, donde se dan los naranjos y los
limoneros.
‐¡Tierra rica y tierra pobre; tierra alegre y tierra triste; tierra de
hechizos incomparables y de realidades sórdidas! ‐añadió Paco,
vibrando a su vez‐. Mirándola contigo desde estas alturas la veo como
nunca la vi, Puriya. ¡Cuántas cosas, cuántas cosas...!; los Sultanes, los
Reyes, los Conquistadores, los majos, los claveles, los toreros, la
manzaniya, las soleares, Don Pedro, Don Juan... Aquí oró Colón, allí
murió Hernán Cortés, más allá está enterrado Guzmán el Bueno, en
aquel sitio escribió Cervantes «El Quijote», en aquel otro habitó Santa
Teresa. ¡Vaya canela y venga groria! En Seviya todo es así, todo habla al
alma y a los sentidos, todo es hechizo, sortilegio, encantamiento. Muere
un bandido, y el escultor Gijón hace de él un maravilloso Cristo, que el
pueblo reconoce y llama por su nombre: el «Cachorro»; las niñas
ponen unas macetas y unas jaulas en los balcones, y, como por arte de
magia, truecan en alegría la miseria de la ciudad; los vinos de oro
convierten la pena en fiesta, el lloro en canto, el canto en lloro. Sí, aquí
todos son círculos mágicos; el sol, las calles embrujadas, los patios
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soñadores, las coplas quejumbrosas, las procesiones trágicas, los
tablaos dislocadores, tierra gorda en la que florecen todo el año los
claveles rojos de la pasión y del salero. Y el más grande de todos los
círculos mágicos ese que ves ahí: la plaza de Toros, el redondel divino.
Míralo: la arena amarilla parece un topado luminoso, y ese topacio es
un crisol donde se funden y aparecen, limpias de escorias, las broncas
virtudes de la raza; un misterioso espejo, un espejo brujo en el cual los
españoles nos vemos como quisiéramos ser, como fueron los Grandes
Capitanes, los Conquistadores, los Misioneros... Dentro de algunos días
me verás ahí jugando con la muerte, mostrándoles a catorce mil
espectadores la hermosura del valor. Tienes razón, Puriya: Seviya nos
tiende los brazos; vamos a conquistarla. A tu lado me acometen
ímpetus de hacer cosas grandes, barbaridades gordas. Tú también eres
un embrujo, Puriya.
‐Hagámoslas, Paco.
‐Hagámoslas, Puriya, y la primera será querernos una barbaridad.
Esparciendo la mirada en derredor, exclamó la bailadora con el pecho
agitado y los ojos llenos de lágrimas:
‐¡Paco de mi vida! ¡Seviya de mi alma!...
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