EL EJE DE LA LIDIA

EL EJE DE LA LIDIA
"Normalmente, el primer puyazo lo toman bien los toros, y si ése fuera el único del tercio, todos parecerían bravos. En el segundo ya empiezan a dar síntomas de su categoría de bravura. Y es en el tercero donde se define de verdad si el toro es bravo o no. En el tercer puyazo casi todos los toros cantan la gallina, se suele decir". JOAQUÍN VIDAL : "El Toreo es Grandeza". Foto: "Jardinero" de la Ganadería los Maños, primera de cuatro entradas al caballo. Corrida Concurso VIC FEZENSAC 2017. Foto : Pocho Paccini Bustos.

domingo, abril 14, 2013

EL EMBRUJO DE SEVILLA (CAPITULO VIII)

VIII.   
Cuenca trabajaba con ardor. Había empezado hacía seis semanas el retrato de la Pura y le daba los últimos toques, esas pinceladas maestras que son al cuadro lo que la sal y las especias a las comidas. La bailadora, vestida con el traje de cola y faralaes gitanos, y ceñido el busto por el rojo mantón de talle que había lucido la primera noche en el café, posaba concienzudamente, mientras el pintor, para distraerla y sin darle reposo a la mano, le recitaba pasajes del Romancero o le
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refería episodios caballerescos o galantes de las guerras entre moros y cristianos. Durante las ausencias de Paco, a quien sus contratas lo tenían casi siempre alejado de Sevilla, las únicas distracciones de la bailadora eran los paliques del taller y las visitas que, acompañadas del pintor, hacía a las iglesias, los monumentos públicos y los museos de la ciudad. No se cansaba de ver, admirar y menos de oírlo discurrir sobre cosas que a veces no comprendía bien, pero cuyo atractivo sentía siempre. Cuenca hablaba, no como dómine pedante, sino a la manera de un artista curioso, erudito y apasionado por todo lo que fuese descubridor de lo humano, y particularmente de ciertos aspectos de la realidad española, que a la Pura, por su baile, también le interesaban sobremanera. El roce con artistas y gentes refinadas le había dado el gusto del arte y el deseo de instruirse; pero no leyendo, porque los libros se le caían de las manos, sino viendo y oyendo. Cuenca era tan sintético y rotundo en sus observaciones como en su pintura. Por medio de una observación acertada, una anécdota oportuna o sabrosa a comparación, le resumía la personalidad de un artista o el alma de una época. Y eso era lo que ella apetecía, cosas substanciales y animadas, no discursos latosos. En el primer paseo que dieron juntos, el pintor quiso mostrarle los vestigios que aún atesoraba la vieja Hispalis de la dominación romana, y al pie de las Columnas de la Alameda le recitó el romance de Sepúlveda, el cual, de acuerdo con las crónicas de Alfonso el Sabio, supone que las tales columnas fueron allí dispuestas por las manos de Hércules; le hizo ver los restos de la imponente y sombría muralla torreada y almenada que defendía la ciudad de César contra la saña extranjera, y deteniéndose en la puerta de Córdoba, le explicó los sucesos que en su hosca torre y en la vecindad de ella se desarrollaron: la prisión de San Hermenegildo; el martirio de las divinas alfareras Santas Justa y Rufina; las escenas del famoso convento de Capuchinos, enfervorizado por el recuerdo de San Isidro y San Leandro, y la mística inspiración de Murillo. Andando, le mostró cierto sitio cubierto de jaramagos, donde cuenta la leyenda que una bruja le predijo a Julio César que sería asesinado si volvía a la Ciudad Eterna, por lo cual los romanos, cumplido el lúgubre vaticinio, le dieron a la antigua Hispalis el nombre de Civitas Sevillae, ciudad de la sibila, de donde le vino Sevilla. Luego, sentados bajo el emparrado del ventorro que se veía al pie de las desoladas ruinas de Itálica, le declamó enfáticamente la famosa oda de Rodrigo Caro, mientras apagaban la sed con unas cañas de manzanilla fresca y olorosa. Vinieron después las largas visitas al Alcázar, la Catedral y las iglesias de pórtigo gótigo y minarete árabe, que no habían aún
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acabado de recorrer. Divertía a Cuenca la curiosidad infantil y los graciosos disparates que se le ocurrían a la bailadora cuando se corría a opinar sobre tal o cual obra de arte, y a la Pura la solazaban y a veces le hacían cosquillas en todo el cuerpo la verba inagotable y el ingenio chispeante del pintor.
‐¡Pero qué salao es este tío feo! ‐decíase a menudo escuchándolo.
Cuando Paco estaba en Sevilla se iban los dos solos a los pueblos vecinos, donde nadie los conocía y podían pasearse juntos sin reparo alguno. Almorzaban en cualquier venta o mesón, entre chalanes y arrieros, y cogidos amorosamente del brazo, visitaban las curiosidades del lugar: una vetusta iglesia románica, la casona del escudo carcomido, balconada de hierro forjado y puerta claveteada, perteneciente a alguna familia desaparecida o venida a menos; un patio soledoso, un frontis barrominesco. Paco no era tan erudito ni diserto como Cuenca; pero lo que decía parecíale a ella muy sabroso y puesto en su punto, porque, de cerca o de lejos, se relacionaba con ellos y le hablaba al corazón. Además, para interesarla o conmoverla, no necesitaba Paco hablar; bastaba que le oprimiese el brazo dulcemente, y de inmediato ella sentía lo que sentía él delante de un lienzo patinado por los años o un paisaje cuajado en la melancolía crepuscular. A veces, olvidando que estaban delante de una Purísima, Paco le murmuraba al oído cosas muy dulces o la besaba furtivamente. Cada vez mostrábase más rendido; pero no presuroso de hacerla suya, y ella, asqueada del sensualismo grosero de los hombres, se lo agradecía con toda el alma. Sin embargo, un día, en Santiponce, saliendo del convento de San Isidro del Campo, donde habían admirado algunas tallas magnificas de Montañés y la tumba de la infelice Doña Urraca de Osorio, quemada viva por orden del justiciero, le dijo Paco:
‐Puriya, cada vez se me hace más penoso separarme de ti. Estoy deseando echar fuera las corridas que aún me restan por torear para estarme siempre a tu vera. ‐Y bajando la voz, que se hizo soplo cálido, añadió:
‐A tu vera y solos, solos y lejos, en el campo, en «La Barrancosa»; ¿te gustaría? Estoy preparando la casa para recibirte.
Y muy bajito, pero con mucho garganteo, le cantó antes que ella pudiera responderle:
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 «Vente conmigo al molino y serás mi molinera.»

‐¿Vendrás? Di que sí. ¿Cuándo va a ser eso?

‐Muy pronto; yo lo deseo tanto como tú; no lo dudes, pero... ‐¿Hay un pero...?
Un pero que es una perita en dulce, Paco. No sé cómo decírtelo. Antes de irme contigo, para ser tuya, tuya como de nadie fui, tuya toda entera, quisiera yo tener el alma limpia de telarañas y estar segura de mí misma, segura de hacerte dichoso, segura también de que tú me harás dichosa a mí. Si no te quisiera tanto y no pusiera tantas esperanzas en nuestro cariño, no tendría esas preocupaciones ‐y temiendo haberlo disgustado, añadió apretándose contra él: Tú no dudas de lo que te digo ¿verdad, Paco? Pronto terminarás las contratas de este año, serás libre; yo también, y entonces, tú para mí y yo para ti...
Paco bajó la cabeza y guardó silencio. Después de algunos instantes, preguntóle:
‐¿Y qué son esas telarañas, Puriya?
‐Recuerdos, querencias del tiempo viejo, que me impiden todavía ser como yo me he propuesto.
A pesar del encendido amor que le inspiraba Paco y la repulsión que sentía por el Pitoche, la bailadora comprendía que algo quedaba del viejo cariño; algo, una memoria oscura y tenaz de los sentidos, una raíz profunda que no había muerto ni quería morir. Lo aborrecía, y, sin embargo, cierto sentimiento enrevesado y morboso, en que se mezclaban en dosis caprichosas el odio y la piedad, la repugnancia y la carnal atracción, hacia él la empujaba, la empujaba... Si el alma no, la carne, a pesar de los pesares, le había permanecido instintivamente fiel al chulo que la perdió. Más de una vez, en brazos de otros amantes, hubo de confesárselo con pena y vergüenza. Verdad que a nadie había querido de la entraña ni tan tiernamente como a Paco. El hondo y suave cariño que éste le inspiraba la convertía en otra mujer capaz de todas las ternuras; borraba el pasado, la purificaba; pero la idea obcecadora de que las «gitanas de los gitanos son» continuaba, no obstante, atormentándola, aunque sólo de tiempo en tiempo y con
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 menos violencia que antes. Esas eran las telarañas de las que quería ella limpiarse; el pero que era una perita en dulce.

***

‐¡ E a , descanse usted! ‐exclamó Cuenca, poniendo la paleta y los
pinceles sobre un escabel.
La bailadora descendió del estrado o tabladillo donde posaba y se plantó frente a la tela.
‐Tira de espaldas... Esa Pura es más Pura que yo ‐dijo‐. Así, aunque más fea de lo que soy, me gusto más; me parece que digo más. Y todos esos tíos dicen más y parecen más vivientes que el modelo. Por primera vez contemplo un cuadro flamenco pintado que no parezca un cromo. Los otros pintores de escenas andaluzas mojan los pinceles en agua; usted, maestro pintor, en vino; en Jerez unas veces, en Valdepeñas otras; vino blanco y vino tinto, vino siempre: cuando aplicado ligeramente, oro y sangre; cuando espeso, la bandera española; huevos con tomates... en la sartén negra.
‐¡Tiene usted la mar de gracia...! ‐exclamó Cuenca, riendo a carcajadas‐. Eso que usted acaba de decir encierra más verdad y es más penetrante que lo aseverado hasta ahora por los críticos sobre mi pintura. Que pinto con betún y bermellón, como si los negros, los amarillos y los cárdenos no fueran toda la pintura española; que mi luz es luz de bodega, como si no fuese luz de bodega la de Velázquez, la de Zurbarán, la del Greco; que mis cuadros no tienen perspectiva, ni aire, ni fondo. Bueno, ¿y qué? Lo importante es que esos monigotes que están ahí vivan, respiren y digan lo que son, no pasajeramente y según la moda del día, sino clásicamente, eternamente. Y a mí me parece que lo dicen. Vea usted esos rostros: no son personas, son entidades.
El lienzo, de vastas dimensiones, se titulaba Arriba, y tenía por asunto el cuadro flamenco de «El Tronío». Sobre el tablao, en primer término, vejase a la Pura en el momento de efectuar el desplante final de su baile; el fondo, en figuras de tamaño casi natural, lo componían los otros artistas, dispuestos en círculo y en sus actitudes más peculiares. Otro lienzo, concluido antes, hacía pareja al primero, y era como su antítesis. Se titulaba Abajo, y representaba la parte inferior del tablao o dormidero de las brujas con las mamás de las artistas apiñadas sobre el sofá, las cabezas caídas o echadas hacia atrás, las
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bocas abiertas, los pobres cuerpos desarticulados. Aquellas escenas andaluzas, de tonos sordos y expresión patética, no seducían ni encantaban los ojos como las telas brillantes de Fortuny o las páginas graciosas y sabrosísimas del Solitario; pero ejercían la irresistible atracción de lo que revela el fondo doliente y misterioso de la humana criatura, de lo que muestra la angustia del vivir. Allí se sentía rugir, de tiempo en tiempo, el torrente subterráneo del enigma y del drama que cada uno lleva en sí; se percibían esas expresiones fugaces, esos relámpagos de la fisonomía que muestran la pristina condición del ser. A semejanza de las seguiriyas, las almas de aquellas criaturas subían a pique del fondo del mar, del fondo de la personalidad, mostrábanse un instante en la superficie del rostro y se volvían a las profundidades.
‐Mi pintura ‐solía asegurar Cuenca‐ es cante hondo. Yo pinto soleares y seguiriyas.
Covacha entró y puso una sopera llena de gazpacho en la mesa, larga y angosta, de bordes tallados y llave de hierro, que había entre las dos ventanas, bajo cada una de las cuales veíase un ancho y muelle sofá tapizado de damasco morado y cubierto de cojines. Cuanto ganaba el pintor, que no era mucho, gastábaselo en cacharros, muebles antiguos de poco precio, alfombras alpujarreñas y curiosidades artísticas, que a veces iban más allá del alcance de su bolsa y lo dejaban empeñado. Y como tenía ojo experto y no descansaba en sus rebuscas, solía hacer muy afortunadas adquisiciones de objetos raros, telas viejas y tallas envilecidas por torpes repintes o estofados groseros, que después de limpias y restauradas, resultaban de gran valor. Así, y poco a poco, había logrado adquirir una buena cantidad de muebles y curiosidades: bargueños de muertos oros y marfiles cadavéricos, arcones de tosca labra, adustos sillones fraileros, fragmentos de retablos, tapices y casullas, que resaltaban de un modo singular sobre las desconchadas paredes y las anchas piedras del suelo.
‐Ahora nos tomaremos con gracia fina este gazpachito serrano ‐dijo el pintor, disponiendo sobre la mesa un mantel de colores, algunos platos soperos de tosca fábrica gitana y dos botellas de manzanilla sanluqueña‐. En esta época ningún brebaje iguala las virtudes y excelencias del calducho andaluz. El gazpacho es merienda y refresco. Su reputación remonta a los tiempos bíblicos, y entre los griegos y los romanos gozaba de gran predicamento. Aquí, en Sevilla, siempre fue sopa popular. ¡Cuántas hambres no ha engañado el gazpacho! Don
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Pedro lo comía acompañándolo con copiosos tragos de agraz, que no es otra cosa que el hacaraz morisco.
‐Venga el gazpachito; tengo una gazuza más que regular. Pero diga usted, maestro pintor, ¿no esperamos a Paco? Ayer dijo que vendría.
‐Paco entrará por esa puerta así que yo empiece a llenar los platos ‐contestó Cuenca, metiendo el cucharón en la sopera‐. El recibir toros enseña a ser puntual. Romero, Paquiro, Redondo, el tuerto Domínguez, todos los matadores que ejecutaron aquella suerte, tuvieron fama de puntuales. Paco no había de ser una excepción. Ya llega...; ahí lo tiene usted.
En efecto, la puerta se abrió y apareció Paco, acompañado de Tabardillo, que traía un paquete debajo del brazo.
‐Aquí traigo para usted, señora ‐exclamó el picador anticuario abriendo el paquete‐, una maravilla de esas que sólo se ven en los museos: una cosa que es el acabóse de la escultura... y que se puede comprar por dos pesetas, como quien dice.
‐Puriya, no te dejes dar coba ‐interrumpió Paco.
‐¡Coba...! Ahora mismo lo va a decir Cuenca. Prepárese usted, maestro pintor, para recibir la arremetida de un miura, quiero decir, una emoción de chipén.
‐¿Qué es ello, hombre...?
‐Casi na, una tontería de virgen; una virgen de Alonso Cano. Así, como suena. Y que es de Alonso Cano como yo soy de Seviya. Tiene la marca de fábrica, el cuño, esa cosa única de Cano, que es como la divisa del ganadero en los morrillos del toro: indica la procedencia.
Y tirando al suelo el ancho para andar más pronto, deshizo el paquete con grande cuidado y puso sobre la mesa una virgencita tallada en madera.
‐Véanla ustedes, y díganme si es o no es una maravilla... Cano cantando, Cano de una vez, Cano por los cuatro costaos.
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Los tres se acercaron y contemplaron la estatuíta llenos de asombro y delectación. No mentía Tabarda; aquel pequeño objeto era realmente un prodigio de arte, simple y exquisito a la vez; realista y místico en una sola pieza.
‐¡Cómo reza la pobrecita! ‐exclamó la Pura.
‐¡Sí, cómo reza y cómo llora! ‐añadió Cuenca‐. No se puede pedir más simplicidad, más emoción, más gracia. Esta pobre virgencita, humilde y pura como un huevo, es, a no dudarlo, la hermana menor de aquel San Francisco de la colección Odiot, que es, a mi entender, la obra maestra de Cano. Parece mentira que manos teñidas en sangre, inocente acaso, hayan podido ejecutar obras tan puras y serenas. Cano, como Herrera el Viejo, Valdés Leal, Ribera y tantos otros grandes artistas de aquella época, tenía el genio vivo y la mano pronta, lo cual no le impidió ser el más místico de los escultores españoles. Mató, sin más trámites, a la esposa infiel; por rivalidades del oficio casi envía al otro mundo de una estocada al pintor Llano y Valdez, que tampoco era manco; y tuvo muchos duelos y pendencias, de los cuales salió siempre con fortuna, porque era de ánimo entero y manejaba la espada como el buril y la brocha. Pertenecía a la casta brava de los conquistadores y los aventureros, los santos y los pícaros; a esa casta de donde salieron Cortés y Alonso Contreras, aquel que de pinche llegó a comendador de Malta; Santa Teresa y la monja Alférez, la niña de familia noble que, abandonando el convento donde iba a profesar, vistió el traje de soldado y se hizo famosa, guerreando en España e Italia, por su bravura, reyertas, homicidios y fechorías, y cuya existencia, rota y huracanada, conservando incólumes, entre rufianes y bandidos, la fe y la virginidad, le inspiró a Pérez de Montalván su mejor comedia, a Calderón la asombrosa Devoción de la Cruz, y a Moreto el admirable San Franco de Sena. Cano era un místico y un espadachín. De él o de su discípulo, Pedro de Mena, debe de ser un crucifijo muy curioso que tuve ocasión de admirar en Écija. La cruz, con punteras de plata afiligranada, era de madera recubierta por amarilloso pergamino, sobre el cual el Cristo, finamente esculpido y de una anatomía estupenda, cobraba extraordinario resalte. Y bien, señores, tirando de la parte superior, salía de la cruz una daga.
‐¡Jesús, ya la estoy viendo, y se me ponen los pelos de punta! ‐exclamó la bailadora.
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‐Semejante barbaridad sólo podría ocurrírsele a un artista español ‐aseveró Paco.
‐Esas barbaridades nos hicieron grandes ‐repuso Cuenca al punto, y luego, quitándose la blusa de tela azul, que se ponía para trabajar, añadió:
‐Crucifijo y puñal: he ahí un símbolo de la vieja España. Ahora no hacemos barbaridades, y por eso andamos tan decaídos.
‐Y si las hacemos, nos dan cada paliza que Dios tirita ‐arguyó Tabardillo‐. ¿Han leído ustedes, en El Liberal de hoy, el desastre de la Habana? Toda la escuadra del almirante Cervera a pique, como ayer en Cavite la de Montojo. ¿Qué dirían los Reyes Católicos si levantasen la cabeza?
‐La bajarían y harían lo que esta virgencita: rezar fervorosamente ‐respondió Cuenca, y sus ojos claros se ensombrecieron‐. Nosotros, para soportar las calamidades que van a sobrevenir y rehacernos, debemos rezar de otra manera: no de rodillas, ni en la iglesia, sino en pie y frente al yunque, a todos los yunques. El trabajo es la única plegaria que hoy llega a los pies del Altísimo. Por lo pronto, comamos nuestro gazpacho; hay que vivir.
Cabizbajos y en silencio sentáronse alrededor de la mesa. Durante algunos momentos sólo se oyó el repique de las cucharas y tal cual hondo suspiro. De pronto, el pintor, indicando con el brazo estirado la grande tela de Don Quijote y Sancho, dijo:
‐Cuando yo pinté ese cuadro, símbolo del heroísmo español que no acierta a encarnarse en obras y vaga extenuado y macilento por las llanuras de la Mancha, no sabía adónde iba el caballero de la Triste Figura. Ahora, lo sé: iba a reconfortarse y cobrar nuevos alientos a las plazas de toros, mientras Sancho, rezagándose, torcía para Cavite... No es el quijotismo, sino el sanchopancismo, el que nos ha llevado a la pérdida de Cuba, último florón de aquella espléndida corona colonial que nos legaron los Reyes Católicos. Acaso es un bien. Reducidos a nosotros mismos; obligados a cultivar el propio jardín, quizá sabremos hacer otra vez obra de varones, obra de machos cogotudos. Santiago y cierra España. Sí, seamos españoles, españoles de nuestro tiempo; concentrémonos en las plazas, que son nuestros gimnasios y nuestras palestras, para derramarnos luego por toda España y después por el
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mundo ‐y echando la cabeza hacia atrás, y con el tono quejumbroso y el ademán enfático de los malos actores, continuó: Caballero del ideal, no desdeñes por prosaica la moderna aventura del trabajo, porque éste lleva en sí la enjundia de muchos ideales y es el más fiel servidor de la grande esperanza del hombre en que esos ideales se congregan y funden. Pero ¿qué camino seguir? ¿Qué métodos emplear? Las divergencias de parecer son múltiples y grandes. Cada doctor propone una pócima diferente. A mí, aunque simple y pecador, se me ocurre que lo primero será conocernos, saber lo que somos y lo que pretendemos ser, y en seguida indagar en qué y en qué no concuerda nuestro instinto de dominio y nuestra ilusión vital, los grandes resortes de la vida intensa, con la grande esperanza de libertad, justicia y amor, que es, por excelencia, la ilusión vital del hombre, lo que lo hace vivir humanamente, lo que legitima sus aspiraciones superiores, triplica sus fuerzas y lo incita a bregar sin descanso bajo la greña del sol. ¿Cómo encauzar sin menoscabo, sin bastardearnos, las viejas energías de la raza en los canales de la actividad moderna? ¿Cómo ser modernos sin dejar de ser españoles castizos?
Cuenca hizo punto y se quedó mirando absorto las vigas del techo. Tabardillo carraspeó, mondó el pecho y, derramando torvas miradas, dijo sentenciosamente:

‐Aquí hay mucha miseria ‐y lanzó un escupitajo de costadillo. ‐Y mucha ignorancia ‐afirmó Paco.

‐Y mucho orgullo ‐añadió la bailadora.
‐Miseria, ignorancia y orgullo, terribles, pero no incurables males. Si quisiéramos, si tuviéramos voluntad firme, los conjuraríamos. Contra la miseria, trabajo; contra la ignorancia, aprender; contra el orgullo, viajar. Lo difícil es descubrir el resorte propulsor, el estímulo que nos dé la divina apetencia de enseñorearnos del mundo, de prolongarnos en el tiempo y el espacio.
Paco, sonriendo, arguyó:
‐Olvidas, Jarete, que nosotros, los andaluces, estamos hechos para la juerga, no para el trabajo.
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‐El trabajo es juerga cuando se trabaja con gusto. Eso de nuestra ingénita pereza es cuento, Paco. Más energías derrochamos nosotros en bailar que otros en majar el hierro. Empleémoslas en producir las riquezas materiales y espirituales que necesitamos. Pero ¡ay!, no creemos en nada, nos burlamos de todo, y ese escepticismo de patanes nos mata. Los españoles tenemos que fabricarnos a toda costa una nueva y grande ilusión vital; una Dulcinea, que no sea Aldonza Lorenzo, y que nos induzca a cometer placenteramente muchas fecundas locuras. ¿Cómo encontrar la fórmula del trabajo deleitoso?
‐Yo, por mi parte, ya la encontré ‐aseguró la Pura entre seria y risueña‐. Cuando bailo, lo hago con deleite y mucha conciencia, como si estuviese diciendo misa o quisiera revelarle al público un secreto muy gordo...
‐¡Tienes la gracia por arrobas, Puriya! ‐exclamó Paco cogiéndole la mano y besándosela‐. También a mi ahora me pasa algo de eso. Además del parné y las palmas, busco otra cosa: decirles a las gentes toreando no sé qué; descubrirles un misterio, no sé cuál. Y eso es lo que me deleita.
‐Pues yo, señores, confieso ‐declaró Tabarda algo mohíno‐ que el picar toros y el vender antiguayas no me divierte. En cambio, cuando embadurno un cacharro que me ha salido bonito, y lo pongo en el horno, y resulta la cochura lo que yo quiero, siento un goce tan grande como el que debió sentir la Virgen cuando parió el niño Dios.
‐Es que tú no eres picador, ni anticuario de ley, sino alfarero ‐replicó Cuenca‐. Uno sólo es lo que hace con gusto. Y yo les digo a ustedes que si todos los españoles trabajasen revelando su secreto y descubriendo su misterio como usted, Pura, baila, y tú, Paco, toreas, y tú, Tabardillo, fabricas cacharros, sabríamos mucho más de nosotros mismos; tendríamos más enjundia castiza y cobraríamos la antigua pujanza. España posee grandes energías espirituales, sólo que están en las entrañas de la tierra, ocultas y sin empleo. Descubrir filones, hacer pozos muy hondos y sacar fuera el material propio, he ahí lo que nos hace falta. Inútil es echarle la culpa de nuestra decadencia a los Austrias, a los Borbones, a los malos Gobiernos; ni pensar que la triaca del mal está en la Monarquía, la república o el socialismo. Hace siglos que todos, cada cual en lo suyo, veníamos preparando la pérdida de Cuba, porque nadie, en lo suyo, hacía lo suyo. Nos fuimos infieles, y la suerte nos fue infiel. Al salir y alejarnos de nosotros mismos, perdimos
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el sentido de la realidad fecunda, dejamos de oír las voces inspiradas de la tierra nativa. Volvamos a la tradición, no de las formas, como quieren muchos espíritus momificados, sino de las substancias, que toman las modalidades impuestas por los tiempos sin cambiar de esencia nunca, antes bien, decantando y acendrando de época en época su esencialidad. Ya hay barruntos de ese deseo de abrir pozos hondos y sacar a luz el material castizo. Renace la azulejería; renace el admirable arte de los rejeros; renace la moda mudéjar de tallar el ladrillo con el mismo primor que la piedra. Los pintores desentierran al Greco y a Valdés Leal; los escritores a Góngora y a Gracián; los arquitectos empiezan a ver al enigmático Churriguera, y todos a sentir lo español. Y aquí está la Pura, bailadora de buten, doctora del tablao, que nos va a descubrir ahora mismo, con su interpretación coreográfica de la malagueña, una faceta del alma andaluza.
La bailadora les había prometido que ese día, después del gazpacho, les iba a mostrar algo de los bailes que estaba imaginando.
‐Vaya por la faceta ‐contestó, riendo‐. Anda, Paco, coge la guitarra y cántame bajito las malagueñas del Chacón. Todos sabemos que las malagueñas no se bailan; yo voy a interpretar bailando, no lo que se oye, sino lo que se ve cuando se escucha ese cante. Figurarse, señores, un patio sevillano, con su surtidor, sus columnillas, friso de azulejos y tiestos de flores. En la casa, alguien, con mucho estilo y mucho sentimiento, como si llorase cantando, se templa por malagueñas; ustedes, aquí, en el patio, ven lo que la voz canta: es la peniya andaluza que despierta y se engalana para salir bonita; luego al empezar la copla, el querer que gime y habla de pasión, celos, torturas y puñalaítas traperas; después, el sollozo que aprieta la garganta, y, por último, las arrancás de llanto que parten el corazón. Anda, Paco, venga de ahí; el toque debe ser muy lento, el cante muy hondo y garganteao. Entre el rasguido y rasguido una pausa. Yo me envuelvo en el mantón y salgo bailando, venga...
La guitarra sonó:
Prim... prim... prim... prim... Prim... prim... prim... prim... Piririrín, pirirín, pin, pan.
A cada rasguido la Pura avanzaba un paso, se detenía, volvía la cabeza a un lado y a otro e iba sacando la cara del embozo. Marcaba el compás
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 con los pies y el cuerpo. Cada nota era un golpe de tacón y una actitud, golpes y actitudes que por momentos se unían sin solución de continuidad y remataban en cadenciosa y expresiva danza. Cuenca y Tabardillo la contemplaban absortos. Paco ponía sus cinco sentidos en tocarle como ella quería. Del floreado mantón salió primero la cara, en seguida el cuello fino y nervioso, después el busto. Era como una rosa que se abría. De pronto, en una rapidísima vuelta, despojóse enteramente de la joyante prenda, y el cuerpo, de líneas divinas, quedó al descubierto, ya ondulando voluptuoso, ya retorciéndose dramáticamente, cual si lo agitaran, ora los goces, ora los dolores del amor. Los movimientos de las manos y los brazos no le iban en zaga en elocuencia a los arrestos, los desplantes, los golpes de cadera y los vuelos del pie con que traducía plásticameente las palabras de la copla. Aquel baile no se parecía a las sevillanas, ni a los tangos, ni a las alegrías, aunque se compusiese de los pasos y actitudes más características de ellos; era una danza menos movida y graciosa, pero más intencionada y expresiva. Lo que los bailes clásicos apuntaban solamente, aquí aparecía exteriorizado y dicho.
Covacha y el mozo de cuadra, atraídos por el jaleo, se habían introducido sigilosamente en el taller, y de motu propio escanciaban el vino, contemplando pasmados al mismo tiempo a la bailadora. Comprendían que estaba inventando, y la miraban como quienes ven operarse un prodigio. El rostro de la Pura se había transfigurado; ya no era la gachí dulce y placentera, sino la hembra brava, la terrible moza juncal, cuyas sonrisas enloquecen, cuyas miradas matan. Sus desmayos, sus furias, sus retorcimientos parecían los de una pitonisa delirante. Cuenca la contemplaba extático, palpaba con los ojos el alma nebulosa y barroca del cante, veía la malagueña de cuerpo entero. Tabarda también la veía. Paco sólo veía la hermosura, el garbo y la sal de la bailadora. «¿Qué secreto, qué misterio nos revela la Pura en este instante?», preguntábase el pintor tratando de analizar las extrañas emociones que experimentaba. «Esas angustias, esas postraciones, esas soberbias, ¿son las suyas o las de la raza? Esa pena, que quiere mostrarse con la cara bonita, ¿es la pena de la andaluza o la pena presumida y galana de Sevilla? Esos desplantes provocativos y esos resignados qué más da, ¿son los de la chula o los del pueblo andaluz? Ese lloro altanero y ese querer y no poder, ¿es el de la Pura o el del orgullo español? ¿Es posible que tanta pasión, tanta fiebre y tanta ansia violenta no vayan a ninguna parte?
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Covacha y el mozo seguían escanciando el vino. Las botellas vacías, los caballos muertos, se iban amontonando. De tiempo en tiempo le alcanzaban una caña a la bailadora; ésta la apuraba de un golpe, sin interrumpir su baile, y la devolvía sin mirar. Lo mismo hacía Paco al ser servido, ejecutando con la mano izquierda alguna afiligranada falseta mientras que con la derecha bebía. Nadie se acordaba de Cavite ni de Santiago; todos, incluso los domésticos, sentían con fuerza inaudita el ansia de vivir y el andaluz placer de gozar sufriendo. ‹¿Es posible que tanta pasión, tanta fiebre y tanta ansia violenta no vayan a ninguna parte?), continuaba preguntándose el pintor. De pronto la Pura se puso muy pálida, llevóse las manos al corazón y sacudida por violentos sollozos se dejó caer sobre el sofá. Paco la estrechó sobre su pecho, y acariciándola como si fuera una chiquilla, preguntóle:
‐Puriya, ¿qué tienes, qué es eso...?
‐Nada, Paco, es la lloradera; ya pasará. ¡Ay, Dios mío! Me ahogo, darme de beber y no me preguntéis nada.
Tabardillo le alcanzó un vaso lleno. Todos la miraban con ojos enternecidos. La Pura bebió ávidamente y se acurró contra Paco. Este sentía sobre el pecho el desordenado golpear del corazón de ella.
‐¿Tienes ganas de llorar?
‐Sí...
‐Llora, Puriya, desahógate...
‐¡No ha de tenerlas! ‐exclamó Tabardillo‐. Yo soy un picador de toros y también las tengo.
‐Y yo ‐añadió Cuenca.
‐¡Josú lo que trae esta criatura bailando! ¡Vaya canela fina! Cuando yo les decía que iba a armar una revolución en el baile, sabía dónde me apretaba el zapato. Nada, señora ‐agregó inclinándose sobre ella‐, si la mandamos a usted a Cuba, en lugar de los acorazaos, ganamos la guerra.
‐No me haga usted reír, Tabardillo, que no tengo ganas ‐exclamó la bailadora llorando y riendo a una.
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 ‐Covacha, abre las ventanas, que entre el aire ‐ordenó Paco.
‐Dejémosla tranquila algunos instantes ‐propuso Cuenca, y haciéndoles señas a Tabarda y los domésticos para que lo siguieran, salió del taller.
La Pura no usaba corsé. A Paco le parecía que la tenía desnuda entre los brazos. Sentía el calor de su cuerpo, la morbidez de sus carnes, las duras turgencias de sus pechos, y tanta emoción voluptuosa no empañaron ni un instante la grande ternura que la bailadora le inspiraba: «Es extraño ‐se dijo‐; Pastora, la niña, sólo me inspira ahora deseos carnales, y ésta, la gachí de tronío, amor puro»; y luego, pegando su rostro al de ella, le murmuró al oído:
‐Puriya, deseabas que te quisiera bien; pues bueno, bien te quiero. ‐¡Ay, Paco!, no me lo digas, porque me da mucha pena ‐musitó ella. ‐¡Pena!...
‐Sí, Paco de mi alma, porque quisiera ser para ti pura como esa virgencita y no puedo. En eso pensaba bailando; en eso y en otras cosas muy tristes. ¡Ay!. ¡Lo que se sufre cuando se quiere de veras!...
‐Todas esas desazones pasarán cuando estemos solitos los dos en «La Barrancosa».
‐¿Verdad que sí? Tuya, tuya, sólo tuya. ¡Si Dios quisiese dejarme morir a tu vera! Dime, Paco, este querer que te tengo, ¿es lo que se llama amor fino? Me gustaría que más finolis no lo hubiese en el mundo.
Él, por toda respuesta, la besó en la boca. 

Fuente: El embrujo de Sevilla, Carlos Reyles. Biblioteca Mundial Sopena Argentina S.R.L. Tercera Edición, JUNIO DE 1954.pp 110-123.

1 comentario:

  1. Buena narración del mundo de la fiesta y Sevilla.
    A la espera de la próxima entrega.
    E.CH.S.

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